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Tema: Balmes

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    Balmes


    Jaime Balmes

    Domingo Manfredi Cano

    Temas españoles, nº 133
    Publicaciones españolas
    Madrid 1954 • 27 + IV páginas


    Su Vida

    Preámbulo

    Me gustaría contar cuanto sé de Jaime Balmes igual que si lo contara a mis hijos. En el mismo tono de sencillez en el fondo y en la forma con que los padres explican a sus pequeños la vida, las aventuras y las penas de las grandes figuras de la Humanidad. Una biografía cabe en un papel de carta si el biógrafo cala en el corazón del personaje que estudia. No es preciso recurrir al papel de plata de la historia de una época, de la vida de otros hombres, del sentido de unos libros, para envolver la pequeña almendra, dulce o amarga, que eso Dios lo sabe y nadie más, que supone la enjundia de la vida de un hombre. Balmes no llegó a los cuarenta años, y sus primeros veinticinco los pasó entre la infancia y sus estudios. Quiero decir que la vida pública no representan ni siquiera un puñado de quince años. Otros han estudiado una y cien veces a Balmes y su filosofía, su pensamiento, su sentido práctico y político de la vida. Yo voy a contar aquí la historia de un hombre, con todas las grandezas y limitaciones que, su humanidad le imponía. El Balmes mío es de carne y hueso, habla y llora, ríe y discute, lucha y vence o es vencido.

    Como soy partidario de la teoría de que en el hombre lo que más influye es la geografía (bastante más que la historia), empezaremos por asomarnos, muy de prisa y a vista de pájaro, a las tierras de Vich, la famosa llanura que llaman «plana de Vich». Hace mucho frío en invierno y mucho calor en verano, el suelo es fértil, las aguas van casi todas al río Ter, los cereales abundan y las estribaciones del Montserrat y del Ballmunt pasan camino de la serranía de Ripoll y Olot en el campo gerundense. Una montaña, el pico de Puig Sa Calm, alcanza los 1.515 metros de altitud. El río Ter va culebrando por la «plana» ayudando a los hombres en sus industrias típicas de peletería y guantería, de las que Jaime Balmes entendía tanto como de filosofía. En el centro de esta «plana» está Vich.

    Los romanos la llamaban «Ausa» y desde los tiempos más remotos hay en ella obispo. La acarician el Gurri y el Meder, pequeños tributarios del padre Ter. En la parte antigua, las calles son estrechas, empinadas, sombrías, silenciosas, como los viejos barrios de las ciudades andaluzas. La Plaza Mayor, donde se celebran los mercados, está rodeada de pórticos y sabe a cosa sólida y construida para siglos. En el solar del antiguo castillo de los Moncada están los restos de un templo romano; y por toda la ciudad subieron un día columnas de humo señalando, el lugar de los incendios que consumían sus mejores templos cristianos, cuando cayó sobre la «plana» el borrón de los enemigos de Dios, enfurecidos y sanguinarios. La catedral es maravillosa, y adosado al templo está el claustro gótico, donde se levanta, para admiración de las gentes, el monumento funerario a Jaime Balmes.

    Hay muchas bibliotecas, sociedades culturales y espíritu de investigación. Hay Seminario, naturalmente, y la sombra de Balmes protege a los seminaristas de los peligros del cansancio, de la angustia y del silencio en el corazón. Por allí pasaron romanos y guerreó Escipión; estuvieron [4] visigodos y árabes, hasta su rescate por los Condesde Barcelona. Nada de lo que afectó a Cataluña en los últimos siglos dejó de afectar a Vich, y siempre estuvo la ciudad en cabeza cuando hubo necesidad de sostener conceptos y luchar para defenderlos. La ciudad ha sido llamada alguna vez «levítica» porque su ambiente está saturado de religiosidad, porque ha dado nombres ilustres al episcopado español, porque dio a la Patria uno de los sacerdotes más ejemplares de la Iglesia, un hombre sencillo y gigantesco, a la par, que se llamó Jaime Balmes y legó a los hombres de todos los tiempos y de todas las tierras uno de los tesoros más estimables: «El Criterio», el método del sentido común para discurrir sin subirse a las nubes ni arrastrarse por los caminos, sino andando sobre los pies, con la cabeza alta, el pecho fuera y el corazón a ritmo de mensaje eterno. Ese modo de andar que distinguía a los españoles del Imperio.


    Primeros años de Jaime Balmes


    Creo que en la vida de un hombre nada influye tanto como el clima material, moral y cultural en que se desarrolla su infancia. A lo largo de sus años, cuando un esfuerzo personal lo levante o lo hunda, aparecerá siempre como un fermento que no abandona su presa, lo que podríamos llamar «el aire de familia». Para un ojo experimentado no hay trampa fotográfica que no sea descubierta, y a un biógrafo sutil no escapará nunca la circunstancia de que Jaime Balmes nació y pasó su primera infancia en una familia donde la severidad, la inflexible norma de conducta y la impasible mirada ante el discurrir de las cosas eran la máxima ciencia y el mejor de los modos de vivir.

    Sabemos que su padre era un curtidor y se llamaba Jaime. Su madre, Teresa. Sus hermanos, nueve. Estos datos clasifican a la familia de Balmes dentro de una categoría humana que en España representa una sólida garantía de buena educación: modestia, trabajo y hogar. La fecha de su nacimiento, 28 de agosto de 1810, coincidió con la guerra de la Independencia. Jaime Balmes, apenas abiertos los ojos y los oídos por el bautismo, aprendió a ver, a oír y a hablar en medio de un paisaje de guerrillas insobornables, de tiros que mataban de verdad y de palabras que rezumban, como en el poema famoso se certifica: «venganza y guerra».

    Sabemos también algo que me parece el punto clave de todo el carácter posterior del Balmes hecho hombre. Su madre era una mujer con fibras tan singulares en su arquitectura humana que sus hijos jamás recibieron de ella un solo beso. No olviden este detalle los que en lo sucesivo quieran adentrarse con honradez en el laberinto que supone buscar con ojos de decencia histórica la verdad sobre las actitudes políticas, amistosas, sociales, literarias y económicas del gran filósofo de Vich.

    Aquella madre de apariencia tan seca debió llevar siempre en su alma un río soterrado de ternura. Y digo esto porque cada día encontraba un hueco en sus quehaceres domésticos suficiente para acercarse con sus hijos a la iglesia de los Padres Dominicos. En ella, rezaba ante el altar de Santo Tomás de Aquino, pidiendo al Santo que impartiera sobre los pequeños de la familia la bondad y la santidad. Que fuese precisamente Santo Tomás de Aquino el de su devoción denota en Teresa un alto concepto de la sabiduría. Sabemos también, porque uno de sus biógrafos que le conoció personalmente lo ha contado con todo detallo, que siendo Jaime el cuarto de sus hijos, tercero entre los varones, Teresa le amaba como a ninguno. Es decir, quizá le amase como a todos, pues hijos eran él y los demás, pero nadie pone en duda que parece que aquella mujer extraordinaria intuyó que aquel niño era lo bastante inteligente para seguir con provecho el camino de Santo Tomás. [5]

    «El mundo hablará mucho de ti, hijo mío...» solía decirle.

    Esta profecía se cumplió. Pero durante los años de su infancia, e incluso durante sus estudios eclesiásticos menores, nadie sino su madre vio con claridad lo excepcional de la inteligencia de Jaime Balmes. Inteligencia que le llevó a alcanzar tal consideración entre la gente de su tiempo que muchos obispos se hicieron en España por su mediación y consejo, prueba de que las autoridades eclesiásticas confiaban en él; hasta tal punto es esto cierto que incluso el Papa Pío IX le consultó, poco antes de morir el gran filósofo. Para él jamás quiso honores ni jerarquías. Quizá con los únicos laureles que soñó en su vida fue con los de la fama como poeta. Precisamente el único camino por donde andaba a ras de tierra, en vez de sobrevolarlo como hacía en la política o en la alta literatura especulativa.

    Conviene decir aquí, porque es un detalle importante en su vida, que Jaime Balmes fue bautizado el mismo día de su nacimiento, tomó la comunión a los siete años y enseguida ingresó en el Seminario. Podemos imaginar sin gran esfuerzo que Jaime Balmes sería con siete años un niño endeble de figura y aventajado de inteligencia; un niño devoto de Santo Tomás de Aquino, a quien sólo Dios sabe si no soñaría con alcanzar y aventajar en santidad y en sabiduría. Siete años en aquella casa, junto a su madre, severa y sin ternura aparente, y junto a su padre, ocupado en el trabajo, y junto a sus muchos hermanos, que no le comprenderían ni alcanzarían a entender las aficiones suyas, habían modelado un Balmes reconcentrado, estudioso, meditativo, meticuloso, ordenado. Una serie de virtudes que luego maduraron y le hicieron uno de los hombres más extraños –y con esto quiero decir que era distinto de los demás– de su generación.

    ¿Qué cosas oyó este hombre en su casa durante sus primeros siete años? ¿Qué era lo que hacía que su madre se mostrase tan severa, tan fría y tan lejana que nunca le besaba? No es aventurado suponer que en aquella familia se reflejaba a todas horas la angustia de la España invadida. A todas horas se hablaría en voz baja de la felonía de los franceses, se relatarían crímenes cometidos por los soldados napoleónicos, se ensalzarían los hechos gloriosos de los héroes españoles. Algún vecino amigo del padre de la casa vendría a comentar, a informar, a preguntar. Cuando Jaime Balmes, padre del filósofo, volviese a casa después de su trabajo, o dejase el taller cuando trabajase en la propia casa, sostendría con Teresa conversaciones misteriosas que los niños no alcanzarían a entender. Le hablaría de un nuevo crimen, de un nuevo incendio, de una nueva esperanza. Lector mío, si has vivido la guerra española, y fuiste en ella niño, o padre de familia, puedes muy bien imaginarte los siete años primeros de Balmes en aquel Vich de 1810 al 1817, sometido a la tiranía de los invasores y sostenido en su esperanza por el heroísmo de los españoles.


    Sus estudios



    Desde los siete a los diez años, Jaime Balmes estudió sus tres cursos de latín en el Seminario de Vich. Apenas se vio entre estudiantes quiso ser el mejor de todos. Sus contemporáneos nos han dejado dos informaciones que sirven para reconstruir su carácter en aquel tiempo, y para comprender muchas de las cosas aparentemente incomprensibles que hizo luego, en su juventud y en su madurez.

    Había en su curso otros niños buenos e inteligentes que competían con él en ocupar los primeros puestos en las clases. La emulación era legítima, y las armas empleadas, lícitas. Unos días Jaime iba a la cabeza y otros era derrotado y pasaba al segundo o, tercer puesto. Cuando esto ocurría, Jaime se ponía tan triste que algunas veces lloraba, sólo Dios sabe si de rabia o de pena, y no recobraba la serenidad hasta que volvía a conquistar el primer puesto de su clase. Esto [6] lo sabemos a través de su amigo y biógrafo Soler, que se lo oyó contar muchas veces al propio, Balmes.

    Sadurní cuenta otra anécdota muy interesante, aunque en apariencia no lo parezca. Uno de los profesores era hombre irascible, que vociferaba con frecuencia, amenazaba, se sofocaba y mantenía a sus alumnos durante la clase en un estado de ánimo de miedo y de asombro. Aquellos pequeños estudiantes miraban al profesor sin casi respirar, temerosos de él, angustiados de que la mirada inquisitiva se posara en la cara de alguna de sus víctimas para preguntarle definiciones que, aun sabiéndolas, se olvidarían con el miedo. Jaime, sin embargo, escuchaba la lección, salpicada de gritos, con tina sonrisa en los labios, corno si más que gritando el profesor malhumorado estuviese contando historietas. Ni se asustaba, ni le importaba otra cosa que no perder la lección, pues el profesor, aunque fuese gritador, era inteligente y explicaba con claridad.

    Vemos, pues, que Balmes era, en su más tierna infancia, ambicioso de saber, ambicioso de ser el primero en clase, ambicioso de estar por encima de los pueriles miedos que entre sus condiscípulos despertaban las voces de aquel profesor. Ambiciones legítimas, ambiciones embrionarias, que, a lo largo de su vida, cuajaron en tres características fundamentales de su manera de ser. Quiso alcanzar la sabiduría, quiso ser el primero entre los primeros, quiso que ninguna voz amenazadora le asustase ni le coartase sus ideas o sus movimientos. Si consiguió ver realizados estos tres deseos es cosa que iremos viendo poco a poco a través de estas páginas.

