II
El mes de marzo de 1899 los católicos afines al carlismo, muchos de ellos empadronados durante años en la Comunión, aportaban representantes a los Consejos de la Corona. Bajo la presidencia de don Francisco Silvela, el marqués de Pidal y don Camilo G. de Polavieja, llamado «el general cristino», marcaban la colaboración de los pidalinos y de otros grupos católicos. Estaba preparándose el enlace matrimonial de la princesa de Asturias, doña Mercedes, con su primo don Carlos de Borbón, hijo del conde de Caserta. Este se había ilustrado en la segunda guerra carlista, peleando al lado de su primo el infante don Alfonso de Borbón y Austria. Este, hermano de Carlos VII.
Iba a presidir el Congreso de los Diputados –lección significativa que presagiaba posible ascenso a la jefatura del Gobierno– don Alejandro Pidal y Mon, ex ministro de la Corona. Coincidiendo con ese acercamiento a la dinastía isabelina de los afines al carlismo, aparecía el nacionalismo vasco, fundado por Sabino de Arana Goiri en 1893, ante reducido concurso de amigos que se reunieron en el caserío Larrazábal, de Begoña. El lema del partido nacionalista era «Jaungoikoa eta Lege zarrak»: Dios y leyes viejas. Aspiraba a la separación de Vasconia para formar una confederación euskariana de Estados: Navarra, Laburdi, Zuberoa, Benabarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, bajo el signo republicano, católico, apostólico y romano.
El nacionalismo, en 1899, se limitaba a núcleos reducidos de Vizcaya. Pero su presunta fuerza expansiva, que Silvela intuyó, reprimiéndola, mientras conllevaba el nacionalismo catalán, que ya estaba fuertemente caracterizado, podría robustecerse a costa del carlismo. No era probable que en Vasconia los liberales y los conservadores dinásticos, de una parte, y los republicanos, de otra, emigraran de sus respectivas posiciones al nacionalismo. Más podía conjeturarse que el lema «Dios y leyes viejas», que tenía relativa concordancia con la ideología carlista, pudiera seducir a las generaciones jóvenes, en cuyos hogares se había profesado culto a la Legitimidad. El mismo Sabino de Arana fue hijo de un carlista de acción.
Necesitaba el carlismo hombres jóvenes, y de ellos fue Víctor Pradera candidato a diputado a Cortes en las elecciones de la primavera de 1899. Luchaba por el distrito de Tolosa frente a un candidato dinástico. En carros tirados por caballos fueron trasladadas a Tolosa, desde la sucursal del Banco, de España en San Sebastián, cien mil pesetas en monedas de a duro. Era la víspera de las elecciones, y ese dinero constituía el óbolo del candidato dinástico a los votantes. Tres parejas de la Guardia Civil custodiaron el pequeño [9] tesoro durante el camino. La jornada siguiente tuvo una traza báquica en las fondas, tabernas y figones tolosarras, que proveían con largueza y gratitud a cuantos se mostraban dispuestos a votar la candidatura del Régimen.
Con todo, los carlistas lograron el acta para Víctor Pradera, recién ingresado por entonces en el Cuerpo de Ingenieros de Caminos. Iba a cumplir los veintiséis años. Era el benjamín de la minoría carlista, presidida por don Matías Barrio y Mier, castellano de Palencia y catedrático de la Universidad Central. Las Cortes se abrieron el 2 de junio, y el día 19 Pradera prometía el cargo, costumbre adoptada por los carlistas, a quienes no les era posible jurar fidelidad y obediencia a Alfonso XIII ni tampoco «guardar y hacer guardar la Constitución de la Monarquía española».
* * *
Componían los carlistas la minoría más exigua del Congreso, y a Pradera se le encomendó desde las primeras sesiones la misión de ser frecuente portavoz. Habló primero de temas económicos; semanas después se refirió, objetivamente, al empréstito ilegal realizado con el Banco Español Filipino por el ex capitán del archipiélago oceánico don Fernando Primo de Rivera.
Silvela, jefe del Gobierno, contendió dialécticamente con Pradera. Cuatro veces se levantó el escéptico presidente del Consejo para contestar al diputado carlista. En el Senado, el general don Fernando Primo de Rivera procuró defenderse. Quedó de relieve la falta de autorización expresa del Gobierno para contratar el empréstito. En los discursos praderianos se manifestaba un vigoroso polemista. Había aparecido un parlamentario de genio que lograba vivificar la presencia carlista, muy desvaída por el exilio de Vázquez de Mella, quien permaneció cinco años en Portugal, hasta 1903. A poco, el mes de noviembre, había de cruzar sus armas con Maura.
