Victor Pradera
por Carlos Guinea Suárez
I
De Víctor Pradera puede decirse, con el verso de un poeta francés, que desenterró el sol antes de que llegara el alba. Por la gracia de las ideas y la conducta, este hombre, nacido en la España ochocentista, sobrevive a la muerte física, que le llegó en sazón que había alcanzado un punto de beatitud. Vio, en las sombras de la vida de España, mientras la patria empezaba a sufrir cruel martirio y despedazamiento, la remota claridad cenital que sólo podían divisar los elegidos.
Es uno de los hombres patrimoniales de la Nación otra vez unida. «El nombre de Víctor Pradera –ha escrito el Jefe del Estado–, unido para siempre a nuestra historia, obliga sin distinción a todos los españoles.» El Guerrillero de la Unidad es –y ha de emplearse el tiempo presente, pues de las ideas y la conducta del gran español se nutren, anchuroso caudal, las turbinas del pensamiento y la política nacionales– la insignia de un sentimiento augusto que prevalece en el alma de millones de patriotas: la adhesión a la integridad española.
No fue, a contar de su madurez, el político de una región o de un partido, sino el verbo de la mayoría nacional. Don Juan Vázquez de Mella había movido a los espíritus a invocar el nombre dramático de Gibraltar; otros Gibraltares más vastos y afrentosos se preparaban en los días que Pradera suscitaba intensas y eficaces conmociones parlamentarias, y el Congreso de los Diputados tenía que doblegarse al ímpetu patriótico de las multitudes, acuciado por el verbo del diputado jaimista.
Su sangre estuvo crismada biológicamente por el Pirineo vasconavarro. La genealogía praderiana depara un censo abundante de puros linajes pirenaicos. Ese país tiene su destino marcado hace siglos. Lo afirmó poéticamente el gran latino de Vizcaya, Ramón de Basterra:
El manual de «Ejercicios» de San Ignacio, aroma;
pebetero de gracia, la sumisión a Roma
del Pirineo vasco. Contra aquel estandarte
que alzó en los densos bosques de Eisenach, la otra parte,
con el «Non Serviam», «No sirvamos», nuestras cumbres,
capitaneando a las romances muchedumbres,
erigieron el «Serviam», el «Sirvamos»; al Lacio.
En este Pirineo ignaciano vivieron los antecesores de Víctor Pradera. [4] El abuelo paterno, Juan Pradera Martinena, tenía su cuna en Sara, pueblo del antiguo Laburdi, asimilado administrativamente por el departamento francés de los Bajos Pirineos. Formularia y superficial asimilación, porque en la Vasconia francesa subsiste la marca sentimental de, las tres provincias, Benabarra, Laburdi y Zuberoa. En ellas perdura la catolicidad y rige la lengua eúskara. Como en los días que el vascofrancés Joseph Agustín Chaho pasaba los Pirineos para unirse a las muchedumbres militarizadas que seguían a don Carlos –el año 1835–, el corazón de los pirenaicos de ambas vertientes late acompasado ante los grandes acontecimientos en que se dilucidan cuestiones esenciales de la vida espiritual. A Vasconia y Navarra llegaron en demanda de asilo los vascofranceses perseguidos por la Convención, y a los Bajos Pirineos iban los combatientes de las guerras carlistas después de su batallar frustrado.
La abuela paterna, María Ángela Leiza, era de Sumbilla, aldea que se mira en las aguas del río Bidasoa: uno de esos pueblos de la montaña de Navarra que tienen antiguo aire patriarcal, con parroquia donde se reunía el Concejo, bajo los porches.
En la línea materna, el abuelo, Ángel Larumbe Iturralde, oriundo del valle de Ulzama, riñón agrario de Navarra, había casado: con la pamplonesa Javiera Ayala e Íñigo de Angulo. Ángel Larumbe había sido combatiente de la primera guerra carlista, y su alma de guerrillero era indomable. Peleaba por la montaña, en Navarra y en Guipúzcoa, allí donde los carlistas luchaban en el ámbito familiar y eran invencibles. fue hecho prisionero por los cristinos y condenado a muerte.
—Pueden matarme ahora mismo, –dijo Larumbe–, porque no dejaré dé ser carlista.