    En 1820 comienza la segunda etapa de sus estudios eclesiásticos. Dos años de retórica, tres de filosofía y uno de teología. Esto quiere decir que en el Seminario de Vich se hizo Jaime un hombre. Entre los muros del Seminario cruzó la frontera de la pubertad. Un paso de frontera que sería para su cuerpo predestinado a la tuberculosis y quién sabe si envenenado ya del terrible bacilo, y para su alma, modelándose ya como un puñado de arcilla, en las nobles disciplinas de la retórica, la filosofía y la teología, un asomarse a mundos desconocidos, a interminables caminos donde los estudios no acababan nunca, donde el método era el báculo que sostenía a los peregrinos hasta el final, si alguno se empeñaba en llegar. Jaime Balmes salió de esta prueba victorioso, y fue durante toda su vida un hombre íntegro, sin fallos de ninguna clase, y un pensador ordenado y metódico, que no sólo anduvo con seguridad por los caminos conocidos, sino que abrió caminos nuevos que unas veces acortaban las jornadas y otras salvaban sin peligro un torrente donde otros muchos se habían ahogado.

    En estos años jamás sufrió la más leve represión de sus profesores. Ni fue reprendido por faltas de disciplina escolar, ni por estudios, ni por tibieza moral o religiosa. Nadie le vio nunca en otros lugares que no fuesen su casa, la iglesia, el colegio, algunas casas de amigos de su familia y la biblioteca del Palacio episcopal. Su mejor y quizá el único compañero de sus juegos y distracciones fue su hermano Miguel, al que quería con singular ternura. Miguel era su confidente, y ambos se sentaban en la escalera del palomar de la casa paterna y allí hablaban, reían y se divertían. Siempre me he acordado de los coloquios de Santa Teresa de Jesús con su hermano queriendo irse a tierras de moros. Jaime y Miguel no querían irse a tierra de moros, pero tal vez soñasen con enarbolar bandera de rebeldía y echar a los franceses de España.

    En estos años empezó a leer diariamente, para no dejarlos de la mano en toda su vida, la «Vida devota» de San Francisco de Sales, el Kempis, las obras de Fray Luis de Granada, y, por último, la Biblia. En estos libros bebió las aguas claras de su [7] sabiduría, y él mismo confesó alguna vez que cuando tenía que leer un libro prohibido –para lo cual estaba autorizado por sus superiores, ya en su madurez– leía antes y después la Biblia o el Kempis o a Luis de Granada, corno si quisiera con ello lavar la basura o el polvo que la lectura peligrosa hubiese podido dejar en su talento y en su corazón.

    Estudiaba de una manera muy singular y curiosa. Se sentaba ante la mesa y mientras leía permanecía inmóvil, «devorando los libros», como dice gráficamente uno de sus biógrafos. Después dejaba la habitación a oscuras, si era posible, o se envolvía la cabeza en el manteo, y así, se pasaba largos ratos meditando sobre lo que acababa de estudiar. Decía él que así sus ideas fermentaban, y si bien parecía que muchas veces el cerebro no rendía frutos, lo cierto era que al final, como la explosión de un cohete, aparecía con claridad meridiana la verdad que se buscaba.

    Si en sus lecturas tropezaba con un problema de la clase que fuese, suspendía el trabajo, dejaba el libro, meditaba sobre el tema y buscaba una solución, que luego confrontaba con la que el libro ofrecía. En sus conversaciones hacía algo parecido, y cuando oía algo que no entendía bien o que a su juicio merecía ser visto con detenimiento, quedaba un instante suspenso, corno si captara la idea, y luego seguía conversando, seguro de que aquello no se le olvidaría nunca y que luego podría en casa meditar tranquilamente sobre lo que le hubiera interesado.

    Los demás estudiantes, siguiendo una tradición muy estudiantil, fomentaban los actos de protesta contra el invasor. Jaime Balmes no se mezcló jamás en estos actos, y, por ello, fue tachado por más de uno como traidor, negro o enemigo. Entendía en aquellos años trágicos que su deber era estudiar, prepararse, luchar con la ignorancia, alcanzar la sabiduría. Cuando la hubiese alcanzado sería más útil a España que ahora dejando de asistir a clase para vociferar por las calles de Vich. Balmes estuvo presente en el acto solemne, celebrado el día 29 de diciembre de 1821 en Vich para la inauguración de un monumento en mármol a la Constitución, mole de siete metros de altura. A la sombra de esta mole marmórea el Ayuntamiento y el Cabildo catedral juraron la Constitución. Y aún sonaba en las montañas catalanas el juramento cuando el Balmes adolescente vio derribar imágenes, cerrar conventos e iglesias, y asesinatos que culminaron en el del obispo, señor Strauch y Vidal...

    El 6 de mayo de 1823 entraron los franceses en Vich y derribaron el monumento. El 26 quiso entrar Mina en la ciudad, pero no lo consiguió. Y por las montañas andaba haciendo de las suyas en favor del absolutismo un seminarista de Vich que Jaime Balmes conocería: Mosén Antón.

    El año 1826 comenzó Jaime Balmes sus estudios superiores de Teología, en la Universidad de Cervera, como becario del Real Colegio de San Carlos. La beca le fue concedida de modo graciable por el obispo de Vich, don Pablo de Jesús Corcuera y Caserta. Este don Pablo había sido antes rector del Seminario de Sigüenza, y tanto en el rectorado como luego en el obispado había creado y mantenido fama de severo y de inflexible, muy especialmente en aquello que se refería a la manera de pensar en política de sus súbditos. El hecho de conceder la beca a Jaime Balmes representa de por sí una garantía de que el joven seminarista gozaba fama de integridad moral, política y vocacional.

    La conducta observada por el estudiante en este tiempo fue tan ejemplar que jamás mereció la más leve represión, ni siquiera la más sutil censura de aquel tribunal de disciplina escolar que alcanzó con sus reprimendas a los más moderados condiscípulos de Balmes. Cada año obtenía notas magníficas, y cuando acabó sus estudios ya gozaba de un merecido prestigio de [8] conocimientos superiores a los de su edad y preparación. Cuando iba de vacaciones a Vich, cada año una o dos veces, pasaba los días enteros encerrado en la biblioteca episcopal, desmenuzando las más complicadas doctrinas filosóficas y meditando sobre las más abstrusas verdades del mundo del pensamiento humano.

    En 1833 terminó su carrera y se encontró frente a los distintos caminos que un clérigo puede tomar una vez que la vida le obliga a decidirse. Antes de ordenarse de sacerdote tomó parte en dos oposiciones. Una, a la cátedra de Teología de la Universidad de Cervera. Otra, a la Canonjía magistral de Vich. Aquélla fue a mediados de octubre de 1833, y ésta, a principios de noviembre. Esto quiere decir que tuvo que prepararse simultáneamente para ambas oposiciones, con el natural esfuerzo físico e intelectual que ello supone. No ganó ninguna de las dos, y de la segunda se dijo luego en «El Español», por alguien que tuvo buen cuidado de guardar su nombre en el anónimo, que no se la habían dado, a pesar de haber hecho mejor ejercicio que el ganador, porque Jaime Balmes estaba tildado de «negro», es decir, de enemigo del Régimen político imperante. El mismo Balmes desmintió esta falsedad en su «Vindicación personal», alegando que ni era «negro» ni era «blanco», y que siempre le había unido una íntima amistad con el canónigo que le ganó la canonjía.

    Una vez ordenado, el señor obispo quiso que volviese a la Universidad a estudiar cánones y a explicar, como profesor auxiliar, la cátedra de Sagrada Escritura. A su debido tiempo le fue conferido el grado de doctor. La decisión episcopal torció en cierto modo su vocación, que era, según confesión propia, recluirse en una parroquia y gobernar a sus feligreses lejos de la pompa y del ruido del mundo intelectual. Prueba esto el hecho de que el curso de 1834-35 no lo explicó ya en la Universidad, recluyéndose en su casa de Vich en espera de que los acontecimientos de la guerra y de la revolución dieran margen a decisiones definitivas.

    Permaneció dos años entregado a sus estudios personales, y en 1837 se encargó de la cátedra de matemáticas en Vich, porque, según sus palabras, «el cálculo y la geometría no son cristianos ni carlistas».

    Conocemos a través de sus biógrafos, especialmente de aquellos que le conocieron personalmente y vivieron junto a él más o menos tiempo, muchos detalles de su carácter, que sirven para retratarlo, bastante más y mejor que los resúmenes de sus obras, que algunos autores se empeñan en hacer pasar por biografías de Jaime Balmes. El hombre y el escritor van íntimamente unidos, como partes de un solo todo, pero no son la misma cosa. Hay veces en que una anécdota refleja mejor el espíritu de un personaje y explica más ampliamente sus reacciones ante la vida que la lectura de sus obras o los comentarios de sus escritos. En Balmes es importantísimo el dato anecdótico, porque era un hombre extraño, entendiendo por extraño lo que quizá no sea más que superior, es decir, que andaba por el mundo despegado del polvo de los caminos y alejado cien codos de la miseria espiritual y de la lepra de los prejuicios inútiles, de la cultura media y de la educación rutinaria.

    Uno de sus condiscípulos, Blanche-Raffin, era muy aficionado al ajedrez y quiso hacer de Balmes un compañero de juego. Para ello le convenció primero de que se trataba de un entretenimiento que al par que descansaba la inteligencia de otros trabajos la engrasaba, como sutil lubrificante, y la dejaba lista para empresas de envergadura. Balmes no quería creer a su amigo y camarada de estudios, temiendo que aquel juego fuese un pretexto para dejar de estudiar cosas útiles y necesarias. Por otra parte, todos decían que se trataba de un juego difícil, de complicado mecanismo, cuyo aprendizaje no tenía nada de rápido ni de fácil. Un día, por fin, Jaime Balmes accedió a [9] sentarse ante el tablero y recibir algunas lecciones elementales de su amigo sobre el ajedrez. Cinco días después jugaba mejor que él. Antes de dos semanas era el jugador más hábil de la Universidad. Lo mismo hubiera ocurrido si en vez de ajedrez hubiesen querido aficionarle a un deporte o a un arte determinado. Donde ponía su mano brotaba como una fuente milagrosa, la facilidad, y lo que para otros suponía un arduo trabajo para él se convertía en un pequeño esfuerzo.

    No termina aquí la anécdota del ajedrez. Tanto Balmes como Blanche-Raffin eran voluntariosos, inteligentes y... ¿soberbios? Dejemos lo de la soberbia a falta de otro adjetivo más sutil, pero tomémosla en buena parte, es decir, en el sentido de que uno y otro no toleraban que el contrincante les venciera. Y como alguno de los dos tenía que ganar, y siempre o casi siempre quien ganaba era Balmes, supongo que el del mal genio era Blanche-Raffin, y que por su culpa salió el tablero por el balcón, después de una disputa, más de una y más de dos veces. A lo largo de su vida demostró Balmes que aprendía a jugar al ajedrez con facilidad, que ganaba cuando quería a todos sus contrincantes, pero que le costaba trabajo tolerar que se dudase de sus facultades y se achacase la victoria a la casualidad o a un descuido del adversario. «¡Cuántas disputas tuvimos acerca de este motivo y cuántas veces fue arrojado por el balcón el tablero», dice Blanche-Raffin.

    Otro hecho aleccionador de su vida en este tiempo fue su resignación ante la gravísima enfermedad que le puso a las puertas de la muerte en el curso de 1827-28. Algunos de sus amigos y condiscípulos murieron. A él mismo se le administraron los Santos Sacramentos de la última hora. Los médicos le aconsejaron que abandonara sus estudios, pero él se negó. Quién sabe si con la negativa se jugó la vida a cara o cruz. Quizá sin estudiar hubiera vivido veinte años más, pero nos hubiéramos quedado sin su obra importantísima.

    Fiel creyente y amante tierno de la Santísima Virgen, se encomendó a Ella en su enfermedad. El 13 de junio de 1828, curado casi milagrosamente, el futuro gran filósofo, débil de cuerpo, pero gigantesco de espíritu, subió a la ermita de la Virgen del Camino, entre Cervera y Granyena, a dar gracias a la Madre de Dios por la devolución de su salud. fue una excursión piadosa inolvidable. Le acompañaron los profesores y alumnos del Colegio de San Carlos. Los cinco kilómetros fueron camino de rezos.