En la antología de los numerosos discursos praderianos, a raíz de su llegada al Congreso, surge alguna afirmación sustantiva para entender su futura obra: «Yo no he venido a hablar como diputado carlista, sino como diputado de la Nación, que viene a pedir cuentas al ministro de la Guerra para que el presupuesto de gracias y condecoraciones no se haga llegar a lo infinito.» Hombre de partido, sí, pero también magistrado de la Patria. «La revolución –decía el año 1900, en el Parlamento– es necesaria, es de todo punto imprescindible; mas para que esta revolución no sea un crimen de lesa patria, es preciso que tenga en cuenta las energías vitales del país. La revolución tiene que ser un revulsivo rápido y enérgico, pero en manera alguna puede ser una sangría suelta. Estas son las opiniones del partido carlista en cuanto a los hechos de fuerza. Los derechos que creemos tener nos los reservamos y siempre tendremos en cuenta estas ideas y estos sentimientos que os he expresado... Nosotros, de llegar a regir los destinos de la Patria, queremos que venga España viva a nuestros brazos; no queremos que nuestro abrazo con ella sea un abrazo de muerte.»
Le rodeaba una general estimación entre los parlamentarios, hombres, al fin, de oficio, que eran finos conocedores de la maestría y de la dignidad humana. Es curioso que entre aquellos figuraran, sobre todo, los políticos dinásticos liberales don José Canalejas y don Antonio Maura –que todavía no era conservador–, algún republicano, como don Gumersindo de Azcárate, y el fluctuante y donoso don [10] Francisco Romero Robledo, quizá el más experto de todos los parlamentarios.
El primer año del siglo empezó el invisible pero efectivo cerco de la personalidad praderiana por los que hubiesen deseado atraerle al redil dinástico. El desplazamiento fue sugerido con cierta cautela, pues no era hombre nuestro personaje al que pudiera requerírsele para la deslealtad. De las filas pidalinas, incorporadas a la Monarquía constitucional, salieron, tras el infructuoso cerco, diversas maniobras contra la Comunión. El Gobierno presidido por el general don Marcelo de Azcárraga intentó una maniobra anticarlista a cuenta de pintorescos e incruentos alborotos ocurridos en Cataluña, Jaén y Alicante. Se llegó a la suspensión de las garantías constitucionales. Había en el Gobierno ministros de la Unión Católica. Pradera, defendiendo sus ideales y su partido, trazó el perfil del partido de Pidal.
«Fueron ramas desgajadas del partido carlista las que vinieron a formar el partido de Unión Católica, y ¿sabéis por qué? No porque no gustasen de los principios carlistas, sino, sencillamente, porque no tenían la virtud de comer el pan de la emigración con el partido carlista. No he de negar que, además, entraron a formar parte de él elementos con verdadero entusiasmo y de buena fe que querían realizar la obra de unir a todos los católicos en el terreno político, lo cual es un absurdo. Pero el origen del partido Unión Católica fue ése y no otro. Quiso hermanar, como era natural, ideas del partido carlista con ideas del partido liberal para establecer de esa manera una especie de puente por el que pasaran tranquilamente todos los carlistas al campo de la dinastía. ¿Y qué sucedió? Pues que no pudo ser, y aquel partido de Unión Católica vino a confundirse con el partido conservador y nosotros nos quedamos fuera. Pero ocurrió que los elementos que pasaron al partido conservador traían como recuerdo algunas de las ideas que tuvieron en tiempo en que formaban en las filas carlistas; pero este recuerdo fue debilitándose, y esas ideas vinieron a tomar proporciones monstruosas y fueron verdaderas aberraciones, y así tenéis que conforme nosotros defendemos con energía y vigor el principio de autoridad, ese principio fue degenerando poco a poco en los elementos disgregados del partido carlista hasta convertirse en verdadero despotismo, y enfrente de la idea que nosotros tenemos de lo que deben ser las relaciones de la Iglesia y el Estado, vinieron a establecer ideas, especiales que eran una mezcla de escepticismo en la vida pública y de religiosidad en la vida privada que, como es natural, repugnaban estar juntas.»
* * *
El diputado por Tolosa, estudiante libre de Derecho, realizaba, mientras fue diputado a Cortes, su ambición de obtener el título de abogado.