Pretendieron los mandos cristinos que la muerte de Larumbe y de otros guerrilleros constituyese severa y trágica intimación a la Pamplona carlista, y se les llevó, en cuerda, a la ciudad. Iban custodiados por buen número de soldados, y Ángel Larumbe lanzaba al viento canciones joviales. Animaba con chanzas a sus compañeros de cautiverio, y suavemente iba deshaciendo, sus ligaduras. Al llegar al puerto de Velate, el guerrillero aprovechó la contigüidad de una espesura y echó a correr con la agilidad lograda en años de tantas y esquivas a las tropas de la Reina. Ganó el bosque, bajo una lluvia de balas. Las breñas, las mugas, los vericuetos y los montes habían sido varias veces su áncora de salvación, y de nuevo le servían para evadirse y reanudar la pelea.
No quiso ser convenido y pasó a Francia, con don Carlos, el 14 de septiembre de 1839. En las tropas vencidas por la traición de Maroto, secundado por Iturbe, Urbiztondo, Fulgosio, Cuevillas, Latorre, iba también un guipuzcoano destinado a fama histórica, vida errabunda y vejez prematura y triste: José María de Iparraguirre.
Años después Larumbe fue notario de Vera del Bidasoa, y allí preparó el frustrado alzamiento de 1848. Más tarde le desterraron a Valladolid, y ya sexagenario, colaboró en la segunda guerra carlista al servicio del duque de Madrid, Carlos VII, el mismo a quien había de servir su nieto Víctor. Contaba éste tres años –nació el 19 de abril de 1873, en Pamplona– a la muerte de don Ángel Larumbe, guerrillero de la legitimidad.
Don Francisco Pradera Leiza, hijo de Juan Pradera Martinena y de María Ángela Leiza, había vivido la primera juventud en América. Tenía la veta del emigrante industrioso. Sus padres se habían establecido en Echalar. Como Ramuntcho, [5] el personaje de Pierre Loti, iba a América, donde su «alma, arrancada del país natal, debería sufrir y endurecerse; su energía gastarse y agotarse quién sabe dónde, en tareas y en luchas desconocidas...» Pero los augurios pesimistas con que Loti abrumaba a su personaje fueron de otro signo para Francisco Pradera, al fin vencedor y enriquecido. Tornó a Navarra, y al mayorazgo, Juan Víctor, le sucedieron tres hijos más: Luis, Juan y Germán. Por llamarse Juan el segundo de los vástagos, al primogénito se le llamó familiarmente Víctor, y así sería conocido más tarde en su vivir político y social.
De la Pamplona encastillada y militar, cuyo fuerte de San Cristóbal era domicilio de los Argos de la Restauración, siempre temerosa de un nuevo levantamiento carlista, fue Víctor Pradera, a los siete años de edad, a vivir en la abierta y risueña San Sebastián. Del signo ciudadano carlista pasaba a vivir en una ciudad emblemática del alfonsismo liberal. Era Donostia la ciudad vascongada en la que existían menos carlistas. Los conservadores, los liberales y los republicanos burgueses predominaban en el gobierno de la urbe, que apenas contaba sesenta años de nueva existencia: los que mediaron desde el incendio suscitado por las tropas napoleónicas, al evacuarla.
La fortuna de don Francisco Pradera se aplicó a construir casas junto al mar, cerca de las rocas y arenales de la Zurriola. En el juego de los azares vitales es curioso que mientras Víctor Pradera, pamplonés, llegaba a Donostia, Pío Baroja, donostiarra –y nacido un año antes que nuestro personaje–, era llevado por sus padres a Pamplona. Y en la misma primavera de 1873, en que nació Pradera, venía al mundo, en Monóvar, José Martínez Ruiz, «Azorín». Los tres, figuras de la generación del 98, como lo ha sido don Miguel Primo de Rivera, nacido en 1870.
En 1887 el nuevo bachiller Víctor Pradera salía de Donostia para vivir un año en Burdeos. Quería el padre que la vocación hasta entonces incierta del adolescente se revelara y acrisolase en el contacto con una civilización técnica que ya entonces lograba plenitud. Burdeos, ciudad náutica, industriosa y mercantil, emporio y universidad, desplegaría ante el muchacho la teoría de sus resortes vitales. Tenía la urbe girondina un cierto aire de república patricia, jerarquizada, en la que asumían principales papeles los grandes vinicultores, los comerciantes y los navieros. Burdeos y Lyón eran, en distintos paralelos, la imagen de la Francia que había postulado Thiers: una República fundamentalmente antiliberal y resignadamente demócrata.