    Quien arrojaba el tablero de ajedrez por el balcón lloraba de ternura ante la Virgen. Creo que en estos dos extremos radica el españolismo de Jaime Balmes. No creo que haya nada más español que esta facilidad nuestra para la intransigencia y la ternura. Entre estos dos extremos oscilan como una llama todas las virtudes de la raza. Nadie ha sido más intransigente que Don Quijote ni más tierno.

    Desde 1830 a 1832 estuvo en Vich estudiando por su cuenta. El Gobierno había decretado el cierre de las Universidades, determinando que los estudios podían realizarse particularmente y ser revalidados luego de acuerdo con determinados requisitos y circunstancias. Cerrada la Universidad de Cervera y el Colegio de San Carlos, Balmes se fue a su pueblo. Para no retrasar la marcha de sus estudios se ocupó en prepararse para las reválidas oficiales, y cuentan sus biógrafos que nunca estudió con más tesón que entonces.

    Se pasaba todo su tiempo en la biblioteca episcopal de Vich. Es posible que no dejara libro alguno por leer en ella. Tenía tan sensible olfato para descubrir a primera vista qué libros merecían la pena de una lectura y cuáles podían pasar sin ser leídos, que leía en principio los índices y por ellos intuía el contenido y deducía si había de leerlos o dejarlos. Hay quien dice que a los [10] veinticinco años se sabía Balmes de memoria los índices de millares de libros. Parece una exageración, pero el caso de Jaime Balmes es tan extraordinario que cualquier cosa de este tipo puede creerse sin necesidad de datos confirmativos.

    En este tiempo estudió Filosofía, Física, Metafísica y otras materias de alta especulación. Cuando dejaba la biblioteca se iba a su casa, y allí completaba sus estudios del día, redactando artículos sobre las materias que había preparado durante la jornada. Para descansar de sus estudios leía obras literarias de grandes autores y obras históricas. Uno de sus escritores preferidos era Chateaubriand, del que leía con frecuencia el poema «Los Mártires».

    Todavía le quedaba tiempo para estudiar idiomas. Llegó a dominar perfectamente el latín y el francés, y escribió en castellano con una singular corrección. En francés, por ejemplo, escribía tan bien como en español. Y otro tanto ocurría con el latín.

    Periódicos casi no leía en este período de su vida. Quizá no leyese otro que la «Gaceta» o la «Estafeta de San Sebastián», pero sin más ánimo que enterarse de los sucesos diarios de su tiempo. Todavía no le había picado el áspid de la política, aunque su formación intelectual le llevaba de vez en cuando a plantearse en sus conversaciones con amigos de su talla mental problemas políticos de envergadura, referidos a la humanidad toda, más que a un país determinado.

    En el año 1832 se abrieron de nuevo las Universidades. Balmes volvió a la de Cervera y al Colegio de San Carlos. Era ya tanta la fama de que gozaba entre los intelectuales que llegó a estar encargado a la vez de varias cátedras en calidad de sustituto. Parece deducirse de su conducta posterior y de lo que nos han contado sus contemporáneos que en el claustro de profesores fue donde se inició en el arte de la polémica política, sosteniendo diálogos de controversia con el rector del Colegio.

    El 2 de julio de 1833 Jaime Balmes recibió su diploma de licenciado en Teología. No olvidemos que la Teología era entonces una facultad de la Universidad, y que sólo desde más tarde pasó a ser una facultad reservada a los Seminarios. Licenciarse suponía abonar unos derechos a la Universidad. Y Jaime Balmes no tenía un real. Dejó a deber estos derechos algún tiempo, pero la secretaría universitaria le apremiaba a cada momento para que hiciera efectiva aquella deuda. En noviembre de 1834 Mosén Antonio Vilavendrell tuvo caridad de él y le prestó seiscientas veinticinco pesetas. En 11 de julio de 1843 acabó Balmes de pagar a su bienhechor esta cantidad.

    La salud de Balmes debía ser precaria en aquel tiempo de su licenciatura. De otro modo no se explica que en 19 de diciembre de 1841, es decir, con poco más de treinta años, hiciera testamento. Su hermano Miguel era su heredero universal, y su padre gozaría de una pensión durante toda su vida. A sus hermanas asignaba una cantidad única de cincuenta libras. Parece deducirse de esto que el bueno de Mosén Antonio Vilavendrell no acuciaba demasiado a Balmes para que le abonase sus ciento veinticinco duros, y algún biógrafo apunta que tal vez no quisiera cobrarle la cuenta mientras viviese el padre de Balmes y éste le tuviese a su cargo.

    En 1843 su situación económica había mejorado. Hizo un nuevo testamento en el que nombraba heredero a su hermano Miguel y dejaba cincuenta libras a su hermana Magdalena y dos mil libras a su hermana Ana. Su salud sería ya más que precaria. Desde su enfermedad en 1828 quedó señalado entre los predestinados a morir en plena juventud. Quizá no murió antes porque, aparte los estudios, no tenía vicio de ninguna clase y observaba un régimen de vida rígidamente morigerado.

    ¡Qué tristeza llevaría al alma de Jaime Balmes la noticia de que su protector y amigo el obispo de Vich había sido maltratado [11] y humillado por el conde de España! Diez años antes, en 1833, había ocurrido el triste incidente. Decían entonces que Cervera y su Universidad eran un foco de carlistas. Balmes, desde luego, no lo era. El obispo no lo sabemos. Pero las crónicas nos han conservado la figura episcopal libre de pecados patrióticos, y dicen los historiadores que merecen crédito que las violencias del Conde de España para con el obispo de Vich no consiguieron «quebrantar la dignidad y serena entereza» del ilustre prelado.

    Quiero contar ahora algunas anécdotas que dejen fijado, de modo indeleble, lo que podríamos llamar el perfil balmesiano de sus veintitrés y veinticuatro años, cuando acabados sus estudios oficiales intentó conseguir un puesto decoroso mediante el sistema de oposiciones. Ya he dicho antes que se presentó a dos y las dos las perdió. Diré ahora más por menudo el cómo y el cuándo de la cuestión. Merece la pena conocer estos detalles de la vida de Jaime Balmes.

    Cuando le llegó la hora de hacer sus ejercicios de licenciatura tuvo que preparar una charla o lección para leerla ante el tribunal designado al efecto. Cuando ya la tenía preparada cayó enfermo y no pudo leerla en el día señalado. Como pasaba el tiempo reglamentario y Balmes no se reponía de su enfermedad, lo que suponía el peligro y la lástima de que fuese descalificado, solicitó y obtuvo que los miembros del tribunal fuesen a su cuarto y allí escuchasen la lectura de la llamada «oración de repetición». Dicen los que estuvieron presentes que aquella lección fue un modelo de profundidad y una pieza erudita inigualable. Como complemento del ejercicio, uno de los catedráticos, el Padre Xarrié, hizo a Balmes algunas preguntas para plantear una serie de cuestiones metafísicas a las que Balmes contestó con tanto aplomo como originalidad, hasta el punto de que la doctrina balmesiana difería en todo de la doctrina que el propio Padre Xarrié explicaba en su cátedra.

    No es necesario decir que al catedrático le sentó mal aquella novedad, y que el ser más tarde miembro del tribunal que había de juzgar a Balmes en sus oposiciones a la Cátedra de Teología de la Universidad de Cervera fue una mala suerte para el futuro gran filósofo. Nada es más difícil de olvidar para un maestro que la rebeldía de un alumno que se escapa de su redil para ir solo a buscar caminos nuevos, dejando a un lado los trillados, que ya le resultan estrechos.

    Lo cierto es que cuando quedó vacante la Cátedra de Teología en Cervera, por haber sido nombrado canónigo de la Metropolitana de Zaragoza su titular el doctor don José Caixal, se corrió el rumor de que alguien había dicho, en círculos allegados a los profesores que habían de juzgar a los aspirantes a la cátedra, que ésta jamás sería concedida a Jaime Balmes, porque el de Vich le enmendaba la plana a los catedráticos, hablaba con claridad y contradicción a los maestros y sabía más que todos ellos juntos. Por otro lado, había quien decía que la cátedra no sería para él porque todos le tenían por un hombre enfermo, incapaz de hacer esfuerzos (la enseñanza se los exigiría), y más delicado de lo que convenía a la Universidad.

    Jaime Balmes era todo un carácter, y ni corto ni perezoso fue a Cervera y planteó al doctor Pou la cuestión con toda claridad, exigiéndole que le hiciese una declaración concreta de cuanto hubiese de verdad o mentira en aquellos rumores. El doctor Pou le tranquilizó, le negó que catedrático alguno hubiese hecho manifestaciones en tal sentido, le aseguró que nadie tenía animadversión contra él y le prometió escribirle una carta si averiguaba algo que le interesara. Como la carta no llegaba nunca, Balmes volvió a la carga, planteó el problema con toda su crudeza, y el doctor Pou se vio obligado a confesarle que los catedráticos se habían negado a dar ninguna contestación ni garantía favorable o perjudicial para Balmes antes de las oposiciones. [12]

    Los jueces de éstas fueron los doctores Barri, Franch y Xarrié. A pesar de que los ejercicios le Balmes fueron los mejores, se quedó sin la cátedra. No carguemos la culpa a nadie, porque si en aquel tiempo no hubo manera de aclarar si existió o no repercusión, ¡cómo vamos a saberlo a siglo y cuarto de distancia!

    A los pocos días de este fracaso tomó parte en otras oposiciones. Estas, a una canonjía en Vich. ¡Concursaron con él Jaime Soler y Jaime Pasarell, por lo que las oposiciones se llamaron «de los tres Jaimes». Tenía entonces veintitrés años, y sus contrincantes treinta y cuatro y treinta, respectivamente. Era costumbre que los Opositores tuviesen antes de los ejercicios un cambio de ideas, e incluso un intercambio de argumentos relativos al tema propuesto o sorteado. Balmes relevó a sus compañeros de esta costumbre, para evitarse la reciprocidad de darles a conocer sus propios argumentos e ideas. Esta era una de las cualidades características de Jaime Balmes: su tendencia al aislamiento, a la soledad, al mínimo trato con la gente. Aparece aquí otra modalidad de soberbia, aparente al menos. Sus compañeros y amigos le tildaban a menudo de hosco y huraño. ¿Era soberbia, era, timidez, era concepto de superioridad personal... ? Misterios de la psicología humana,

    Por otra parte, está demostrado que no fue rencoroso jamás. Algunos de sus enemigos fueron obispos más tarde porque el mismo Balmes les señaló como sacerdotes doctos y prudentes dignos del episcopado. Esto se llama caridad.

    Recibió la tonsura en Solsona en 1825. Se ordenó de subdiácono el 21 de diciembre de 1833. De diácono, el 24 de mayo de 1834, el mismo día que recibió el subdiaconado el que pasado el tiempo había de ser San Antonio María Claret. Es histórico que el obispo que le ordenó preguntó a Balmes:

    —¿Qué quieres, Jaime?
    —Señor, un curato –respondió el nuevo sacerdote.
    —No. Ve a la Universidad y estudia –contestó el obispo.

    Tal vez soñaba Balmes entonces con irse a gobernar una parroquia. El mundo ganó mucho con la decisión del obispo doctor Corcuera. Balmes en la Universidad emprendió el camino verdadero por el que había de rendir a la Iglesia de Roma el mejor de los servicios.

    El doctorado llamado «de pompa» era un título que había que ganar por oposición. Balmes aspiraba a ganar este honor, pero los dos fracasos de sus oposiciones anteriores le detenían. Sin embargo, dispuesto a jugarse esta nueva carta, fue a consultarlo con su amigo Ristol.

    —No sé si solicitar mi admisión al concurso –le dijo.
    —Solicítalo inmediatamente –le aconsejó el amigo.
    —¿Y si fracaso ahora también? ¡Mira que a la tercera va la vencida!
    —Preséntate. Me da el corazón que ahora no fracasarás.
    —Mucho consuelo me das, pero quiero conocer también la opinión de Ferrer y Subirana.

    Este amigo fue de la misma opinión que Ristol. Balmes se decidió a presentarse a las oposiciones. Quedaban ocho días para preparar su intervención, pero a las cuarenta y ocho ya tenía preparada una exposición «elocuente y sublime», según sus biógrafos. Ganó la oposición, por supuesto. fue el 7 de febrero de 1835.

