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Tema: La princesa de Éboli no era tuerta

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    La princesa de Éboli no era tuerta

    LA PRINCESA DE ÉBOLI NO ERA TUERTA

    POR
    JOSE Mª MARCH S.J.

    Publicado en el BOLETÍN DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE EXCURSIONES

    Tomo LII = Año 1944


    Es cosa axiomática que la Princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y La Cerda, era muy bella, pero tuerta; tan bella que, a pesar de este defecto, atraía las miradas de los galanes de la corte, aun después de viuda de Ruy Gómez de Silva, el secretario que había sido de Felipe II. No hay libro de historia ni enciclopedia que deje de recordalo. Así, por ejemplo, Aguado Bleye nos dice en su Curso de Historia (III,p.195): “Aunque tuerta, tenía fama de hermosa y atractiva, y a la que el mismo rey había pretendido.” Y la Enciclopedia Espasa nos informa de que era “dama española, célebre por su talento y por su belleza, aun después de haber perdido un ojo” (T. XXXIV).
    Lo de sus amores con Felipe II hay que relegarlo ya de una vez al reino de la fantasía, pues es completamente falso; mejor dicho, calumnioso: como ha demostrado plenamente Gaspar Muro en su conocida Vida de la princesa de Éboli (1), sin que Cánovas del Castillo lograra hacerlo creíble. De su talento no dio prueba alguna especial; de su travesura, muchas. Veamos de su belleza.
    “Su Alteza ha casado a Ruy Gómez con la hija del conde de Mélito… la moza es de trece años y bien bonita, aunque chiquita…”; así escribía el entonces secretario de Felipe II, todavía príncipe, Juan Francisco de Eraso, secretario del Emperador, anunciándole el casamiento de doña Ana de Mendoza (2).
    A este testimonio añade Muro por su cuenta: “La belleza naciente de doña Ana éxperimentó, poco después de celebrado el matrimonio, un grave contratiempo, habiendo tenido la desgracia de perder un ojo, accidente ocurrido, según se cree, a consecuencia de un golpe; pero realizándose, a pesar de esto los anuncios de la primera edad, adquirió atractivos bastantes para hacer tan agradable su persona que, olvidado aquel defecto, se ha conservado en la tradición el recuerdo de su hermosura, compendiado en la expresión de Antonio Pérez, que la llamó “joya engastada en los esmaltes de la naturaleza y la fortuna” (3). “Distinguíase, prosigue Muro, su semblante por la regularidad y proporción de sus facciones, contrastando su blanca tez con el color de los ojos y el cabello, que eran negros. Así la representa un retrato conservado en casa de sus descendientes, los duques de Pastrana, al cual es preciso atenerse, aunque ejecutado cuando doña Ana era todavía muy joven, por ser el único auténtico, y no existir tampoco descripciones especiales.“
    En este párrafo transcrito todo es vago, como el mismo autor indica: según se cree… se ha conservado en la tradición y en el recuerdo… Ni es buena autoridad la de Antonio Pérez, pues enredado en indignos amoríos con la Princesa, al calumniador de Felipe II pudo y aun debió engañarle la pasión. Cierto, doña Ana no fue joya engastada en los esmaltes de la fortuna, antes bien desgraciado juguete de ella, como reconocerá quien conozca su azarosa y desventurada vida, pasada buena parte en prisión, por culpa de su amante y de sus insolencias.
    No es, sin embargo, nuestro propósito negar precisamente la belleza de la Princesa. Dejamos a los peritos en la materia dilucidar si esta fama está concorde con el retrato único que de ella se tiene por auténtico, y examinaremos después a nuestro placer.
    Dice Muro atinadamente, aunque no muy conforme con lo que afirmó antes: “Aunque doña Ana de Mendoza es tenida universalmente por mujer de grande hermosura y atractivo, esta opinión no se funda en relaciones precisas, sino que parece nacida de meras conjeturas, derivadas de los sucesos de su vida; siendo, por una parte, creencia general que obtuvo por mucho tiempo el favor del rey y excitó en él las más vivas pasiones de amor y de celos, y constando por otra que tenía en el semblante un grave defecto, se ha supuesto, naturalmente, que el brillo de su belleza compensaba aquella imperfección” (4).
    Los argumentos escritos que pueden aducirse para probar que la princesa era tuerta son los siguientes:
    El primero es un párrafo de cierta carta de don Juan de Austria a don Rodrigo de Mendoza, escrita en Luxemburgo a 5 de noviembre de 1576, por tanto muchos años después del casamiento de doña Ana (1553). Nombrado gobernador de los Países Bajos, y mientras se encaminaba hacia allí, escribía a su amigo: “A mi tuerta beso las manos, y no digo los ojos, hasta que yo la escriba” (5). No dice quién es esta tuerta, pero se supone que doña Ana. “No puede dudarse, afirma Muro, ya porque no es probable hubiera en la corte otra dama a quien aplicar la calificación, ya porque la carta sólo trata de los parientes de don Rodrigo”. Ambas razones tienen poca fuerza, pues suponen ya que era tuerta doña Ana, que es precisamente lo que se pretende probar.
    Pero sea quien fuere esta tuerta, y aun admitiendo que fuera doña Ana, parece que hay contradicción en las palabras de don Juan: si era tuerta, ¿cómo podía besarle los ojos; no uno, sino ambos? ¿No hay algún engaño en esta galantería? Creemos que sí, y lo expondremos luego, y nótese de paso que si la dama era tuerta de verdad, bien poca galantería mostrarían estas palabras, y aun sólo mentar sus ojos y el llamarla tuerta; o, en todo caso, una galantería de muy mal gusto. Y don Juan era el perfecto galán.
