Doña Isabel II y don Carlos
Claro está que durante todo el tiempo que ocupó el trono doña Isabel no hubo el menor contacto entre ella y nuestra familia real proscrita. El mismo alejamiento continuó después del triunfo de la revolución de septiembre del 68.
Sin embargo, doña Isabel quedó fuertemente impresionada por la conducta caballeresca de los diputados carlistas navarros y vascongados que al ser conocido el resultado de la batalla de Alcolea, del cual se enteró la hija de Fernando VII hallándose en Zarauz, en el Palacio de la Marquesa de Narros, se la presentaron en su residencia, y, permaneciendo leales a su Rey, a su bandera y a sus principios, se pusieron a su disposición para protegerla contra los posibles desmanes del pueblo.
En efecto, del brazo de uno de ellos, Muzquiz, atravesó el Bidasoa. Empezada la guerra civil y hasta que su hijo subió al trono por el pronunciamiento de Sagunto, doña Isabel no ocultaba a sus familiares la admiración que le causaba el ejército carlista y los votos que hacía por su triunfo.
Con estos antecedentes, conocidos por don Carlos, no causó a éste extraordinaria sorpresa el recibir en el verano de 1875 en su Cuartel Real una carta cariñosísima de su augusta tía, en la que venía a decirle en substancia:
«Tu corazón, que es tan ardientemente español como el mío, comprenderá el dolor infinito que me causa verme cerradas las puertas de nuestra patria y cerradas por mi propio hijo, el cual rodeado de malos consejeros, no me permite pasar la frontera; tengo la nostalgia del cielo y de la tierra de España y no quiero morirme sin volver a verlos. Acudo, pues, a ti que, por tu patriotismo y la hidalguía de tu carácter, serás capaz de comprenderme para pedirte que me des la hospitalidad en el territorio que has conquistado por las armas.
Espero sólo una palabra tuya diciéndome qué día y en qué punto de la frontera debo encontrarme y acudiré sin falta a la cita».
La respuesta, como es natural, fué satisfactoria. Don Carlos le fijó la fecha en que la esperaría por la parte de Vera el escuadrón de su Guardia Real a caballo, mandado por el Marqués de Vallecerrato, para darle escolta hasta su Cuartel Real. No hay para qué decir que aquel aparente rasgo de españolismo fué una gran habilidad de la Reina desterrada, la cual tuvo buen cuidado que, fingiendo una indiscreción, se mandaran copias de su carta y de la de don Carlos a don Alfonso y a Cánovas, lo cual produjo en Madrid el efecto de una bomba explosiva. Fácil es de imaginar el terror que causó a la corte la amenaza de aquel escándalo, la presencia en el campo carlista de la madre del Rey usurpador reconociendo la soberanía del que la disputaba el trono con las armas en la mano, y habitando bajo su techo. Inmediatamente se la mandó una estafeta diciendo que podía salir sin pérdida de tiempo para España y, después de saludar a su hijo en Madrid proseguir para Sevilla, donde se alojaría en el palacio de San Telmo; de suerte que el que levantó el destierro de la madre de Alfonso XII fué realmente no su hijo, sino Carlos VII.
Aquellas relaciones terminaron por de pronto con una carta cariñosísima de doña Isabel a su augusto sobrino dándole gracias por su generoso ofrecimiento y explicándole las razones por qué no podía aceptarlo. Así quedaron las cosas hasta que el año 1877, al regresar don Carlos de la guerra turcorrusa, se encontró en París con su tía, que ya habitaba entonces el regio Palacio Basilewsky, cuyo nombre cambió por el de Palacio de Castilla.
Apenas supo el regreso de Bulgaria de su sobrino le hizo saber su deseo de avistarse con él, preguntándole qué día podía recibirla en su hotel de la calle Pompe de Passy.
Don Carlos contestó que la recibiría con gusto, pero a condición de que reconociera previamente sus derechos, condición que doña Isabel aceptó sin dificultad. Puesta así bien definida la situación, se pasó a los detalles de etiqueta, conviniendo en que todo el séquito de las dos augustas personas por razones de alta cortesía les diera el tratamiento de Majestad.
Doña Isabel se convidó a comer todos los domingos en el hotel de Passy, rogando a sus augustos sobrinos que fijasen otro día de la semana para ir al Palacio de Castilla, convite del que se aprovechó doña Margarita, pero muy poco don Carlos, que puso rarísima vez los pies en el palacio de la Avenida de Kleber.
Las relaciones de la familia continuaron sin interrupción hasta que don Carlos fue expulsado de Francia.
Doña Isabel se deshacía en atenciones con todos los que rodeaban a su augusto sobrino; continuamente nos colmaba de amabilidades al Conde de Lasuen, a Estrada, a don Manuel Barrena, a don Ramón Esparza y a mí mismo y nos repetía constantemente:
—Qué suerte tiene Carlos. Lo que más le envidio de todo es el haber tenido la dicha de inspirar tan justa y merecida pasión a lo más honrado que hay en España. Carlista es sinónimo de caballero, de cristiano y de buen español. Mientras que yo, desde que abrí los ojos a la razón, no he visto en torno mío, salvo contadas excepciones, más que aventureros, ambiciosos, gente sin conciencia que desde mi cuna abusaron de mí y me engañaron. Esos son los que han gobernado en nombre mío: y luego se asombrarán las gentes de que haya cometido yo tantos desatinos.
Don Jaime le inspiraba una ternura especial y auguraba para él y para España una era de prosperidad y de grandezas.
En aquella temporada se dieron en el Palacio de Castilla suntuosas fiestas y muchos bailes, a los que siempre era invitada nuestra familia real, detrás de la cual se eclipsaba modestamente la augusta dueña de la casa.
Aquella Señora ofrecía un singular contraste en su persona; aunque bien poco favorecida por la naturaleza, y más aún desde que la obesidad dificultaba todos sus movimientos, resplandecía en ella un aire de innata majestad que sólo palidecía en presencia de la imponente persona de don Carlos, verdadera personificación de la realeza.
Lástima grande que la diferencia de edad no hubiese hecho posible años atrás una unión entre ambos, que tantos trastornos hubiera podido evitar a España.
Eran dos corazones nacidos para entenderse y que los dos rendían ferviente tributo al ideal del patriotismo.
Extraído de las memorias del conde de Melgar, secretario de Don Carlos VII: "Veinte años con don Carlos"
Última edición por Rodrigo; 29/04/2014 a las 10:16
Militia est vita hominis super terram et sicut dies mercenarii dies ejus. (Job VII,1)
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