    El haber obtenido este honor le obligaba a pronunciar un discurso en homenaje a los monarcas reinantes, de acuerdo con la legislación universitaria vigente. A la razón era reina gobernadora doña María Cristina. El público que asistió al acto académico era de ideas políticas muy diversas, y el discurso de Balmes de muchas dificultades, porque todos esperaban que en él se definiese de [13] una vez para siempre. Jaime Balmes demostró en esta ocasión un talento político extraordinario, pues sin faltar a los preceptos reglamentarios, ocupándose de la apertura de las Universidades, refiriéndose a determinadas leyes ordenadoras de la enseñanza de las matemáticas, y manejando con soltura la metáfora, salió del paso sin molestar a cristinos ni a carlistas, y dejándoles tan ignorantes como llegaron sobre si él era partidario de unos o de otros.

    Sabemos su comportamiento como profesor de matemáticas en Vich. Sacó buenos alumnos. Los que quisieron aprovechar sus enseñanzas no solo tuvieron un profesor de lo elemental, sino un maestro de la alta matemática, enseñanza por puro placer de la enseñanza, ya que no era su obligación llegar a tanto. Fuera de las aulas continuaba siendo para sus alumnos algo así como un hermano mayor, siempre dispuesto a considerar las dudas que le fueran planteadas. De clase a casa o a la biblioteca era su camino diario durante la guerra civil, y al atardecer daba un pequeño paseo con aquellos de sus alumnos que gustaban de su compañía, de su conversación y de su magisterio.

    Para algunos resultará una novedad saber que Jaime Balmes era un gran matemático. Pero para quienes hayan leído sus obras no habrá sorpresa, ninguna en este aspecto, pues toda su doctrina es pura matemática. Es más: uno de sus biógrafos, que le trató personalmente, ha dejado constancia de que el gran filósofo llevaba siempre en el bolsillo un compás y lo utilizaba siempre, de tal manera «que no cree hubiese dejado en acto alguno de los de su vida» de llevarlo y utilizarlo.

    Si se hablaba de la marcha de la guerra, Balmes extendía delante de sí un mapa de España y sacaba su compás para explicar sus teorías políticas o estratégicas. En clase, como es natural, el compás estaba siempre en sus manos. Para ahorrar papel, lápiz o tiza, se mandó hacer por un carpintero una tablilla rodeada por un listoncillo y echando arena encima dibujaba con un punzón sus figuras y figuras geométricas. Tanta era su pobreza en aquel tiempo.

    Téngase en cuenta que el Gobierno tenía prohibida la provisión de cargos eclesiásticos y las canonjías. Jaime Balmes, clérigo y pobre, sin dinero para viajar, ni para comprar libros, y menos para editarlos, vivía mal, muy mal, a expensas de las clases que daba y quién sabe si no pasaría hambre también. Sabemos con toda seguridad que atravesó una época terrible de angustia económica, de tribulaciones morales, horrorizado por las huellas de la guerra sobre el suelo de la Patria. Tantas fueron sus privaciones y tantos sus disgustos que la terrible enfermedad que minaba su organismo se manifestó descaradamente, avisándole de que le rondaba la muerte.

    El mismo Balmes en una carta dirigida a su entrañable amigo Ristol confirma estos extremos: «Ya sabes que me hallo en ésta (se refiere a Vich y habla, de un tiempo referido a julio de 1836) sin ningún destino; doy algunas lecciones, pero en este país ya sabes que la retribución es tan módica que no vale la pena... ¿Qué hago aquí como un pájaro enjaulado? Lo que hago es afligirme, consumirme, con peligro de estropear mi salud.»

    En otras cartas confirma su desventura: «El hombre que vive en la soledad y el infortunio aprovecha a veces la primera ocasión que se le ofrece para desahogarse, y derrama tal vez sobre sus escritos, sin quererlo, la amargura de la hiel que inunda sus entrañas.» Esto se lo decía a Ristol. ¿Cuánto no estaría sufriendo Balmes, tan serio y tan reservado, para hacer esta confidencia?

    En agosto de 1838 escribió una carta a Ferrer y Subirana, en la que decía algo que siempre que vuelvo a leer me recuerda mi propia incertidumbre y la de los hombres de mi generación, los que guerreamos desde 1936 a 1939 y hemos conocido los grandes sucesos mundiales de los últimos quince años: «si a la sazón, aunque jóvenes de [14] veintitantos años, no contamos ya más de cuarenta por la cordura y buen juicio, muy poco habremos sabido aprovecharnos del tropel de sucesos que han desfilado delante de nuestros ojos». Comprendo muy bien el estado de ánimo de Balmes recluido en Vich, pobre, sin horizonte para su carrera ni para sus estudios, viendo la Patria humeante y el enemigo cerca, implacable y ruin.

    La guerra carlista «de los siete años» encendía hogueras en todos los picos de las cordilleras ibéricas. Y el resplandor de estas hogueras iluminaba los caminos hacia donde dirigía su mirada de águila el filósofo de Vich. ¿Qué veía a distancia, a lo lejos, allá donde el camino se clavaba en el horizonte? «Me han herido tan fuertemente los sucesos que han pasado a nuestra vista, han sacudido tan fuertemente mi alma, han desarrollado en mí tal tropel de ideas y sentimientos que muchas veces me es preciso violentarme para que no lleven sobrado mi atención este linaje de estudios y meditaciones...» decía en septiembre de 1838 a Ferrer y Subirana.

    Sí, Jaime Balmes, mi generación te entiende muy bien. También a nosotros nos tocó vivir como actores en sucesos patrios que nos sacudieron fuertemente el alma. Como un fleje de acero bruscamente sacudido por un extremo teniendo el otro clavado y sujeto en un madero, a muchos todavía nos vibra el alma.


    Viajes y periodismo


    El 26 de mayo de 1839 falleció la madre de Jaime Balmes. Teresa predijo a Jaime que el mundo hablaría mucho de él. Aquella mujer de apariencia rígida, seca y severa hasta extremos que nos cuesta trabajo creer, oyó misa siempre en la iglesia de Santo Domingo. Misa diaria, se entiende, como buena española de estupenda cepa. Y diariamente también suplicó durante los últimos años de su vida, a Santo Tomás de Aquino que inspirase en su Jaime «la ciencia y la santidad».

    El golpe fue tremendo. El joven sacerdote buscó consuelo en el rezo. Siempre recordó a su madre «con respeto, ternura y entusiasmo». El 22 de julio, dos meses más tarde del triste acontecimiento, Balmes escribió una carta a don Juan Roca manifestándole su deseo de trasladarse con su familia a Barcelona. Esta idea de irse a vivir a la capital catalana era una obsesión para él. Muerta su madre, la idea del traslado se convierte en angustiosa e inaplazable. Y en efecto, «en el momento de terminar la guerra civil me fui a Barcelona...» confiesa él mismo en su «Vindicación personal».

    Comienza una época agotadora para Jaime Balmes. En abril de 1840 publicó «Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero», que fue favorablemente acogida por los periódicos de Madrid «de todos los colores».

    Alentado por el éxito comienza a trabajar en «El Protestantismo comparado, con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea». El canónigo magistral de Vich leyó los primeros pliegos de esta obra por encargo y a ruego de su autor, encontrándola tan buena que alentó a Balmes para que cuanto antes la terminase y la publicase.

    A mediados de 1841 comenzó la edición de la obra. Alternó esto con sus colaboraciones periodísticas en «La Civilización», revista quincenal.

    A últimos de abril de 1842 fue a París a revisar la traducción del libro al francés. Luego fue a Londres y a primeros de octubre estaba de regreso en España.

    Se encontró con la desagradable situación que le planteaba las acusaciones de que era objeto. Se decía que sus viajes a París y a Londres tenían como motivo fundamental un fin político. Se aseguraba que en aquellas capitales había sostenido entrevistas con ilustres emigrados españoles, en particular con Martínez de la Rosa, y que sus [15] conversaciones no habían sido de carácter literario, sino conspirador.

    En Madrid tuvo algunas dificultades en la tramitación de su pasaporte, pero siguiendo su indomable sentido recto que le llevaba en todas las ocasiones a enfrentarse con sus enemigos ciertos o probables para obligarles a dar la cara, visitó al jefe Político y protestó de la vejación que para él, suponía verse rodeado de sospechas y de impertinencias. El jefe Político le dio garantías de amonestar severamente al funcionario receloso, y le autorizó para permanecer en Madrid o donde le pareciera bien, sin traba alguna gubernativa.

    En marzo de 1838 publicó sus primeras poesías, «La Lira», en el periódico barcelonés «La Paz».

    En mayo de 1939, «El celibato del clero», en el periódico de Madrid «El madrileño católico». Se trataba de una Memoria premiada en un concurso convocado por dicha publicación.

    En abril de 1840, en Vich, «Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero» de la que ya he hecho mención.

    El mismo año, la traducción castellana de «Máximas de San Francisco de Sales».

    En agosto de 1840, en Barcelona, «Consideraciones políticas sobre la situación de España».

    A partir de agosto de 1941, «La Civilización», revista en colaboración con Joaquín Rica, Cornet y José Ferrer y Subirana.

    En noviembre del mismo año, «La religión demostrada al alcance de los niños».

    En 1842, «Conversa de un pagés de la montanya sobre lo Papa», opúsculo en catalán.

    En febrero de éste mismo año, «De la Originalidad», su discurso de ingreso en la Academia de Buenas Letras de Barcelona.

    En junio y julio contrató la traducción de esta obra al francés y al inglés.

    En marzo de 1843 inició la publicación de su periódico «La Sociedad».

    No es necesario hacer comentario alguno para comprender que esta actividad literaria supone una capacidad de trabajo muy por encima de lo normal. En un hombre como Jaime Balmes, de no muy buena salud –mejor sería decir que no tenía ninguna–, tanto trabajo no podía dejar de influir en su organismo minado y febril.

    Conviene detenerse un poco en lo que se refiere a los viajes de Balmes a París y a Londres. Influyeron mucho en su vida y en su obra, hasta el punto de que fueron tomados por sus enemigos como puntos de apoyo para combatirlo. No todo lo sabemos con exactitud, pero con las noticias ciertas podemos imaginar perfectamente el estudio, realización y consecuencias de aquellas excursiones al extranjero de Jaime Balmes.

    A finales de abril de 1842 salió de Barcelona. El 28 de mayo es seguro que estaba en París, acompañado de José Tauló, su consocio en la empresa editorial de publicar «El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea» en francés.

    ¿Qué hizo en París? Lo sabemos muy bien. Escribía sus colaboraciones para la prensa de Barcelona; trabajaba en la traducción francesa de su obra mencionada; visitaba a ilustres españoles que residían de grado o por fuerza en la capital de Francia, y se ocupaba de asuntos relacionados con la industria peletera de su hermano Miguel.

    París no le envenenó. La prueba está en que él mismo dijo en una carta dirigida a su amigo Ferrer y Subirana: «no creo que por haber ido a París se haya añadido una pulgada a mi estatura». De Londres dijo una cosa parecida: «tampoco pude observar que el clima del Támesis tuviese una influencia agrandadora». Anduvo por París como por Vich, incapaz de asombrarse, como hombre superior que no se podría asombrar sino ante lo maravilloso. Para él [16] París no era una maravilla, sino una ciudad más.

    Aunque los primeros pliegos de su libro fueron traducidos por él, la traducción fue terminada por su amigo el escritor Alberic de Blanche-Raffin, luego biógrafo del filósofo.

    Visitó a Martínez de la Rosa y al Conde de Toreno, amén de otros políticos españoles no tan importantes, todos exilados en París. Si en tales entrevistas se habló o no de política no es cosa de ponerlo en duda. Un hombre del temperamento y de la cultura de Balmes no podía visitar a tales personajes para hablar con ellos del tiempo y del viaje. Sería pueril decirlo y hasta ofensa para la personalidad singularísima del gran filósofo. Otra cosa es decir que intrigó. No lo creo. No era hombre intrigante.

    También tuvo tiempo para ocuparse de los asuntos de su hermano Miguel, y tomando relación con un importante almacenista de pelos, de París, visitó una fábrica, trató la compra de una de las máquinas allí instaladas en doscientos o doscientos cuarenta duros, averiguó que con ella y dos hombres podrían cortarse al día seiscientas pieles de conejo, comprobó el estado en que quedaba la piel una vez despojada del pelo, &c. Y escribió una carta a su hermano explicándole todo esto. Basta leer la carta para averiguar que Jaime sabía tanto como Miguel de la industria peletera.