En una capilla del barrio de Ategorrieta, en San Sebastián, casó por entonces Víctor Pradera con la señorita María Ortega, de cuna donostiarra. Sus hijos fueron doña María Victoria, doña Blanca –cuya vocación la llevó a profesar en las religiosas del Sagrado Corazón, y murió a poco de cumplir su fervoroso deseo–, don Javier y don Juan José, los cuales siguieron la carrera de Leyes.
Disueltas las Cortes de 1899 por un Gobierno, Sagasta, fueron convocadas elecciones para el mes de mayo de 1901. En aquellas Cortes iban a manifestarse ideas, y personas que tendrían indudable gravidez en la vida nacional. Serían planteadas las aspiraciones autonomistas de [11] Cataluña, contenidas en las Bases de Manresa, y de las que fueron adalides cuatro diputados por Barcelona. A la vez surgía en esta ciudad, vencedor en las elecciones, Alejandro Lerroux, con su Fraternidad Republicana. Iba a revelarse un orador, de filiación republicana, Melquíades Álvarez y González-Posada, destinado a ejercer poderosa influencia en los Parlamentos de la Monarquía. Gracias al triunfo electoral del catalanismo, aparecía la «Lliga Regionalista», en la que Francisco Cambó no era aún sino distinguido amanuense de Prat de la Riba.
En Vizcaya, Sabino de Arana había logrado conquistar el acta de diputado provincial, y en el Municipio bilbaíno tenían asiento cinco concejales nacionalistas. Empero Guipúzcoa se mantenía indemne, y la lucha electoral se desarrollaba entre los dinásticos y los carlistas. Tuvo Pradera en el distrito de Tolosa un antagonista alfonsino. Otra vez se apelo a los medios impuros para arrebatar el acta al carlismo. Pero se había producido –y el mismo Pradera lo declaró en el Congreso– un fenómeno de curiosa adhesión de los tolosarras a su diputado. Los liberales sinceros del distrito le habían votado en 1899 y volvieron a votarle en 1901, convencidos de que los intereses provinciales serían defendidos con ahínco y probidad. Muchas veces, en el curso de su vida, encontró Víctor Pradera la aquiescencia y aun el entusiasmo, que partían de individuos y colectividades apartados de las concepciones vitales y políticas del carlismo. También Zumalacárregui, faccioso, según la terminología de los isabelinos, halló profunda estimación a su genio militar en los mismos que eran sus adversarios.
Otra vez diputado, Pradera asistió al nacimiento de la ofensiva anticlerical de los liberales dinásticos, de la que eran cabezas y capitanes Segismundo Moret, Alfonso González, el conde de Romanones y José Canalejas. Alfonso XIII juraba la Constitución el 17 de mayo de 1902, y Sagasta moría el mes de enero de 1903.
La personalidad praderiana se ensanchaba con sus primeros trabajos de escritor y periodista. Tenía una extraordinaria curiosidad científica, y a los treinta años era, más que un polígrafo, verdadero politécnico por sus carreras, que ejercía de consuno, y su especialización en la Historia, la Filosofía y la Economía. Se acogía a la pluma con más entusiasmo que al menester parlamentario. Había nacido orador, pero la esterilidad casi absoluta del esfuerzo parlamentario le llenaba el alma de inquietud y desasosiego. Convenía al Carlismo poseer una minoría en las Cortes para fines de defensa, ataque y conservación. Pradera podía escribir artículos periodísticos que hubiesen acarreada a un ciudadano, sin investidura procesos y probables condenas: jueces y fiscales eran harto diligentes y celosos ante las alusiones a la dinastía llamada usurpadora y las críticas a los prohombres del Régimen. Existían, además, las necesidades vitales de los distritos que votaban al carlismo, las cuales debían ser amparadas: la política era también administración. Era posible asimismo hacerse oír desde el centro de España en las graves coyunturas nacionales.
Mas todo ello tenía en ocasiones precio muy elevado. Un carlista, historiador del carlismo, ha escrito, después de la guerra de 1936:
«Y así se llegó al siglo XX. El partido iba a entrar de lleno en el terreno de la lucha legal: elecciones y mítines, componendas y pasteles, chaqueteo y uniones circunstanciales.
