EL REGIONALISMO EN TIERRAS DE LEÓN,
CASTILLA Y TOLEDO
La gobernación de España desde la Restauración tuvo firme asiento en una oligarquía política dirigente (ministros, senadores, diputados, gobernadores civiles, directores de periódicos) organizada en dos grandes partidos - el conservador y el liberal, divididos en grupos y subgrupos provinciales, comarcales y locales - que se turnaban en el poder según las circunstancias. El «político» de prestigio en Madrid, cerca del poder central; los caciques de rangos menores en las provincias, comarcas y municipios, dueños de las diputaciones provinciales y los ayuntamientos; y los gobernadores civiles en la capital de cada provincia como enlaces entre éstos y aquéllos. Tales eran las piezas fundamentales del sistema, dice J. M. Jover (49). En algunas provincias mantenían su poder los caciques a lo largo de decenios, tal el caso de los Gamazo, Abilio Calderón, Santiago Alba y Antonio Royo Villanova en la meseta leonesa. Estos grupos, que con la denominación de agrarios defendían los intereses de la oligarquía cerealista, fueron los promotores de un autodenominado «regionalismo castellano» defensor de los intereses de la burguesía harinera y agraria de la zona de Valladolid y la Tierra de Campos (26). En tomo a esta poderosa burguesía agraria, que se había beneficiado del proceso desamortizador dice un historiador vallisoletano -, «se gestó en la segunda mitad del siglo xix una conciencia regional castellana que tuvo por portavoz al periódico El Norte de Castilla, que como defensor de los intereses de la burguesía conservadora de la zona cerealista realizó una labor muy efectiva para la creación de una «conciencia económica regional». El primer objetivo concreto de esta oligarquía era conseguir medidas proteccionistas para los trigos de esta zona, dice J. Valdeón, empleando la expresión cuenca del Duero (50), muy utilizada por los intelectuales de la extensa comarca de Campos, para referirse a Castilla, especialmente por R. Macías Picavea y por J. Senador. En la lectura de estos autores, donde uno encuentre «Castilla» debe leer, pues, «cuenca del Duero, dejando fuera de su pensamiento todas las tierras castellanas de la vertiente cantábrica, y de las cuencas del Alto Ebro, el Alto Tajo y el Alto Júcar. Macías Picavea no concebía territorio castellano fuera del entorno de la meseta del Duero.
Los actuales historiadores de este regionalismo usan indistintamente las expresiones «regionalismo castellano» o «regionalismo castellanoleonés», según tengan en mente a León como anejo a una entidad principal o prescindan decididamente de él como algo definitivamente eliminado. Durante el siglo xix y hasta 1931 solía decirse Castilla y castellano; después, por respeto formal a los leoneses, comenzó a decirse Castilla y León y castellano-leoneses.
En uno de sus aspectos políticos más destacados, este regionalismo se manifestó desde su nacimiento fuertemente anticatalán. Sus portavoces se definían como defensores de «un nacionalismo españolista», un «regionalismo sano», aludiendo a los regionalistas catalanes como partidarios de un regionalismo destructor, separatista y antiespañol. A diferencia de los regionalistas catalanes, vascos y gallegos, estos «regionalistas castellanos» se oponían a la autonomía de cualquier región, aunque admitían la descentralización de municipios y provincias en el ámbito administrativo. Ya Unamuno había dicho, en sus singulares comentarios, que el «castellanismo» era mera negativa, simple anticatalanismo (5 1).
Destacado vocero del anticatalanismo en Valladolid fue Antonio Royo Villanova -ya mencionado-, aragonés arraigado en tierra del Pisuerga que fue diputado, senador y director de El Norte de Castilla. Royo Villanova llegó a ser fervoroso «castellanista» a partir de su anticatalanismo radical. Las manifestaciones más exaltadas de su nacionalismo unitario las hará años después, en las Cortes de la 11 República, al discutirse el Estatuto de Cataluña (5 1).