    En julio estaba en Londres. Esto también lo sabemos sin lugar a duda. Se conservan unos apuntes en los que al parecer fue tomando notas rápidas para luego utilizarlas en sus escritos. No son sino palabras sueltas, ideas, nombres propios. Por ejemplo: «Delmar. El jesuita... La casa de Wellington... Mujeres arrepentidas protestantes... Falta de comunicación. Río navegable... &c.» Se comprende que Balmes llevaba siempre prevenido el lápiz y el papel y todo lo que veía, oía o sentía iba a parar al índice de notas, en forma de palabras que luego pudieran recordarle las ideas completas. Algo así como una taquigrafía de ideas.

    Una carta que escribió desde París a sus amigos Roca, Riera y Camparat recoge sus impresiones sobre París y Londres. Merece la pena conocerla: «Quiero decir que no deben ustedes esperar encontrarme entusiasmado y fanático por la corteza de las cosas, hinchando por haber visto París, ni fastidiado de nuestra España, ni echando fieras contra nuestra rudeza y barbarie...»

    En la vida periodística de Jaime Balmes hay un suceso importante, no con importancia absoluta, sino relativa. Me refiero a su disgusto con Ferrer y Subirana, que ha sido desde siempre argumento de los enemigos de Balmes para tildarle de soberbio, ambicioso y mal amigo. Yo voy a exponer los hechos con claridad y sin pasión, para que el lector deduzca de la conducta balmesiana su propia conclusión.

    Balmes, Roca y Ferrer venían publicando en Barcelona un periódico llamado «La Civilización», según hemos visto anteriormente. De pronto, sin previo aviso a todos los que debían dar su consentimiento para ello, según algunos, Balmes puso en circulación un prospecto de propaganda anunciando la inmediata aparición de su nuevo periódico «La Sociedad». Esto era el 15 de febrero de 1843, y a los pocos días, el 1 de marzo, el primer número del periódico estaba ya en la calle. Periódico que se escribía Balmes sin ayuda de nadie, desde la cruz a la fecha.

    Ferrer se llamó a engaño y entendió que Balmes no había obrado lealmente. Se suscitó una gravísima cuestión, por tratarse de quien se trataba. El tono de la querella fue bastante agrio, según puede verse en los siguientes fragmentos de cartas escritas a Balmes por Ferrer.

    «El público decoro y el celo por los principios que dice usted defender, no le permitían hacer una publicación distinta de 'La Civilización' y del mismo objeto y carácter, para que nunca se dijese que pasiones ruines y mezquinos intereses separaban a [17] personas que sostenían una causa común.

    La delicadeza le prohíbe publicar su revista nueva en la misma Casa donde se había publicado la antigua, para que jamás se pensase que usted había querido apoderarse y atraerse mejor a los suscriptores, fundando su propiedad sobre el mayor o menor menoscabo que esta última pudiese sufrir.
    La probidad y conciencia, sobre todo, le vedaban que usted anunciase la cesación de una propiedad que es mía, ínterin no la haya renunciado, y tan mía y tan sagrada, y tan respetable como fue la de usted algún tiempo, como lo es de sus obras.

    Si usted codiciaba las suscripciones de 'La Civilización' podía usted pedirme o comprarme la propiedad, y sólo cuando se la hubiese traspasado estaba autorizado para decir lo que en su prospecto estampó.

    Usted, sin embargo, saltando sobre todas estas consideraciones y prevalido de mi ausencia, motivada por el recobro de mi salud y los sinsabores sufridos, en lo que ha manifestado usted toda la inhumanidad de que es capaz...

    Lo repito, esta conducta fea, este negro proceder, me ha sorprendido, digo mal, me ha asombrado...

    Me iba a precipitar semejante paso a hacer una revelación pública y estrepitosa del curso que este negocio ha tenido...

    ... en obsequio de una amistad pasada, y a la que se ha hecho usted indigno por su codicia y por sus oscuros manejos, he cedido al fin, he querida probarle por última vez que tengo más nobleza que usted...»

    ¿Qué contestó a estas acusaciones Jaime Balmes? ¿En qué tono lo hizo? Juzga tú mismo, lector, por los siguientes trozos que he escogido de su carta, ante la imposibilidad de darla aquí letra por letra, ya que es un documento muy largo y muy detallado.

    «Muy señor mío (ya no era «mi estimable amigo» como antes): Recibí su carta de usted, que me abstengo de calificar, apelo de su contenido al juicio del mismo que la escribió.

    Quisiera hacerme la ilusión de que usted estaba mal informado de los trámites que el negocio había seguido, pero esta ilusión me es imposible: usted había visto al señor Roca, que lo sabía todo, y la veracidad de este señor es para mí incuestionable.

    Usted pretende que por delicadeza no debía yo publicar otra revista; no comprendo cómo por unirme con usted pude perder para siempre mi libertad.

    Sepa usted que nada me importa que publique usted solo o en compañía de Roca u otros 'La Civilización', con el mismísimo título, y que desde ahora abandonaría mi publicación si creyese que no medrará con otros medios que los manejos ocultos y los procedimientos indecorosos.

    Me apresuro a decirle que la amenaza que usted me dirige no me intimida; le aguardo sin miedo ni zozobra en el terreno de la publicidad. Según las apariencias, usted llevaría ventaja en lo tocante a no respetar a la persona atacada, pero dudo que salga usted ganando de las aclaraciones que presentaré yo, y que podrán presentar otros, si lo juzgan conveniente.»

    Esta carta contenía la versión balmesiana de todas las gestiones que se habían realizado por su parte para la publicación de «La Sociedad».

    Parece probado y admitido por ambas partes que cuando Balmes, Roca, Ferrer y el editor Brusi firmaron el contrato para la publicación en común de «La Civilización» no establecieron, ni de palabra ni por escrito, ningún acuerdo prohibitivo para el caso de que uno cualquiera de los cuatro socios pensara algún día separarse del grupo y editar por su cuenta un nuevo periódico.

    Balmes asegura en su carta que con tiempo suficiente avisó «a usted, al señor Roca y al señor Brusi». Si esto es cierto, y debe serlo, Balmes cumplió lealmente con su deber de advertir a sus amigos del proyecto que maduraba. También es cierto que Balmes se entendió personalmente con el editor Brusi, respecto de su nuevo periódico, si [18] bien llamó a capítulo a Roca a la hora de determinar qué se haría con «La Civilización» acordando los tres, en ausencia de Ferrer, que dejaría de publicarse y que podría advertirse a los suscriptores de la antigua que si les agradaba la nueva les serviría la suscripción que tenían firmada.

    Es más, «La Civilización» se despidió de sus suscriptores en el último número. Balmes estaba en su derecho de crear una nueva revista. Incluso pudo asociarse con Roca, o con otra persona cualquiera de su amistad, pero no lo hizo porque «no quería dejarlo a usted en posición desventajosa; que no quería que se pudiese decir que nos habíamos aliado los dos contra uno, que quería que la desventaja estuviera de mi parte, siendo uno contra dos».

    Ferrer escribió una segunda carta más suave. El incidente parece que terminó allí. Hay que ahondar en la amistad que unía a estos dos hombres tan singulares. Ferrer admiraba a Balmes hasta lo increíble. Le creía un genio y se sentía seguro a su lado. Era muy celoso de esta amistad y se quejaba continuamente a su amigo de que no le contaba cosas de París, o no le consultaba antes de hacerlo esto o aquello, y cosas por el estilo. Es natural que al ver que Balmes se emancipaba y que él ya no le tendría a su lado para beneficiarse de su sombra se sintiese abandonado y triste. Es muy frecuente entre amigos éste creerse que la amistad obliga a soportar la carga de quien nos perjudica, como una tortuga está obligada a soportar toda su vida su pesada y durísima concha.

    Creo honradamente que Balmes obró con arreglo a derecho y justicia. Pero creo también que pudo haber tratado el asunto con Ferrer, tal como lo hizo con Roca y Brusi. El amigo no se habría sentido aislado y ofendido al ver que Jaime Balmes tomaba determinación tan importante sin contar con él ni advertirle lo que proyectaba. La amistad también tiene sus fueros, máxime cuando se tienen amigos tan quisquillosos como Ferrer.

    El asunto era vidrioso, sin duda. Le faltó a Jaime Balmes tacto político. Dejó a sus enemigos pasto abundante para criticarle después de su muerte, cuando ya el gran filósofo no podía contestar a los ataques. Si no quería continuar en «La Civilización», porque entendiera –y creo que esa fue la razón fundamental de la ruptura– que había muchos a figurar y no tantos a trabajar y que él podía hacer sólo una revista tan buena como aquella, pudo separarse de sus amigos con habilidad y sin herir la susceptibilidad de Ferrer.

    Sus biógrafos no se pusieron de acuerdo después de su muerte. Antonio Soler dijo que Balmes no había tenido razón en este asunto. Blanche-Raffin aseguró lo mismo, si bien suavizó sus dudas achacando la conducta de Balmes a un exceso de la energía y firmeza de su carácter. Brusi, sin embargo, que fue testigo de excepción en el pleito, aseguró siempre que Balmes tenía toda la razón y obró con rectitud y honradez. «Estaba en su derecho, y puedo decir que en su deber, de hacer lo que hizo», escribió el editor citado.


    Actividades políticas

    El día 13 de agosto de 1843, comenzó en Barcelona la revolución. Una revolución con todas las amargas características de crímenes, saqueos y violencias. Balmes corría un gran peligro. Su estado sacerdotal, sus libros, sus trabajos periodísticos, todo era como una sentencia de muerte que los facinerosos dueños de la ciudad se apresurarían a poner en ejecución.

    La gente que tenía algo que perder buscaba por todos los medios imaginables marcharse de la capital. Un biógrafo de Balmes dice que algunos caleseros ganaron en una sola tarde doscientos duros llevando [19] personas y enseres a Sarriá, a San Andrés y a Sans. La entrada y salida en la población estaba rigurosamente vigilada. Había que burlar la vigilancia con astucia, con engaños y con valor.

    Jaime Balmes se vistió de seglar, con un pañuelo negro al cuello, y se echó a la calle a ver con sus propios ojos el carácter y la importancia del motín. Las avenidas estaban desiertas, las paredes acribilladas, los comercios cerrados. La gentuza pasaba en grupos cantando estribillos obscenos o sacrílegos. Las personas decentes eran insultadas y perseguidas entre risotadas brutales. Las torres de Canaletas, convertidas en prisiones, estaban abarrotadas. Entre las presos se encontraba Ristol, el amigo de Balmes.

    La catedral había sido tomada por las turbas y en el sagrado recinto jugaban y vociferaban los revolucionarios, que en aquella ocasión se denominaban «centralistas» o «jamancios». En las murallas y en las barricadas los fanfarrones habían izado banderas negras con tibias y calaveras pintadas, como banderines de buques piratas.

    Balmes decidió huir aquella madrugada. Eligió para futuro escondite el Prat de Dalt, en la parroquia de San Feliú de Codines. Fue a recoger a un amigo incondicional que había de acompañarle y a las tres de la madrugada estaban los dos esperando que el capitán de la guardia abriese la Puerta del Ángel. Se veía que la gente de aquella histórica mañana no eran viajeros habituales, sino fugitivos, como Balmes.

    Cuando llegó la hora arrancaron los carruajes y al amparo de ellos se pusieron también en marcha las personas que huían a pie. Los milicianos que guardaban la puerta y estaban encargados de vigilar no era gente muy lista. Con todo, un facineroso «que llevaba alpargatas, chaqueta y gorro de marinero y, clavada en éste, una figura de sartén, que, en el simbolismo de aquellos días, significaba que allí debían ser fritos los serviles», miró con desconfianza a Balmes. Pero de ahí no pasó.

    Pronto estuvieron lejos y se apartaron del camino de Gracia. Por todo equipaje, Balmes llevaba envueltos en un trozo de hule tres libras; la Biblia, el Kempis y su Breviario. Caminaron a toda prisa, temerosos de una persecución o de un encuentro que les pusiera en peligro. Al cabo de unas horas llegaron a Prat de Dalt. «La clara masía sobre el oscuro fondo de pinos del campo de Santo Tomás hablaba de quietud y de silencio, de paz», dice uno de los biógrafos modernos de Balmes.

    El que había de ser famoso filósofo, acogido a la sombra de la amistad que le unía con el matrimonio que habitaba la masía salvadora, don José Prat y doña Carmen Cerdá, se pasaba casi todo el día estudiando en una pequeña habitación disimulada sobre la bóveda de la sacristía. Tenía allí una mesa, un sillón y algunos libros. Tuvo el tiempo preciso para meditar sobre su vida pasada, su intervención en los sucesos de los últimos años, su experiencia de los hombres y de las cosas.

