"Opongo un rey a todos los pasados; propongo un rey a todos los venideros: don Fernando el católico, aquel gran maestro del arte de reinar, el oráculo mayor de la Razón de Estado".
Baltasar Gracián "El Políitico"
“Cuando se dice que el aragonés es poco pagado de sí mismo, se afirma una gran verdad; y si añadimos que el aragonés espera siempre de la justicia, duplicaremos la verdad.
Traigo a cuento estos que bien pudiera llamar aforismos, refiriéndome a lo que acontece con nuestro y de toda España rey Don Fernando de Aragón, por honroso adjetivo “el Católico”, digno consorte en todo de la reina de Castilla y de España Doña Isabel.
Está nuestro Fernando en la penumbra, en segundo plano, como ahora se dice; permanece en las historias en un denigrante papel de segundón de la primera Monarquía española, con sola una fama de atrabiliario, perverso e inconsecuente, que ha llegado hasta hacerle héroe de “El Príncipe” de Maquiavelo, cuando la verdad es que el ídolo del famoso secretario florentino fue el renegado César Borja, a quien Fernando de Aragón odió con motivo por sus crímenes y maldades.
Un día es Walsh, y otro César Silió, en sendas apologías de Isabel la Católica, poco gallarda para don Fernando, como dictadas por la pasión, que no es buena consejera. Pero no nos extrañemos demasiado, porque un aragonés de quilates, Joaquín Costa, en su elogio de la Reina Isabel como tutelar del pueblo español, da de lado a su egregio conterráneo don Fernando, terminándolo con el obcecado juicio del norteamericano Prescott, que discierne para Isabel solamente a la gloria de dar orden social, civilización y poderío a la Nación, infundiendo un principio de nueva vida en un Estado que se desplomaba con prematura decrepitud.
Mas consolémonos de tales desviaciones, recordando que cuando Felipe II pasaba frente al retrato de su bisabuelo don Fernando, solía hacerle reverencia o cortesía y exclamaba: “A éste lo debemos todo”. La frase, recogida por Baltasar Gracián, el denodado panegirista de nuestro Monarca, es exacta y reviste el interés de juicio autorizado de quien, menos distante que nosotros del periodo histórico de la unidad nacional en el triple orden político, religioso y social, no dijo que todo se debía a su padre el Emperador, o a su abuelo o a su abuela Doña Juana, sino que llevó el atavismo hasta aquel Soberano singular, el más grande de su tiempo y uno de los sobresalientes de la Historia universal.
En efecto: él echó los cimientos del Imperio que a poco brilló con fulgores de hispanidad en su doble trayectoria de expansión y defensa del Catolicismo, en misión guerrera y misional, de teólogos, apóstoles y milicianos de la Compañía de Jesús, y de apertura de mares y continentes a la civilización del orbe. Don Fernando situó las piezas de ajedrez en forma que ganaran la partida, como la ganaron Carlos y Felipe, sangre de su sangre y genio de su genio, que no del tornadizo y vacío Felipe el Hermoso, cuya única habilidad fue la de volver loca de amor y de celos a la pobre Doña Juana. Todo lo que aconteció en los reinados del César y del Prudente fue consecuencia de la política planteada con visión amplia, europea, de estadista insigne, amante de España hasta el delirio, por el Rey Católico.
Como guerrero, como político, como diplomático, como gobernante de fibra y tesón que pudo ya llamar españoles a sus vasallos peninsulares y llegó el primero a comprender el problema de los dominios americanos y el de África -los dos nortes de la Nación- su figura de descuella y se agiganta si de buena fe se quiere estudiarla sin el prejuicio de un “isabelismo” exclusivista y demasiado romántico. Quédense para los extranjeros -franceses ingleses, que con entrambas naciones tuvo que ver nuestro Rey- el dicterio o el olvido, pero los españoles no debemos entrar en otro huerto cerrado que el de la imparcialidad para estudiar al Rey Católico, al preclaro aragonés que tuvo la arriesgada debilidad de soñar con una España una grande y libre y por ello midió sus armas y su perspicacia con media Europa. Una de sus manías -y con ella se fue al sepulcro- fue que su nieto Carlos viniese de Flandes a España para educarse “a la española”, para hablar el idioma español, para conocer el carácter, los usos y costumbres de los que habrían de ser sus súbditos. Españolismo puro.