Al regresar a San Sebastián, Víctor Pradera formuló su decisión.
—Quiero ser ingeniero de caminos.
—Pues será como tú quieres –respondió el padre. En octubre irás a Deusto.
En las aulas jesuitas del bilbaíno Deusto permaneció el estudiante un año, preparando el ingreso en la Escuela de Ingenieros, conseguido en la primera comparecencia ante el implacable tribunal examinador. En Deusto se afirmó el gran lógico que Pradera llevaba dentro. Las Matemáticas fueron su musa, precediendo a las Humanidades. Pudo sufrir la deformación profesional, que habría esterilizado una parte de su ánima y de su mente, y convertirse en un árido ingeniero con angosta concepción de la existencia. El teatro, la novela y la sociología, por los años del nacimiento de Alfonso XIII, infante pueril cuando Pradera se examinaba en Madrid, habían puesto de moda aquel tipo de [6] ingeniero, cúspide de los setecentistas ideales de la Enciclopedia.
* * *
El estudiante vivió en Madrid las jornadas del pacto entre los liberales y los conservadores, que determinó la instauración del sufragio universal, y de las leyes de Asociaciones y del Jurado. Veía el primer desfile proletario del 1 de mayo y el triunfo, en 1893, de seis diputados republicanos por la Villa y Corte de Madrid. Llegaban a la capital los ecos de la tempestad secesionista en las Antillas y Filipinas. El partido carlista acababa de escindirse. Don Ramón Nocedal, hijo del delegado de Carlos VII, don Cándido, acusó de liberal a su rey y constituyó el partido integrista, que tenía por órgano de su política a El Siglo Futuro. Postulaban los integristas una política que podía resumirse en la célebre frase de uno de sus ideólogos, Sardá y Salvany: «El liberalismo es pecado.»
Sentíase Víctor Pradera vinculado al carlismo, y su sentimiento provenía antes que de los claros ejemplos de sus antecesores, de una íntima y razonada dilucidación del problema de España. Su espíritu ignaciano, ensanchado por la fructuosa estancia en Deusto, estaba fervorosa y ortodoxamente unido, al primer lema carlista: Dios. Su sangre era hija de la Patria. Filosóficamente era monárquico, y moralmente, legitimista. El carlismo hizo que don Juan, hijo del conde de Montemolín, Carlos VI en la genealogía carlista, renunciara sus derechos a favor de su vástago Carlos VII. Don Juan se había mostrado incompatible con la permanencia de la doctrina legitimista. Pero Carlos VII había declarado que no daría «un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo». Pradera reconocía en don Carlos a su rey legítimo, descendiente de reyes, que si no había sido ungido en Madrid con la pompa oficial, había reinado sobre grandes zonas del territorio nacional y en el corazón de millones de súbditos.
El sentimiento carlista de Víctor Pradera adquirió su madurez en la urbe de la altiplanicie, y quizá por esa razón fue transparente y estuvo decantado. Las sugestiones telúricas del Pirineo y de la mar cantábrica; el trato con los veteranos de las guerras carlistas; el conocimiento de los ingenuos y viriles romanceros de las guerrillas; la memoranza de las batallas y de los héroes de la Legitimidad; la música popular –jotas de la Ribera y zortzicos de la Montaña– que creaban los combatientes y la influencia amistosa pudieron arrastrarle al carlismo. Pero este hombre, que era apasionado temperamentalmente y que se encomendaba para los negocios del vivir terrenal a la lógica, rehusó acatar aquellas influencias. fue carlista a través de la filosofía y de la historia. Mas no se opine que tuvo una primera juventud sombría, de pálido y absorto estudiante. Aquel muchacho de elevada, casi gigantesca estatura, de ojos penetrantes y alegres, con una chispa irónica, era un perfecto gentilhombre navarro. El carlismo fue reflejado muchas veces, por literatura e iconografía desprevistas de autenticidad, como un censo de personajes sórdidos y trágicos que, en la realidad, no fueron más numerosos de lo que suele acontecer en todas las colectividades humanas. Ese es un convencional, falso carlismo de melodrama o de folletón tenebroso.