    Dicen algunos biógrafos que Balmes no salía de su escondite sino para decir misa, comer y dormir. Tantas horas meditando tuvieron un fruto singular. El filósofo escribió el guión general de lo que luego habría de ser su obra «El Criterio». Y cuando tuvo el guión terminado, se encomendó a Dios y tomando una blanca hoja de papel empezó a escribir:

    «Capítulo primero. –Consideraciones preliminares. I. –¿En qué consiste el pensar bien? ¿Qué es la verdad? El pensar bien consiste o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es...»

    Y así hasta que puso «fin», después de «...he aquí el hombre completo, el hombre por excelencia. En él la razón da luz, la [20] imaginación pinta, el corazón vivifica, la religión diviniza.»

    En noviembre regresó a Barcelona. La ciudad se había rendido a las fuerzas gubernamentales. Y una bomba había estallado durante la ausencia de Balmes debajo del sofá donde acostumbraba a sentarse para escribir o dictar. La casa donde vivía estaba en la calle de Aray, número 7. La casa, no: el cuarto.

    Que Balmes era político nadie puede dudarlo. Era político porque era grande, y ningún hombre de su talla moral e intelectual puede estar ausente de la política de su tiempo. Entiendo por política a estos efectos la preocupación por el bien público y la aportación de todas las potencias personales a la obra larga, difícil y peligrosa de conseguir ese bien público. Conseguirlo, desde luego, en cuanto le es dado a la limitada capacidad del género humano para ser feliz.

    Sabemos que era amigo íntimo de Molé y de Metternich, que se escribía frecuentemente con Chateaubriand, Lacordaire y Veuillot, y que el Nuncio de Su Santidad, monseñor Brunelli, le consultaba en casos difíciles de la política y de la diplomacia de la Iglesia. De haberlo querido, pudo haber alcanzado altos puestos, pero se negó siempre a aceptarlos.

    Llegó a Madrid don Jaime Balmes en el mes de enero de 1844. Su proyecto era fundar un periódico político. «La prensa comenzó dando a luz la Biblia y ha descendido hasta el lenguaje de las verduleras», dijo en una ocasión. El título para el periódico no pudo ser más explícito: "El Pensamiento de la Nación". Su lema. "no es tolerante quien no tolera la intolerancia".

    La empresa editorial estaba constituida por el Duque de Ostina, el Marqués de Viluma, el Duque de Veragua, don Santiago de Tejada y don José de Isla Fernández, pero todos dejaron en manos de Balmes la organización y la dirección del periódico. No sabemos ni sabremos jamás si Jaime Balmes vino a Madrid a entusiasmar a sus amigos y colaboradores, o si fueron estos quienes le llamaron a su lado reconociendo que en España no había mejor periodista ni polemista político que el sacerdote de Vich.

    El 7 de febrero de 1844 salió el primer número del periódico. Semanario, con diez y seis páginas en folio. Mil ejemplares al principio; dos mil doscientos cincuenta a partir del primer año. Lectores en todas partes, incluso en el extranjero. Se sabe que uno de los que fuera de España recibían y leían con avidez aquel periódico era S. S. el Papa Pío IX. Sus artículos los escribía siempre Balmes y eran políticos, fundamentalmente políticos, furibundamente políticos. Los artículos políticos más hermosos que se han escrito jamás en España por españoles con visión universal de los problemas de la política.

    Se levantaba al amanecer, decía misa después de media hora de meditación, desayunaba, rezaba, leía los diarios y se ponía a trabajar durante tres o cuatro horas. Antes de almorzar daba un paseo, generalmente para hacer una visita, en especial al Marqués de Viluma. A las dos y media almorzaba, rezaba y leía hasta la hora del atardecer. Daba un paseo por el Retiro, la Castellana, Delicias, el Paseo de Ronda o los alrededores de la Plaza de Oriente. Paseos en los que el filósofo exponía a sus amigos sus teorías de historia, política, filosofía, moral y costumbres.

    Regresaba a casa y leía los periódicos de la tarde. Corregía pruebas de sus artículos o libros. Recibía visitas, en particular de Vicuña, Tejada, Vidaondo, Cabanillas, Suit, Martínez Lafuente o Moreno. A las diez y media cenaba. A las once y media se retiraba a su dormitorio. Sabemos quienes eran sus amigos en Madrid. El obispo de Coria y [21] futuro arzobispo de Burgos, señor Montero; el señor Codina, luego obispo de Canarias; Alcántara Navarro, el Duque de Frías, don Cebrián Sevillano, que era su confesor, el Padre Pujal, el Padre Carasa, don Pablo Ruiz, don Pedro Lahoz, don Juan Nepomuceno Lobo, don Juan Manuel de Berriozábal, don Juan Ignacio Moreno, el Marqués del Arco, el Duque de Riánsares...

    En julio de 1844, fue a Barcelona a intervenir con su consejo en la conducta política del Marqués de Viluma, que había sido nombrado Ministro de Estado por Narváez. Pero Viluma había dimitido el día antes de la llegada de Balmes. Sus condiciones no habían sido aceptadas: suspensión de la venta de bienes eclesiásticos, relaciones pacíficas con el Vaticano, Constitución cuando la reina llegase a su mayoría de edad...

    Balmes estuvo en La Garriga hasta el día 5 de septiembre, tomando aquellos baños para combatir una crisis de humor herpético. Regresó a Madrid. Se convocaron las elecciones y Balmes luchó en ellas. Su doctrina no podía ser más noble: «acción, unión y Gobierno verdaderamente nacional. A votar y a perdonar. No queda otra salvación para España». La Comisión central monárquica publicó un manifiesto escrito por Balmes. Las elecciones en Cataluña las dirigió él. Su candidatura fracasó.

    Con todo, el partido balmesiano, el inspirado por él, tuvo veinte diputados de la talla del Duque de Veragua y el Marqués de Viluma. Los debates eran dirigidos en la sombra del anonimato por el propio Balmes. Los graves problemas, como la devolución de los bienes de la Iglesia, el casamiento de la Reina y otros generales, fueron planteados, defendidos y expuestos por aquellos diputados siguiendo en un todo la tónica y la dialéctica balmesiana.

    El 25 de abril de 1845, fue a París. El viaje fue político, aunque él mismo lo negase luego. García de las Santos asegura que este viaje tuvo íntima relación con la abdicación de don Carlos, así como con la conducta futura del Conde de Montemolín. Hay quien dice que Balmes escribió todas las cartas que firmadas por el Padre Puyal S. J., preceptor de los hijos de don Carlos, circularon relacionadas con los sucesos de la Corte de Bourges. Incluso sabernos con seguridad que un general del Ejército visitó a Balmes para hacerle presente el agradecimiento de Montemolín por los servicios que prestaba a su causa.

    En julio del mismo año siguió Jaime Balmes viaje a Bélgica. Visitó Bruselas, Gante, Anvers, Lovaina, Nivelles y Salinas. Fue invitado a comer por el Arzobispo de Malinas. Estuvieron presente en esta comida todos los obispos de Bélgica, los vicarios generales, los secretarios y el Nuncio de S. S. También le invitaron a comer el Rector y profesores del Seminario. Esto demuestra que Jaime Balmes, estaba considerado ya como una eminencia de la Iglesia.

    En octubre regresó a Madrid. Durante su ausencia había salido el primer número de «El Conciliador», un periódico también dirigido por él, filial de «El Pensamiento de la Nación». Oficialmente fue nombrado para dirigir «El Conciliador» el periodista mallorquín don José Quadrado, pero éste seguía en todo las instrucciones que Balmes le enviaba al efecto. Las siguientes palabras de Balmes, pueden servir de resumen de su ideal periodístico: «Aliento y brío: fuerza de convicción, lealtad y de sentimientos, sinceridad de palabras, inspirarse en las conversaciones con toda clase de hombres, sin constituirse dependiente de ninguno; pensar por sí, escribir por sí, no decir jamás sino lo que se piensa, jamás una palabra contra lo que se piensa; por ningún motivo, por ninguna consideración, bajo ningún pretexto». [22]

    «El Conciliador» no duró más que cinco meses. Era demasiado sincero para que le entendieran los políticos. «El Pensamiento de la Nación» fue denunciado e incautado por la policía. Incapaces de polemizar decentemente con aquel polemista insuperable, todos decidieron perseguirle y vencerle con malas artes, «El Español», que le había mencionado siempre con espíritu de persecución personal, le declaró la guerra con todo descaro. A esta guerra contestó Jaime Balmes con su famosísima «Vindicación personal», autobiografía digna de ser leída por todos los españoles.

    Los sucesos políticos se precipitaron en España. Y todo ocurrió al revés de como propugnara Balmes en sus campañas. Quiero decir, y lo digo, que su doctrina fracasó. Con la doctrina fracasada, todos se sintieron con ganas de hacer fracasar también al hombre. «Ni los peligros, ni los insultos, ni las calumnias», según sus propias palabras, le habían asustado. Lo que le asustó y le hizo retirarse de la política fue la fragilidad humana. Perdió la fe en los hombres.

    El 31 de diciembre de 1846, acabó la vida periodística de Balmes, con la desaparición de su periódico. Sus escritos políticos fueron recogidos en un libro dos años después. Tal vez quisiera con ello dejar constancia, a las generaciones venideras de cuál fue su postura ante los sucesos de su tiempo.


    Sus últimos días


    En octubre de 1847, trabajaba Balmes en la traducción al latín de su obra «Filosofía fundamental». Estaba ya condenado a muerte por el terrible bacilo. Pero su vocación de escritor, su talento y su capacidad de trabajo no habían disminuido en lo más mínimo. Proyectaba escribir una biografía de San Ignacio de Loyola. En los ratos libres estudiaba el hebreo. Como si esperase vivir cien años más.

    Sus obras eran ya conocidas en el mundo entero. Esto sólo es motivo más que suficiente en un país como España para acarrear a un hombre enemistades. Su amistad personal con el Papa Pío IX acabó de buscarle los últimos enemigos. La publicación de su libro «Pío IX» atrajo sobre Jaime Balmes la enemiga de los laicos y de los clérigos. Arremetieron contra él y le acusaron de ambicionar el cardenalato. Esto es una tontería y una prueba de ignorancia, porque antes de estos sucesos ya era Jaime Balmes una notabilidad en la Iglesia católica.

    Sabemos que el Nuncio le llamaba «el santo padre de los tiempos modernos». Ya hemos visto lo que ocurrió durante su viaje a Bélgica. Sin pedirlos ni ambicionarlos habían venido a sus manos honores que otros pedían y ambicionaban sin conseguirlos. Fue nombrado Socio de la «Academia de la Religión Católica de Roma», director de la «Asociación Defensora del Trabajo Nacional y de la Clase Obrera» de Barcelona, socio de honor y de mérito de la «Academia Científica y Literaria de Profesores» de Madrid, presidente de las conferencias del «Ateneo» de la capital de España, académico por unanimidad en la «Real Academia Española»...

    El 14 de febrero de 1848, salió de Madrid camino de Barcelona. En la ciudad condal trabajó en este tiempo, meses antes de su muerte, jornadas agotadoras de catorce horas diarias. Estudiaba el griego y el hebreo, preparaba su discurso de ingreso en la Academia, traducía al latín su «Filosofía fundamental»... Pero a mediados de mayo sufrió una crisis. Las uñas se le pusieron moradas... [23]

    Desistió de su proyecto de ir a Italia y marchó a Vich. Era el 27 de mayo de 1848. El león herido de muerte buscaba el cariño de sus cachorrillos, de su familia, de sus amigos. Quería morirse «decentemente en su cama«, como los gitanos angustiados de Federico. El día 22 de junio, día de Corpus, comulgó. El día 26 testó. En este documento final de su vida la firma, según un biógrafo moderno, era ya «temblona y rota, tan diferente de aquella letra menuda, filiforme y clarísima, de los buenos tiempos».

    El día 8 de julio se sintió morir y llamó a su confesor. Cuando éste llegó a la cabecera de Jaime Balmes, el gran filósofo, estaba ya moribundo. A las cuatro menos cuarto de aquella misma tarde Balmes murió. Murió la carroña de su cuerpo y entró su alma en el recinto de la voluntad de Dios, y su fama en los caminos de la inmortalidad.