A la burguesía harinera el catalanismo le sirvió de argumento para provocar la reacción anticatalanista. Cuando en 1918 la Mancomunidad de Cataluña comenzó a ejercer sus funciones, representantes de las diputaciones leonesas y castellanas redactaron un documento dirigido al Gobierno (se le llamó el «Mensaje de Castilla») y acudieron al Rey con una declaración de principios y unas conclusiones. El Norte de Castilla comentó ampliamente el hecho bajo un titular que decía: «Ante el problema presentado por el nacionalismo catalán, Castilla afirma la nación española». El combate por parte de los «agrarios castellanos» estaba, pues, políticamente planteado: frente al comienzo de una autonomía en Cataluña, «Castilla» defiende la unidad española oponiéndose a que ninguna región obtuviese cualquier grado de autonomía. Y con esta bandera iniciaron una campaña nacional de agitación. Éste fue el primer documento colectivo de carácter regional emanado de este llamado regionalismo sano.
Los intereses «regionales» que el grupo encabezado por Alba defendía a comienzos de siglo en El Norte de Castilla -adquirido por el cacique zamorano en 1893 y dirigido entonces por Royo Villanova- y la orientación política que por aquellos días tenía el diario vallisoletano los examina Julio Arostegui en su estudio crítico sobre las agitaciones de los obreros agrícolas que se extendieron por la llanura leonesa del Duero en 1904.
Comienzos del siglo xx fue tiempo de crisis para la agricultura cerealista en España. La situación de los colonos modestos era tal que apenas si podían sobrevivir. La de los braceros o proletarios del campo, con los salarios congelados, aún era más angustiosa. Zona neurálgica de conflictos sociales agrarios en 1904 era la Tierra de Campos, en las provincias leonesas de Palencia, Valladolid, Zamora y León, donde hubo grandes huelgas protagonizadas por la multitud de braceros que moraban en estas tierras y trabajaban en explotaciones agrícolas insuficientemente desarrolladas, con técnicas atrasadas, cuyos dueños o arrendatarios estaban acostumbrados a obtener beneficios a base de salarios bajos y protecciones arancelarias. La condición de los braceros resultaba aún más lamentable si se tenía en cuenta que pocos de ellos tenían trabajo todo el año. El gobierno procuró que la prensa de la región guardara discreto silencio sobre los acontecimientos. El Norte de Castilla era el diario de la región más influyente en la opinión pública del país, empresa editorial que, con bandera «castellanista» y anticatalanista, defendía entonces los intereses de los terratenientes, negociantes y políticos cerealistas. Ocultar el fondo social del problema, eludir el análisis de sus causas profundas y manipular la información con argumentos ideológicos, era la táctica del periódico para defender los intereses de las oligarquías dominantes en la región -dice Arostegui- (52).
Tras la proclamación de la Il República en 1931, la oposición «castellana» al Estatuto de Cataluña, primero en ser discutido por las Cortes, tuvo su más fogoso vocero en Royo Villanova, entonces diputado «agrario» por Valladolid.
Los regionalistas castellano-leoneses - en lo sucesivo se llamarán oficialmente así, aunque el gentilicio se reducirá generalmente a castellanos -, hasta entonces enemigos de toda autonomía, pasan a ser adalides de la autonomía de la región castellano-leonesa, cuyo estatuto comienzan a preparar rápidamente con el propósito de que el gobierno de la futura nueva región estuviera en sus manos si la regionalización de España llegara a ser una realidad.
La sublevación militar puso fin a estos nuevos planes en el verano de 1936; y la burguesía agraria y terrateniente encontró acomodo en el régimen franquista, aprovechando el gobierno dictatorial y la demagogia falangista para proteger sus intereses y aumentar su influencia. La Castilla del primer franquismo fue políticamente, en su retórica, la Gran Castilla de Onésimo Redondo con amplia base en la cuenca del Duero y capital en Valladolid.
Especial interés para León y para Castilla tuvo el grupo jonsista, encabezado por Ramiro de Ledesma (zamorano de tierras sayaguesas) y Onésimo Redondo (de un pueblo vallisoletano). Ateniéndose a la confusión general en el uso de los gentilicios, los historiadores suelen señalar la condición «castellana» de ambos líderes. Onésimo Redondo ha pasado a la historia del falangismo como «Caudillo de Castilla» por antonomasia (53).
El falangismo vallisoletano no tuvo los mismos orígenes que el fundado en Madrid por José Antonio Primo de Rivera. Onésimo Redondo fue el creador de la llamada Junta Castellana de Actuación Hispánica, que en su primer manifiesto se dirigía a los «castellanos» y definía su región como el conjunto de las provincas de Castilla y de León. Esta Junta nació en agosto de 1931, casi a la vez que Rainiro Ledesma creaba las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), a las que el grupo de Redondo se unió en octubre del mismo año, mucho antes de que José Antonio Primo de Rivera fundara Falange Española, en octubre de 1933. Onésimo Redondo se manifestaba fogosamente contra los regionalismos y, dirigiéndose a sus jóvenes seguidores, les arengaba: «¡Jóvenes castellanos. Hombres de Castilla y León. Aferraos a vuestra eterna y justa demanda de la España una e imperial!» (54).