    Otro argumento podría ser el siguiente: En la biblioteca real, ahora llamada del palacio nacional, en Madrid, hay copia de una crónica o historia genealógica de la casa de los Guzmanes, duques de Medina Sidonia. En ella, al tratarse del séptimo duque de este título, se lee lo siguiente: “En 1570 don Alonso Pérez de Guzmán… casó con la excelentísima señora doña Ana de Silva y Mendoza, hija del ilustrísimo señor don Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana, y de su ilustrísima muger doña Ana de la Cerda y Mendoza, muy gallarda muger, aunque fué tuerta”. Pero, como ya notaba Muro, las palabras subrayadas no se encuentran en el códice original existente en el archivo de los duques de Medina Sidonia, y en el de palacio aparecen escritas entre renglones, añadidas, sin duda, posteriormente por un erudito, que no contento con suplir la omisión del nombre, que había quedado en blanco en el original, quiso también dar a conocer las señas personales de aquella señora, como él creía saberlas, no conocemos con qué fundamento, pero deducidas probablemente del famoso cuadro. Menguada fuerza nos parece tener también este argumento.
    La que pudieran tener queda completamente contrarrestada por un testimonio de calidad. Es el del señor de Brântome, Pedro de Bourdeilles (1540-1614), el cual conoció a la Princesa, ya viuda, seguramente mientras él estuvo en España: “la princesse d’Eboly, veuve de Ruy Gómez,que j’ay veu, une très belle fame (femme), elle estoit de la casa de Mendoza…” (6). Ahora preguntamos: ¿Es posible, si ella fuera tuerta, que Brântome lo hubiese ignorado u olvidado de decir, siendo, de existir un caso tan notable y manifiesto? Tanto más, que trata de la dama refiriéndose a sus supuestos amores con Felipe II. Y cuenta que este autor se distingue por la minuciosidad y verdad de sus descripciones; siendo, como era, un espíritu observador, exacto y elegante.
    Vengamos al retrato. El único que puede pasar como tal, y es el que reproducen unánimemente las biografías e historias, perteneció a la casa ducal de Pastrana y hoy es propiedad del duque del Infantado, que lo conserva en su morada de Sevilla, museo de arte y relicario de preciosidades (7).
    Valentín Caldera, que lo publicó en su magna obra Icongrafía española, lo describe de esta manera: “Por la pintura parece que la Princesa tenía la tez muy blanca, el ojo entre castaño y negro, negra también es su cabellera; prominente y rizada, como la de algunos retratos de la hija de Felipe II, con cintas blancas recortadas en la cima. Diríase que en esta prominencia y en la lechuguilla de abanillos, que aparece más pomposa de lo que se traía en la corte de Felipe II, quiso la Príncesa, como hacen las damas más elegantes, exagerar o adelantarse a la moda que poco después ha de estar en boga. El vestido de seda, negro, enriquecido con pasamanos o alamares de lo mismo; del cuello cae una sarta de perlas, y desde los hombros cae un velo de crespón blanco, que, a veces, tenía su nacimiento en lo alto de la cabellera, afianzando en el cogote, y terminaba por delante sujeto con un joyel pendiente.”
    Examinemos ya el ojo derecho y su original vendaje. Para ello hay que prescindir de las reproducciones que hasta ahora se han ido haciendo, por infieles; unas de dibujos a mano, otras de malas fotografías o mal reproducidas. Vamos al cuadro mismo. El señor duque del Infantado, que es el afortunado poseedor del cuadro y, por tanto, lo ha podido examinar atentamente, nos informa que ese cordón o trencilla que baja de la cabeza y luego se ensancha para velar el ojo, y vuelve a estrecharse, seguramente para recogerse por encima y detrás de la oreja, está formado con los mismos tupidos cabellos de la dama, como mechón de ellos, que bajan de la despejada frente. En la parte anche forma como una redecilla que deja ver a través el ojo, como en la penumbra. Hemos hecho hacer una fotografía ampliada de la cabeza; en esta fotografía ese ojo derecho aparece sí, velado, pero entero y sin defecto, a través de la redecilla de los cabellos; abierto, como el otro, y mirando en la misma dirección. De lo cual deducimos que la Princesa de Éboli no era tuerta, ni siquiera bizca.
    La cosa es sorprendente, ¿verdad? ¿Cómo explicar ese retrato? Por una travesura de aquella damita: ¡las tuvo tantas y tan raras! Ahora diríamos por coquetería.
    Véase cómo ella hace gala de su envoltorio. Si esa envoltura hubiese cubierto un ojo vaciado o deforme, ella, sin duda, se hubiese vuelto de lado, haciendo que se la pintara de perfil. No; se muestra de frente enjoyada y orgullosa; pero de tal manera cubre el ojo, que lo deja ver de alguna manera, y ella ve por él.
    Después de todo, esa cortinilla del ojo, medio trasparente, no es más que una especie de parche, y aun de creer es que se la pegaría de algún modo; pues de lo contrario ni le caería bien sobre el ojo, y al menearse se le movería inelegante y vanamente.
    La Princesa, caprichosa, usaría en alguna ocasión ese disfraz, o en un sarao o en alguna otra fiesta, y quiso perpetuar, nos parece, el capricho por medio de los pinceles de Sánchez Coello o de otro pintor afamado.
    Cierto, si don Juan de Austria la vio así, viera o no el retrato, la pudo bien llamar donosamente tuerta y desear besarle los ojos; ambos, no uno, como marcaba entonces la galantería.
    La sorpresa cesará en gran parte si se tiene presente lo que dice Rodríguez Marín: “El cubrirse un ojo con un parche era expediente a que alguna vez se acudía para no ser conocido”. Así dice comentando aquel pasaje de El celoso extremeño en que Loaysa se disfrazaba de mendigo cubriéndose un ojo con un parche (8). Y cita, en comprobación, el paso del acto segundo de Todo es ventura, de Ruiz de Alarcón, en que Tristán, después de plantarse una cabellera o peluca, pónese un parche en un ojo:

    Marqués.--¿Qué es eso?
    Tristán.—Un parche, y, por Dios,
    Que sé quién en su casa,
    Para no ver lo que pasa,
    Tiene puestos siempre dos (9).

    Elmer Richard Sims, en sus notas al Lazarillo, de H. Luna (Texas, 1928), habla también del parche como característico disfraz del pícaro, comentando estas palabras del texto: “Abrí el ojo, y púseme en uno un parche, rapándome la barba como un cúcaro; quedé con tal figura seguro que la madre que me parió no me hubiera conocido.” (Capítulo XL). Y en abono de su opinión cita los dos capítulos de la segunda parte del Quijote, en donde Ginés de Pasamonte se disfraza de Maese Pedro, cubriéndose el ojo izquierdo con un parche de tafetán verde (capítulos XXV y XXVI). Y en el capítulo XXVII dice de este Ginés, o Ginesillo de Parapilla, como Don Quijote le llamara: “determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero.”
    Miguel Herrero recoge estos testimonios en un articulito Del disfraz del Pícaro en Correo Erudito (10); pero, conocedor, como es, de nuestra literatura del Siglo de Oro, añade otros. El Buscón de Quevedo cuenta de un deudor que viendo venir a uno de sus acreedores, “por que no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello que tenía recogido… plántose un parche en uno ojo y púsose a hablar italiano. Conseguido lo que pretendía, entróse en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo: “éstos son los adrezos de negar deudas” (capítulo XV) (11).
    Y en la Dama presidente, de don Francisco de Leiva, uno, Martín, que no quería ser reconocido, dice:
    ¡Tate!
    Si Inesilla me ve, es cierto
    que ha de conocerme, con que
    da al traste todo el enredo.
    Pues voy y tomo, y ¿qué hago?
    En este ojo, al momento,
    me pongo un parche, y al punto,
    de una escobilla que tengo
    hago estos bigotes y
    con engrudo me los pego (12).