    Su personalidad

    Su aspecto físico



    Aunque no queramos tendemos siempre a imaginarnos la figura física de los grandes hombres. Necesitamos materializarlos, configurarlos. ¿Cómo era Jaime Balmes? Un biógrafo dice que «era de estatura más que mediana, de complexión débil y poco desarrollada; su semblante, delicado y pálido, indicaba el hábito de sufrimiento; hasta en el modo de andar se revelaba el decaimiento de su salud».

    Otro agrega que «esta apariencia de languidez, reflejaba sobre todo su ser, desaparecía bajo el fuego que brillaba en su mirada».

    «Era de alta estatura, delgado de cuerpo, de piel blanca y fina y delicada; su cara era ovalada; su frente, muy ancha, aunque no muy espaciosa, saliente y cortada por las caras laterales de la cabeza; presentaba la rara originalidad de formar un ángulo casi recto con cada uno de los lados...»

    «Sus ojos eran desmesuradamente rasgados y grandes...» «Los labios un poco abultados, los dientes blanquísimos, la nariz regular..., la barba cuidadosamente afeitada, el pelo negrísimo...»

    «Su aspecto era agradable y majestuoso con naturalidad....»

    Era enemigo de retratarse. Le hizo un retrato Federico de Madrazo, porque este pintor lo hacia «con asombrosa facilidad y perfección», es decir, sin necesidad de perder mucho tiempo. Otros retratos hay de Balmes, pero casi todas hechos de memoria por personas que le conocieron o por pintores que han utilizado referencias de coetáneos del filósofo.

    Dormía cinco o seis horas y siempre sentía una punzada o palpitación en el pecho a la hora de coger el sueño, de tal modo que tenía que sentarse angustiado en la cama. Luego dormía sin otras molestias posteriores.

    En Vich y en Barcelona vestía siempre sotana, salvo casos excepcionales. En Madrid para visitas y paseo vestía de seglar traje negro, levita o gabán, chaleco y corbata de raso, guantes y bastón. Sus trajes eran siempre de buen paño y mejor sastre. Usaba un reloj saboneta cilindro de oro, colgado de un cordón negro. En su casa usaba alzacuello. En invierno solía salir con capa. «De la limpieza, compostura y decoro de su persona tuvo siempre especial cuidado», dice uno de sus biógrafos. [24]


    Retrato moral


    «Nosotros hemos procurado... mirar que camina con la frente en las nubes, pero siempre a nuestro héroe como un hombre con los pies en la tierra», ha dicho de él Juan Ríos Sarmiento. Su calidad moral era de tal temple que ni sus más encarnizados enemigos se atrevieron a acusarle de vicios o defectos, ni siquiera nimios. Su fama como sacerdote era impecable y jamás nadie pudo ni intentó siquiera señalar en la blancura de ella la mancha más insignificante.

    Sus virtudes fundamentales eran su voluntad, su capacidad de trabajo, la pureza de su vida, el dominio de sus pasiones, su patriotismo a toda prueba, su fe inquebrantable, su catolicismo y su independencia moral. No era aficionado a la lectura de novelas y sentía debilidad por las biografías. El «Kempis» no se apartó jamás de su mano. Gustaba sobremanera de leer a Fray Luis de Granada.

    Muchos le han tildado de ambicioso y amigo del dinero. No creo que sea un pecado vituperable la noble ambición de emanciparse económicamente con el producto del trabajo propio. Mucho más en su caso, pues conociendo como conocía la pobreza inicial de su familia, la angustiosa pobreza personal que no le permitió ni siquiera poder pagar los derechas de su doctorado, era natural que quisiera conservar e incrementar el caudal que representaban los derechos de sus libros y sus trabajos literarios en la prensa.

    Para conseguir ver realizados sus proyectos, para conseguir la independencia necesaria para dedicarse al estudio, necesitaba dinero y hacía por ganarlo. Eso es todo. Ser filósofo no le privaba del derecho a la administración de sus bienes. No era un sabio de los que se olvidan el sombrero, sino un sabio que sabía cuándo sí y cuándo no debía quitarse el sombrero.

    «Mi pluma es para mí, un patrimonio honrosísimo y muy suficiente para vivir con independencia», dijo él mismo en sus artículos.

    Su vocación sacerdotal era tan fuerte que siempre dijo Balmes que cuantas veces le hubieran dado a elegir se hubiera inclinado por el estado del sacerdocio.

    En resumen: creo que estamos ante un hombre sencillamente extraordinario. Todas sus virtudes lo fueron en grado eminente. Sus defectos, los pocos que tuviese, que en otra persona hubieran pasado inadvertidos, destacaban más en él, y hacían que desde lejos parecieran más importantes de lo que en verdad eran. Su mejor retrato moral son sus obras. Y la anécdota de que llevaba siempre un compás en el bolsillo. Era un hombre rígido, inflexible, de los que no admiten movimiento mal hecho. Eso es todo, y no verlo es ceguera.


    Su método de trabajo

    Si Balmes hubiese vivido siquiera diez años más, habría fundado una escuela filosófica. Su juventud empezaba ya a madurarse. Aunque devoto de la doctrina de Santo Tomás, no lo fue tanto que no discrepara en muchos puntos de ella. No desdeñó el estudio de Leibniz, de Descartes o de Reid. Su nombre debe estar escrito junto al de Raimundo Lulio, Luis Vives, Suárez, Baltasar Gracián, Pereira y otros grandes pensadores españoles.

    Cuando leía un libro y encontraba un problema tapaba la página con la mano y [25] meditaba sobre la solución. Cuando creía haberla hallado, leía la que daba el autor de la obra y las comparaba entre sí.

    Cuando en una conversación oía alguna palabra, idea, noticia o nombre propio que le llamaba la atención por algún motivo, cerraba los ojos un momento como si meditase sobre ello, ponía un dedo en la mejilla cerca del ojo y volvía luego a la conversación. La idea, noticia o nombre había quedado ya grabada en su memoria para ulteriores estudios.

    Meditaba con la cabeza envuelta en el manteo. Buscaba así, la más absoluta oscuridad, el más absoluto silencio a su alrededor. Confesó algunas veces que mientras meditaba de tal guisa, su cabeza hervía, luego se calmaba, por fin hervía de nuevo. El primer hervor le proporcionaba agudeza de ideas, el último le traía estas mismas ideas ordenadas y metodizadas. Entonces sacaba la cabeza de su cárcel y seguía estudiando.

    Era una inteligencia analítica. Creo que en estas cuatro palabras está dicho todo.


    Su obra

    Sólo daré la lista de sus libros. Sería pueril e innecesario hablar de cada uno de ellos. Todos son más que conocidos, y están al alcance de cualquier lector en las más modestas bibliotecas.

    En abril de 1840, es decir, con treinta años de edad, publicó Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero.

    Luego publicó los siguientes libros:

    El protestantismo, comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.
    El celibato del clero.
    Máximas de San Francisco de Sales (traducción).
    Consideraciones políticas sobre la situación de España.
    La religión demostrada al alcance de los niños.
    Conversa de un pagés de la montanya sobre lo Papa.
    De la originalidad.
    Historia de la Filosofía.
    Filosofía elemental.
    Filosofía fundamental.
    El criterio.
    Cartas a un escéptico en materia de religión.
    Pío IX.
    Manual para la tentación, formado de trozos escogidos de los mejores místicos españoles.
    Escritos políticos.
    La Civilización (revista religiosa, filosófica, política y literaria).
    El Pensamiento de la Nación (periódico religioso, político y literario).
    Poesías póstumas.
    Escritos póstumos.
    Reliquias literarias (también póstumo).

    No quiero dejar de decir que los críticos literarios de entonces y de ahora han considerado siempre a Balmes como un poeta muy mediano. Sabemos, por ejemplo, que «El Madrileño católico», periódico dirigido por don Inocencio Riesgo, donde Balmes había ganado un concurso con su [26] Memoria sobre el celibato del clero, se negó a publicarle versos, y se los devolvió con muy dulces palabras. Y sabemos también, y lo comprendemos mejor, que así como a Balmes no le molestaban los ataques de sus enemigos a sus obras en prosa, le dolía en el alma que se pusiese en duda su capacidad poética. Al fin y al cabo no era ningún ángel, sino un hombre de carne y hueso.

    Sería muy aleccionador para todos hacer una encuesta entre los literatos de cualquiera de las generaciones españolas. Por ejemplo, esta que ahora vive con sus primeros treinta y cinco o cuarenta años sobre las espaldas, que ya empiezan a encorvarse. La encuesta consistiría, finalmente, en averiguar quién de nosotros, a sus treinta y cinco años de edad, puede presentar una obra literaria de la envergadura de la que realizó Jaime Balmes.

    Si somos sinceros, comprenderemos fácilmente la distancia que nos separa de él. No hay punto de comparación. Somos como liliputienses asomados al bolsillo gigantesco de Gulliver. Personalmente, lector, soy tan sincero, que daría todos mis libros presentes y futuros por haber escrito «El criterio». Un libro que él escribió para entretenerse y en el tiempo materialmente necesario para redactarlo. ¿Qué quieres que te diga, lector, de esos maestros que todavía no han escrito ningún libro parecido, y ya discuten a Santo Tomás y se ríen de Jaime, el filósofo de la sencillez?


    Bibliografía


    Para auxiliar a los lectores que quieran conocer con más detenimiento la personalidad y la obra de Jaime Balmes, no estará de más aquí una brevísima relación de algunos de los más importantes libros que se han escrito sobre el gran pensador español.

    Vida de Balmes. Benito García de los Santos.
    Biografía del doctor don Jaime Balmes, presbítero. Antonio Soler.
    Jaime Balmes, presbítero. Juan Ríos Sarmiento.
    Vida y juicio crítico de los escritos de don Jaime Balmes. A. de Blanche-Raffin.
    Dos palabras sobre el centenario de Balmes. Menéndez y Pelayo.
    La vida y las obras de Balmes. Narciso Roure.
    Biografía del doctor Jaime Balmes y Urpiá, presbítero. Brunet y Solá.
    Obras completas de Balmes.
    Nota preliminar a «El criterio». Sáinz de Robles.

    Aparte de estas obras, hay centenares de libros que se ocupan de Balmes. No olvidemos que fue actor principal en todos los sucesos de su tiempo, y que aun sin nombrarle en ellos, hay que recurrir muchas veces a las obras que se ocupan de la historia de España, comprendida en la primera mitad del siglo XX.

    Aquí acaba mi tarea, lector amigo. He querido hacer este librito como si hablara contigo. Como si te hubiera contado todo esto de viva voz, así como se cuentan dos amigos la vida y las venturas o desventuras de un conocido común, lejano y olvidado por unos, cantado sin límites por otros; pero del que ambos amigos saben que por encima de éstos y de aquellos están la [27] suprema justicia de la Historia y la suprema, de las supremas justicia de Dios. Un juez que no sienta en banquillos distintos a los culpables. Ni pide credencial alguna a los que llegan a su presencia. Un juez que Jaime Balmes llevaba siempre en su corazón y en su pensamiento. Un juez que hecho Pan estuvo centenares de veces en sus manos y fue alimento espiritual del gran filósofo de Vich.

    Ojalá y el resultado de este empeño esté acorde con mi buena voluntad.
    Última edición por Cavaleiro; 11/10/2005 a las 14:34
    ...
    Da patria e religion o fogo santo
    Na gente de Galicia atéa tanto,
    Que morrer só deseja,
    Primeiro que sufrir á negra mingua
    De que os Mouros lle manchen a sua lingua.
    Nin as leis, nin costumes, nin a Igrexa ...

    En toda las edades os Gallegos
    De España muy leales defensores
    Probaron po lo mar e po la terra
    Que non se presentaban nun-ha guerrra
    Soldados mais valentes nin mellores ...

    Non te acòres ti pois, nobre Galicia, ...
    Quizais teus fillos inda che precuren
    Un novo menumento,
    E ardendo no amor patrio que eu che juro
    Resóe traspasando o firmamento
    O nome de Galicia santo e puro.

    D' aqui non nos arrincan herejes nin gentios,
    Nin tod' os protestantes con mouros e judios.
    ---
    A' Galicia - Joan Manoel Pintos, 1861

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  2. #2
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    Re: Balmes

    GRACIAS por tu reseña, por el recuerdo que trae a mi mente, de haber sido alunmo del "INSTITUTO JAIME BALMES" de Barcelona, cosa que me llevo a conocer detalles de la vida de este personaje singular, modelo y guia que habra de ser para muchos como minimo para saber ser dignos en la vida.