En resumen, impureza política. No es [12] que los delegados quisieran todo esto; ni don Matías Barrio y Mier, ni su sucesor, don Bartolmé Feliú, otro catedrático, éste de Física, bellísima persona, pero de menos prestigio, nombradía y sabor carlista que aquél, lo deseaba. Los jefes no eran los propulsores de tal táctica, pero, sin embargo, la toleraban en todas partes, especialmente allí donde se contaba con votos para ultimar combinaciones electorales. Tal diputado salía sin oposición, pero era a base de arrebatarle el acta a tal otro que contaba con gran apoyo en su distrito; éste se unía con los demócratas para vencer a un conservador pío, y a veces a un integrista; en ocasiones la unión era con republicanos para aplastar a un candidato de extrema derecha... De todo esto hubo mucho. Así, el partido fue perdiendo pureza, ímpetu, brío...» (1. Román Oyarzun: Historia del Carlismo. Editora Nacional. Madrid, 1945.)
La política de la Restauración, que, por desdicha, fue estableciendo maneras de profesionalidad, impregnaba gran parte te la vida del país. Escalafones, mesnadas, taifas, caudillismos minúsculos, convenían en el Parlamento y le daban la traza de una banderiza lucha medieval. Al modo de las parcialidades que ensangrentaron la Edad Media, singularmente en Navarra y las Vascongadas, las fuerzas estaban mandadas por capitanes profesionales, sombríos condotieros, que ahogaban con la fuerza el juego espontáneo de las aspiraciones españolas. Todos los partidos perdieron su armazón formal, que era un liviano y frágil retablo, al sobrevenir el golpe de Estado de 1923, en cuya fecha desaparecieron. Ninguno de ellos subsistió.
Perduraron, sí, determinadas ideas esenciales, mas la planta de los viejos partidos españoles, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, fue radicalmente modificada el año 1931. Los republicanos, los socialistas, los carlistas, los monárquicos liberales y los autoritarios pudieron entonces argüir cuerpos de doctrina que correspondían sin duda a sus orígenes; pero los modos, las trayectorias y cuanto correspondía a su esencial actividad, fueron distintos a los que habían prevalecido hasta el año 1923.
Sentíase Pradera decepcionado, porque era, en el fondo de su ánimo, un moralista. A la nueva convocatoria de elecciones para el mes de abril de 1903, suscrita por el Gobierno Silvela-Maura –las anteriores Cortes no habían vivido más que año y medio–, los dirigentes carlistas de Guipúzcoa convocaron a Víctor Pradera.
—No habrá otro remedio que emplear dinero en las elecciones. No vamos a comprar votos, pero hay que realizar desembolsos. Los adversarios redoblarán en esta ocasión sus esfuerzos por vencernos...
—Yo doy –replicó Pradera– mi nombre, mi trabajo, mi esfuerzo, todo mi ser, para una labor política carlista. Moralmente, yo no puedo aportar dinero para salir diputado. Saben ustedes perfectamente que no soy avaro ni hay nada que me duela si ha de ser empleado en el servicio de nuestros ideales.
No fue diputado, y el carlismo sólo obtuvo siete actas, entre ellas la de don Juan Vázquez de Mella –«mi maestro», decía Pradera– por Estella, ciudadela de la Comunión. Las elecciones fueron sangrientas, pero en cuanto a la conducta del Poder público, representado por Maura en el Ministerio de la Gobernación, no tuvieron la intensa y consuetudinaria coacción oficial. Los republicanos habían conquistado las mayorías en Madrid, Barcelona y Valencia y un total de treinta y [13] cuatro actas. La mayoría parlamentaria obtenida por Silvela y Maura sólo rebasaba en cincuenta y siete votos a las oposiciones.
* * *
Permaneció don Víctor Pradera quince años ausente del Parlamento. Murió –1909– Carlos VII, al que sucedió, en la conciencia de los legitimistas, su hijo don Jaime. Antes de que ocurriese la muerte del duque de Madrid, el carlismo catalán, muy numeroso y ahincado, participó en el bloque de la Solidaridad Catalana, pacto de la Lliga Regionalista, los republicanos federales y de otros matices –con la exclusión de Lerroux–, muchos dinásticos liberales y conservadores, los nacionalistas catalanes –de sentimiento republicano– y los integristas. Ese bloque pretendía la derogación de la ley de Jurisdicciones y la concesión de autonomía a Cataluña. Surgió la Solidaridad Catalana en 1907, y era propósito de sus inspiradores extender la fórmula de ese pacto electoral a Navarra y las Vascongadas. Don Manuel Llansá, duque de Solferino y jefe de la Comunión en Cataluña, había sido uno de los más entusiastas paladines del intento.
Se deshizo la Solidaridad Catalana, según había profetizado el catedrático don Enrique Gil y Robles. Su jefe parlamentario, el ex Presidente de la República, don Nicolás Salmerón –fallecido en 1908–, llegó a ver, en el transcurso de pocos meses, que la alianza electoral no podía mantenerse en el Parlamento.