Cuando, empujado por las ingratitudes y por las conjuras de su yerno, Don Fernando se decidió a marchar a Nápoles, dando por terminada su Regencia, escribió unas palabras magistrales. Él podía hacer otra cosa, pues no carecía de medios para encender la guerra civil; “pero -decía- siempre fue mi fin hacer lo que he hecho, y posponer mi particular interés por el bien y paz del Reino y por sostener en paz esta heredad que yo, después de Dios, he hecho con mis manos; la cual, si yo tomara otro camino, fuera destrozada para siempre”.
“Heredad de Castilla que había hecho con sus manos…”. Gran verdad, frase que expresaba fielmente la realidad y síntesis exacta de una labor abnegada y acertada de treinta años. Él hacía lo que tenía acordado: entregar el Reino a sus hijos en paz y prosperidad. En la entrevista con Felipe el Hermoso se presenta con modestia, frente al empaque ridículo y al alarde de su yerno, y le da consejos de padre para el gobierno de Castilla, en los barbechos de la alquería de Remesal, un día tibio de tardía primavera.
No se va de Castilla rencoroso ni despechado. Al dejar el gobierno, otorga mercedes a los más decididos partidarios de su yerno, que es decir a sus encarnizados enemigos. Por las áridas llanuras castellanas marcha en derechura a sus dominios aragoneses el arquitecto de la Monarquía española. Los magnates díscolos le cierran las puertas de su señoríos como a un apestado, pero Don Fernando no se altera ni se queja. Diríase que adivina el porvenir.
Antes de llegar a Nápoles, fallece Felipe el Hermoso, pero Don Fernando no interrumpe su expedición. Dará tiempo al tiempo. A poco, se suceden las llamadas de Castilla hasta hacerse apremiantes. Solamente Don Fernando es capaz de atajar aquel desbarajuste. Es el Regente deseado. Y regresa a España digno, sereno, sin odio alguno. Pone paz y orden y realiza su segunda etapa de Regencia, prodigio de tacto y plenitud.
Cuando Dios dispuso se llevó al Rey en Madrigalejo. Y camino de Granada fueron sus despojos para unirse a los de Isabel en la Capilla Real. (…)
Aragón lo dio todo por la unidad nacional, y Aragón fue el varón en la regia coyunda. Y Aragón tiene derecho a que la verdad no se falsee o se silencie -dos pecados muy parecidos-en lo que atañe al Monarca que nació en su suelo, bajo auspicios faustos y presagios de luceros. No desviemos las cosas y no se pretenda desbaratar el mote igualitario que los dos Monarcas se dieron. Isabel y Fernando: digno el uno del otro.
La caballerosidad, circunspección y prudencia de Fernando y el cariño y la admiración que le profesaba Isabel, mantuvieron el equilibrio y evitaron los rivalidades que temió el cronista Alonso de Palencia.
Por eso, el símbolo más cabal de los Reyes Católicos, es decir, la expresión plástica del “Tanto Monta” es el medallón que hay sobre la doble puerta de arcos carpanales y pilar común de la vieja Universidad de Salamanca. Esa fachada, que es como un lindo retablo plateresco, fue concluida en 1529. Pues bien: en el medallón aludido figuran los bustos de Fernando e Isabel con las galas regias, y entrambos reyes asen “un solo cetro” enhiesto y triunfal, la mano de Fernando más arriba que la de su esposa. Encima, Yugo y Flechas. La inscripción que rodea también es significativa. La Universidad a los Reyes y los Reyes a la Universidad. Toda la traza prestante y vigorosa. (…)
Esa es la verdad y la justicia tal como la sintieron aquellos hombres del siglo XVI, que aún recordaban las virtudes de los egregios artífices de la España Imperial. ¿Por qué no imitarles en las horas actuales de evocación tradicional? (…)
Ricardo DEL ARCO
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