  3. #3
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    Re: Balmes

    BALMES : ¿CARLISTA O ISABELINO?
    (por Francisco Canals , 1971)

    Balmes fue un pensador polifacético. Así no es de extrañar que se hayan dado sobre él las caracterizaciones más dispares.

    Para unos Balmes fue un carlista. Así opina Melchor Ferrer, que aduce entre otros argumentos el de la amistad de Balmes con los jesuítas, que eran entonces unánimemente partidarios de la legitimidad de Carlos V. El tema merece ser estudiado, como también el hecho de que los jesuítas más influyentes en la corte carlista, como los P.P. Gil y Unanue, fueran, al parecer, defensores de la “transacción honrosa” que era el ideal del partido que encumbró a Maroto.

    Para otros, como Suárez Verdeguer, Balmes era “isabelino hasta la médula”. Se podrían aducir en favor de esa tesis acontecimientos significativos en la biografía cultural del filósofo de Vich. Así su empeño en alcanzar un puesto en el profesorado de la incipiente universidad barcelonesa, entonces muy progresista, precisamente cuando los leales a la causa carlista trasladaban la de Cervera al monasterio de La Portella, cercano a Berga, en donde enseñaron Vicente Pou, Caixal y Estradé, y el dominico Xarrié.

    Según otra caracterización muy común estaba Balmes, como servidor del movimiento católico, “por encima de los partidos”. Esta idea va de Menéndez Pelayo, y por don Angel Herrera y el P. Ignacio Casasnovas, por citar ejemplos ilustres, a la mente de muchos contemporáneos. Tiene en su favor bastantes aspectos de la tarea apologética de Balmes.
    Por otra parte, es esta interpretación la que ha puesto a Balmes en un lugar aparte entre los escritores españoles “tradicionalistas”, y ha tenido así la mejor prensa entre los que han visto en él un precursor de la moderna política “cristiana”: un clarividente anticipador del “ralliement” a los poderes constituidos, inspirado en un “sensato posibilismo” y en una sabia y evolutiva adaptación a “las exigencias de los tiempos”.
    ******

    “Este periódico cesa desde hoy”. Esta fue la palabra, que vino a ser la definitiva, de Balmes ante el fracaso de su campaña en favor del “matrimonio real” (de Isabel II con el conde de Montemolín)

    Si no se quiere inventar una historia, forjada por la fantasía al servicio de tesis preconcebidas y partidistas, hay que reconocer que Balmes no aceptó las sugerencias de sus amigos isabelinos, que le aconsejaban perseverase en su tarea periodística, al servicio de una política de “principios”, incluso después del matrimonio de doña Isabel II con su primo Francisco de Asís.

    Y no son necesarias conjeturas para conocer las razones por las que no se avino a una actitud “posibilista”.
    “Dudo mucho que pueda hacer bien escribiendo de política. Las circunstancias han variado completamente: falta la base; no sé cómo se puede levantar el edificio –dice en carta al Marqués de Viluma de 23 de septiembre de 1846-; indica usted que si ceso de escribir dirán que mi único objeto era el matrimonio de Montemolín: el objeto era un sistema cuya clave era el casamiento; si dicen esto, dirán la verdad. me conjura usted a que lo piense bien; lo haré.
    Queda mucho por hacer en interés de la nación, es cierto; pero yo no puedo detener las borrascas que van a desencadenarse, y nadie tampoco: quien lo intente se estrellará.
    Me dice usted que el príncipe es buen sujeto, no lo dudo: pero ¿qué tenemos con eso? ¿qué podrá hacer un príncipe con la mejor voluntad del mundo? Nada, señor Marqués, nada.”

    No fue un gesto malhumorado. Era exigido por la reiterada afirmación de Balmes de que el Trono español no podía encontrar su base natural sino en la fuerza social, en los ideales y sentimientos del pueblo que había luchado en la guerra de los siete años a favor de Carlos V.

    La historia política ulterior le dio en esto la razón. El pueblo católico español vio caer a Isabel II “con indiferencia y sin lástima” según dijo el propio Menéndez Pelayo. No es preciso extenderse aquí en cómo y por qué cayó Alfonso XIII.

  4. #4
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: Balmes

    Para los que estén interesados en leer a Balmes:

    El protestantismo comparado con el catolicismo y sus relaciones con la civilización europea:

    http://www.mercaba.org/Filosofia/Bal...ESTANTISMO.htm


    El criterio:

    http://www.mercaba.org/Filosofia/Balmes/criterio_00.htm


    Filosofía fundamental:

    http://www.mercaba.org/Filosofia/Bal...amental_00.htm


    Ética:

    http://www.mercaba.org/Filosofia/Balmes/etica_00.htm


    Cartas a un escéptico en materia de religión:

    http://www.mercaba.org/Filosofia/Balmes/cartas_00.htm

  5. #5
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    Re: El fracaso de Balmes

    EL FRACASO DE BALMES
    (por Francisco Canals, 1971)

    El sistema de tópicos centrados en torno a la idea del Balmes amplio, “colocado por encima de los partidos”, suele resumirse en la tesis de que con anticipadora previsión “tuvo razón antes de tiempo”.
    Se pondera la clarividencia de la actitud conciliadora, expresada en su campaña a favor del matrimonio entre el conde de Montemolín e Isabel II. Y se lamenta su fracaso, cuya culpa se atribuye en buena parte a la cerrilidad de los cerriles y a la intransigencia de los intransigentes, en realidad, al carlismo de los carlistas.

    Es siempre urgente reflexionar sobre esta leyenda. Queremos hoy referirnos a algunos aspectos del problema, que consideramos esenciales.
    No habría que olvidar nunca lo que reconoció con noble sinceridad el P. Ignacio Casanovas: el fracaso fue debido a la intransigencia anticarlista de los liberales moderados, que detentaban entonces el poder y cerraron el camino a la solución propuesta por Balmes.

    Para impedir precisamente el acceso al trono de Carlos VI, se realizó el matrimonio de Isabel con su primo Francisco de Asís. De aquí que Balmes suspendiese definitivamente “El pensamiento de la Nación” y afirmase que nada podía esperarse ya en el campo político, fuesen cuales fuesen las intenciones y la buena voluntad del rey consorte.

    Con el propósito de volver de nuevo sobre el tema, quiero hacer notar que no parece que a Balmes se le ocurriese nunca, ni antes ni después de su fracaso, la idea de levantar una bandera de “partido católico” indiferente del problema dinástico. Es digno de destacarse este aspecto, por cuanto Balmes conocía muy bien la actitud contemporánea de los ultramontanos franceses que, en aquellos mismos años, bajo el caudillaje de Montalembert, trabajaban en el marco constitucional con una actitud que se resumía en los lemas: “católicos ante todo” y, “sobre todo, ningún contacto con los legitimistas”.
    Es decir, hay que reconocer que Balmes no cayó en el sofisma de fundar un “partido católico”, fundándose en el principio de que el catolicismo es “independiente de todo partido”. Como se ha hecho tantas veces posteriormente, incluso en España, e invocando su autoridad y el prestigio de su nombre.

    Avanzando hacia lo más esencial de la cuestión sobre el fracaso de Balmes, tenemos que atrevernos a formular la pregunta sobre si podía esperarse de los isabelinos y de los liberales una respuesta distinta de la cerrada e intransigente que de hecho dieron a la propuesta de conciliación.
    Recuerdo haber oído comentar a mi maestro Ramón Orlandis que no pudo realizarse la boda entre Carlos VI y doña Isabel porque no podían casarse la Tradición, que daba fuerza a la causa carlista, con la Revolución, que había levantado sobre sus bayonetas el trono de Isabel.
    Se desfigura a veces el problema pensando en la existencia de un legitimismo dinástico isabelino no revolucionario ni siquiera “liberal moderado”. Al pensar así se ignora que el sector todavía no constitucionalista pero ya ilustrado, que se expresó en la política de Cea Bermúdez, constituía el enlace connatural que posibilitó la alianza entre el trono fernandino y el liberalismo en sus diversos sectores.

    Habría incluso que reconocer –como lo vio admirablemente Vicente Pou- que el absolutismo afrancesado de los fernandinos, en la década que los liberales llamaron “ominosa”, al divorciar el trono del sentimiento popular y religioso de los realistas herederos del alzamiento antifrancés y contrarrevolucionario de 1808, predisponía al trono a la política que llevó al cuarto matrimonio de Fernando VII y a la pragmática derogatoria de la ley Sálica.

    En el ambiente de los ministros absolutistas de Fernando VII surgieron los sentimientos y las intencionalidades que tendían a desplazar del trono a don Carlos, el hermano del Rey. Este “antitradicionalismo”, anticipado y funestamente clarividente de los últimos años del reinado de Fernando VII, pudo ser uno de los factores decisivos en la esterilidad de los voluntarios realistas en el momento de plantearse con la cuestión sucesoria, la trágica lucha de siete años en que la España tradicional iba a ser vencida, mediante la traición de Maroto, por la alianza entre la Revolución y el trono isabelino.

    El fracaso de Balmes era obviamente previsible, si esta alianza era “natural”. No cabe duda que en su “apariencia monárquica” la causa cristino-isabelina debió mucho a la casi unánime adhesión de la Grandeza de España. Ahora bien, supuesto que esta Grandeza se había penetrado del espíritu de la “Ilustración”, habría que concluir que la alianza entre la Revolución y el trono isabelino no era tan accidental ni paradójica como han querido suponer a veces algunos “tradicionalistas” leales a la dinastía liberal.

    Muchos preveían la imposibilidad de la solución balmesiana. Así Vicente Pou en 1843, y también la Princesa de Beira, que por ello desaconsejaba la abdicación de Carlos V. Pero esta abdicación se produjo y el Conde de Montemolín dirigió al país un manifiesto redactado por Jaime Balmes.

    La puerta se cerró por el lado isabelino. No es algo extraño ni desconcertante, si se piensa qué abismo había que superar; no muchos años antes se cantaba en las calles de Madrid: Muera Cristo, Viva Luzbel; Muera don Carlos, Viva Isabel...
    ***

  6. #6
    Avatar de In diebus illis
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    Re: Balmes

    Es una pena pero el monopolio de las Obras Completas de Balmes lo tienen entre la Librería Balmes, distribuidora y Editorial Balmes, impresora.

    Además de tener todos los ejemplares restantes de la publicación de BAC.

    Es una pena, porque se difunde muy poco la obra, no es que sea difícil conseguirla pero no tiene la difusión que se merece y conlleva que se mate la obra de un filósofo fundamental.
    RES PUBLICA OMNIUM HISPANIARUM ET INDIARUM

  7. #7
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    Re: Balmes

    La propiedad intelectual tiene un plazo de cien años, y las obras de Balmes sobrepasan con mucho esa cifra. Nadie puede tener por tanto la exclusiva de sus obras que han pasado hace mucho al dominio público.
    Serán más bien otros los intereses (...o la falta de interés, más bien)

  8. #8
    Avatar de Erasmus
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    Re: Balmes

    Obras de Balmes para bajar:

    Carta a un escéptico en materia de religión
    Metafísica (fragmentos)
    El criterio
    Etica

    El Criterio también se puede leer online en Biblioteca Electrónica Cristiana:

    http://www.multimedios.org/docs/d000152/



    Imperium Hispaniae

    "En el imperio se ofrece y se comparte cultura, conocimiento y espiritualidad. En el imperialismo solo sometimiento y dominio económico-militar. Defendemos el IMPERIO, nos alejamos de todos los IMPERIALISMOS."







  9. #9
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: Balmes

    El criterio y la Ética ya estaban entre los enlaces que puse más arriba.

    En fin, que se puede obtener de muchas fuentes, aunque no sea tan fácil de encontrar impresa la obra de Balmes.

  10. #10
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    Re: Balmes

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Cita Iniciado por Hyeronimus Ver mensaje
    El criterio y la Ética ya estaban entre los enlaces que puse más arriba.

    En fin, que se puede obtener de muchas fuentes, aunque no sea tan fácil de encontrar impresa la obra de Balmes.
    Sí, gracias, los había visto pero puse ésos por si alguien los quiere bajar.

    Saludos.



    Imperium Hispaniae

    "En el imperio se ofrece y se comparte cultura, conocimiento y espiritualidad. En el imperialismo solo sometimiento y dominio económico-militar. Defendemos el IMPERIO, nos alejamos de todos los IMPERIALISMOS."







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