    Y concluye Herrero: “Por lo apuntado queda claro que se trata de un recurso casi elevado a la categoría de tópico.” Bien dicho.
    Nada pues, de extraño que usara de esta picardía la muy picarona de la Princesa de Éboli; y en este supuesto, tampoco es maravilla escribiera el galán don Juan de Austria aquellas palabras, que de ser tuerta ella de verdad, sonarían a burla e insolencia. Y no siendo, realmente, defecto, sino simulación y chanza pasajeras, no hay por qué el escritor Brântome la viera tuerta y lo consignara.
    El mero hecho de saber ahora que esa especie de celosía, detrás la cual espía el ojo malicioso de la Princesa, está hecha con sus propios cabellos, convence de que no podía ser tapadera de una deformidad permanente durante años y más años, pues no lo hubiera consentido lo deleznable de la materia, y menos hasta la edad avanzadilla que logró la protagonista. Doña Ana había nacido en la villa de Cifuentes en 1540; moría en Pastrana el 2 de febrero de 1592; a los cincuenta y dos años por tanto, y habiendo estado doce y medio en prisión.
    Una reflexión final: Si dentro de tres o cuatro siglos (o antes, claro está), alguien topa con un viejo cuadro pintado al óleo en que figure una o varias elegantes de las que hoy en día discurren, en los días de verano, por las terrazas de los cafés y por doquiera, con esas enormes gafas negras, o de otros colores, con redondos y gruesos aros blancos, que de poco se estilan, tenemos por cierto que la compadecerá pensando en un asilo de ciegas, o, al menos, que se pusieron aquellos artefactos para ocultar, no el fulgor de unos ojos bellos, sino unos pitañosos o torcidos. Hará bien, cierto, en compadecerlas, pero no por lo que él imagina, sino en todo caso por ser víctimas de la tiranía de una moda absurda. Es un caso, creemos, parecido al del cuadro de la Princesa de Éboli, víctima también, si no de la moda, de sus caprichos.

    JOSÉ M. MARCH, S.J.

    (1) Vida de la Princesa de Éboli, Madrid, 1877.—Véase nuestro artículo Otra reyerta de la Princesa de Éboli, en Razón y Fe, marzo 1944.
    (2) Carta publicada por Muro, O.cit., p.46 y apéndice 2.
    (3) Íbidem.
    (4) O.cit., p. 185 de los apéndices.
    (5) Trae este pasaje Muro (p. 186 del apéndice) y dice que la carta original “se encuentra en la colección de M. SS. Del señor general Fernández San Román”. Don Rodrigo de Mendoza era el hermano segundo de don Íñigo, quinto duque del Infantado, y había nacido en Guadalajara por los años 1538 a 1540.
    (6) Les vies des Grands Capitaines étrangeres; D. Juan d’Austrie
    (7) Además de los retratos que justamente elimina Muro, hay otro que hemos visto en casa del duque de Francavilla, de Madrid. Pero parece derivado del que examinamos en el texto y pintado muy posteriormente, según indican los vestidos.
    (8) Edición de La Lectura, XXXVI, p. 108.
    (9) Ed. Rivadeneira, XX, p. 126, a.
    (10) Correo Erudito. Gaceta de lsa letras y de las artes. Madrid, año III, 1943, entrega 19, p.31
    (11) Edición de La Lectura, V. p. 177
    (12) (Ed. Rivadeneira, XLVII, p. 380, c.

    ebolic_1.jpg

  2. #2
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    Re: La princesa de Éboli no era tuerta

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Lo anterior es la transcripción de un curioso opúsculo que tengo en mi biblioteca. No he escaneado las dos ilustraciones que trae porque la calidad del original no es muy buena, y además está en blanco y negro, aunque en el original se ve bastante bien. La foto que he puesto es lo mejor que he encontrado en internet. Da la impresión de que hay una pupila tras el parche, aunque no se ve tanto como sería de desear. Y soy consciente de que recientemente un oftalmólogo llegó incluso a diagnosticar la afección ocular que habría padecido la princesa. Pero evidentemente dicho oftalmólogo no pudo examinarla, sino que se guió por criterios bastante razonables dentro de la pobreza de medios de que disponía para hacer un diagnóstico, pero que no pasan de conjeturas. También ha habido psiquiatras que han diagnosticado con pelos y señales la dolencia mental de Don Quijote, y no por eso la tuvo, ya que no existió.

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