La posición praderiana ante el regionalismo había sido expuesta en el Congreso de los Diputados el año 1899:
«Regionalismo no es separatismo... Se cree que la Patria se ha defendido siempre uniéndose todas las provincias en una sola idea: el principio de la libertad... Yo he visto cómo se han formado esas provincias, cómo se han unido, y que al unirse no lo hacían sólo en virtud del principio de la libertad, sino por un principio mayor: el de la fe unido a la libertad, habiendo llegado por la fe todas las provincias a constituir la Nación. El separatismo, o sea la independencia, no lo admitimos nosotros; al contrario, queremos la unidad de la Patria, respetando los derechos que corresponden a todas las provincias, no solamente para las nuestras, sino para las de toda España.
El régimen nacionalista que defendemos nosotros no es la muerte de la Patria, es todo lo contrario: es el mantenimiento de los derechos, para que todos los derechos regionales subsistan en una unidad, que es la unidad de Patria; y así como los derechos individuales, que se han defendido siempre, subsisten en medio del Estado, y el Estado, dentro del orden público, establece el respeto a esos derechos individuales, así también en el orden general de la Nación tiene que guardarse siempre respeto a esos derechos que, por su esencia, tienen las regiones, los municipios y los pueblos.»
Era consecuente Pradera con el tácito fuerismo postulado por el infante Don Carlos al tomar el nombre de Carlos V. Las tropas y las guerrillas del carlismo en las Vascongadas y Navarra, habíanse levantado para defender la ley sálica, y también para impedir que los fueros desaparecieran por obra de la tendencia unificadora del Partido Liberal. Desde la Constitución del año 1812, el liberalismo español ha sido tenazmente unificador. Más tarde, en 1872, empezada la segunda guerra civil, Carlos VII devolvió sus fueros a los catalanes. «Como los años no transcurren en vano, os llamaré, y de común acuerdo podremos adaptarnos a las [14] exigencias de nuestros tiempos. Y España sabrá una vez más que en la bandera donde está escrito Dios, Patria y Rey están escritas todas las legítimas libertades.»
A contar de entonces, el trilema fue aumentado en las provincias en que subsistía alguna forma de régimen foral: Vasconadas y Navarra, y en otras donde subsistía un Derecho civil anterior al Código unificador. Apareció el «Dios, Patria, Fueros y Rey», que en otros lugares alteró el orden de colocación de los conceptos: «Dios, Patria, Rey y Fueros».
Los quince años que duró la ausencia de Pradera del Congreso de los Diputados fueron fecundos para su obra de político y moralista. Si le faltaba el escaño parlamentario, disponía, en cambio, de las tribunas públicas en círculos, ateneos, frontones y teatros, ámbitos en los que el nombre de nuestro personaje, reunió con frecuencia a las muchedumbres. Las distinciones que estableció Charles Maurras entre el país real y el país legal, referidas al pueblo francés, podían ser aplicadas a España. Entre 1909 y 1923 surgieron críticas situaciones nacionales, en las que se acusó a los Parlamentos de ser ingobernables. Quizá los movimientos inciertos y las conductas a veces caóticas que surgían en las Cortes provenían de esa separación entre lo real y lo legal, harto conocida por los jefes de la política dinástica.
En el ámbito vasconavarro tenía Pradera vasta autoridad y popularidad. Y su obra fue más importante para mantener los ideales legitimistas, ejerciéndose en contacto con las multitudes, de lo que hubiera sido en el Congreso. La ininterrumpida presencia de Vázquez de Mella, orador fecundo y prodigioso en las Cortes, aseguraba la continuidad del verbo carlista, la perenne resonancia de la ideología.
Los tres lustros, cuyo término coincidió con la plenitud vital de Pradera, fueron además fecundos para su obra de historiador e ideólogo. Los libros en que recogió su pensamiento y sus investigaciones históricas fueron la cosecha de una madurez atenta y vigilante, comprendida entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Fernando el Católico y los falsarios de la Historia, Dios vuelve y los dioses se van, Modernas orientaciones de Economía política, derivadas de viejos principios y el Estado nuevo, que es, ideológicamente, su obra fundamental, componen, con otros libros que respondieron a coyunturas políticas nacionales, un gran legado a las generaciones españolas. El pensador se había emancipado de la servidumbre parlamentaria...
http://www.filosofia.org/mon/tem/es0037.htm
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