El año 1897 nuestro personaje se reintegraba al hogar con el título de ingeniero de Caminos ganado brillantemente. En la antigua capital foral de Guipúzcoa, en la Tolosa campesina e industrial, le esperaba [7] tarea difícil: debía renovar y consolidar una fábrica de papel, la «Laurak-Bak», comprada por su padre. El mayorazgo, en plazo breve, realizó todas las esperanzas: las instalaciones se modernizaron, la fábrica producía en condiciones de eficacia y el negocio incierto resultaba pródigo. Pudo entonces dedicar los ocios fecundos a dos empresas que le seducían. Conoció Navarra y las Vascongadas palmo a palmo. Acudió a los lares de la familia y se relacionó asiduamente con todas las clases sociales. Paladín instintivo de la familia obrera, fue patrono generoso por ser hombre cristiano. Sabía ya que la doctrina de la Legitimidad debía tener en cuenta el paso del Tiempo, el grávido correr de los años, y que la industrialización y las nuevas formas de vida creaban problemas que no existían en octubre de 1833, al darse el grito de ¡Viva Carlos V!, en Talavera de la Reina, repetido por millares de gargantas en Navarra, las Vascongadas, Valencia, Aragón, Burgos y la Rioja. El quietismo doctrinal, en cuanto no fuera atañadero a lo sustantivo –el trilema Dios, Patria, Rey–, podía ocasionar graves daños a la causa; el más peligroso, la esterilidad de la acción que bajo el gobierno del marqués de Carralbo, Delegado de don Carlos, se orientaba al forzoso parlamentarismo y a la propaganda. Habían surgido fuerzas que, aun siendo afines al carlismo, como la representada por don Alejandro Pidal, y que en el fondo habrían visto con júbilo el triunfo de la Legitimidad, aceptaban la colaboración con la Monarquía alfonsina. Ceñía la tiara papal el Pontífice León XIII, y los católicos que dirigía Pidal parecían acogerse a las doctrinas sociales del Papa.
En el entendimiento de Pradera se afirmaba cada día con mayor ahínco la convicción de que era preciso vigorizar dos conceptos básicos del carlismo: la Patria y el Rey, eficaces en su categoría ideal para los convencidos, y no más que términos abstractos para los indiferentes y los neutros. Por otra parte, si en 1895 una tercera guerra parecía, a más de imposible, corrosiva para España, ya vitalmente amenazada en Ultramar, debían aprovecharse la amargura y la pesadumbre nacionales que coincidieron con los últimos años de la regencia de doña María Cristina. A pesar de la escisión integrista, la fortaleza numérica del carlismo no decrecía. Estaba organizado en juntas provinciales y locales que rebasaron los dos millares, y se hallaban abiertos quinientos círculos. Alguna vez, y sin eufemismos, llegó hasta la Presidencia del Consejo de Ministros la advertencia de que el carlismo podía poner en pie de guerra a 80.000 hombres. Y Sagasta, jefe del Gobierno, sabía que la cifra no era hiperbólica.
La segunda empresa a que se dedicó Pradera revelaba lo tesonero de su carácter y su ilimitada ambición intelectual. Se aplicó al estudio del Derecho y resolvió examinarse, abreviando los plazos. Las Humanidades sucedían a las Matemáticas...
Las tristes Cortes de 1898, que asistieron y asintieron a la iniciación de la guerra de Ultramar y al Tratado de París, fueron disueltas después de breves, intensos y dramáticos meses, en cuyo transcurso el trono de España se encontró a merced de un ataque resuelto (1. Según la Constitución, al Rey incumbía declarar la guerra y concertar la paz). No lo intentaron los republicanos, y entre los carlistas faltó el hombre de genio, a lo Zumalacárregui o Cabrera, que, con el justo respeto al Duque de Madrid, podía haber decidido favorablemente la coyuntura. El ambiente popular en 1898 era aún más favorable al levantamiento carlista de lo que el [8] cansancio, el escepticismo y el desprecio respecto, a la vieja política dinástica representaron como puntos de apoya para el general Primo de Rivera en 1923. El socialismo y el anarquismo, de igual manera que los Sindicatos, carecían de fuerzas organizadas y numerosas. El partido conservador se hallaba escindido, y Sagasta, al frente de los liberales, tenía un pulso senil. Sólo Cataluña levantó algunas partidas, cuyos fuegos se apagaron rápidamente. El Gobierno persiguió al carlismo, cerrando sus círculos y suspendiendo sus periódicos. El marqués de Cerralbo y don Juan Vázquez de Mella –al que Navarra dio la primera acta de, diputado, y que había nacido en 1861– huyeron a Portugal.
...
http://www.filosofia.org/mon/tem/es0037.htm
Marcadores