El movimiento que propugnaba para Valladolid la capital de Castilla no fue creación de la Junta de Onésimo Redondo, ni de las JONS de Ramiro Ledesma, ni de la Falange de José Antonio Primo de Rivera. El falangismo vallisoletano dice penetrantemente Dionisio Ridruejo- era una variante más radical, más antiliberal y más tradicionalista del agrarismo castellano-leonés (55).
A pesar de que en todas las actividades del regionalismo castellanoleonés vinculado al anticatalanismo y a la defensa de los intereses de la burguesía agraria figuraba la provincia de León al lado de las demás leonesas y de muchas de las castellanas (las de las cuencas del Tajo y el Júcar no), siempre se mantuvo en tierras de León un regionalismo de raíz histórica y cultural y un sentimiento colectivo leonés.
A partir de comienzos de siglo se efectuaron manifestaciones culturales leonesas con ocasión del centenario del Padre Isla y del IX centenario de los Fueros de León, en torno al Pendón Real de León o con otros motivos, y se hicieron publicaciones sobre temas leoneses o de autores leoneses.
El mismo Azcárate, un hombre de amplio espíritu liberal que luchó tenazmente contra el cerrilismo caciquil de su época, mostró siempre gran interés y comprensión por la cuestión de los regionalismos. Frente a los anticatalanistas y los antivasquistas, don Gumersindo creía conveniente organizar España en grandes regiones, comenzando por Cataluña, las Provincias Vascongadas y Galicia, que tenían mayor conciencia política regional, pues veía en el centralismo unitario un riesgo para el porvenir nacional. Consideraba a Castilla como una amplia región que comprendía todas las provincias castellanas y leonesas, pero dentro de ella estimó que su tierra leonesa, por la que siempre sintió gran cariño, tenía propia personalidad. Se consideraba castellano en sentido lato; y leonés dentro de ese ámbito mayor. Soy castellano -decía- puesto que soy leonés, y el reino de León es hermano del de Castilla. Aceptaba la unión fratemal de estos dos países, pero en el respeto de la personal¡dad de cada uno. Por eso, al referirse a los leoneses y los castellanos en relación con los regionalismos expresaba así su opinión: «El escudo de España luce, en lugar preeminente, el león al lado del castillo» (es decir, un hermano al lado del otro). Es de recordar que en la época de Azcárate no se tenían los conocimientos que actualmente se tienen del pasado nacional de España.
El regionalismo creado en Valladolid en tomo a los intereses económicos de los sectores dominantes en la comarca comenzó llamándose castellano, denominación que después cambió por la de castellano-leonés (aunque suele prescindir del segundo componente). Ambos nombres resultan inadecuados: el primero porque no menciona, como si no existiera, la región leonesa; el segundo porque el territorio que abarca no incluye gran parte de Castilla.
En el capítulo anterior informamos brevemente de las primeras manifestaciones de un regionalismo castellano basado en la recuperación de la memoria histórica y la conciencia colectiva, así como en el amor al país y a su cultura de los auténticos castellanos.
Lo que aquel boticario soriano, ante la para él lamentable decadencia de Castilla, proponía en Almazán en 1896 era, entre otras cosas más omenos atinadas, una división polftico-administrativa de España a la española, es decir, de acuerdo con sus antiguos reinos o regiones tradicionales (nacionalidades o regiones históricas en el lenguaje actual), que sustituyera a la afrancesada del Estado centralista.
El primer regionalismo castellano propiamente dicho no defendía intereses materiales de clase social alguna, ni trataba de echar la culpa de los males de su país a Cataluña ni a ninguna otra región de España. Se dirigía en sus actuaciones a todos los castellanos, labradores y no labradores, habitantes de los campos y de las ciudades, monárquicos y republicanos, católicos y no creyentes, acaudalados y proletarios. Los propósitos que le animaban eran ideales, sin relación alguna con empresas lucrativas. Algunos lo han calificado de ingenuo.
En 1918 se publicó en Segovia, patrocinado por la Sociedad Económica de Amigos del País, una obra titulada La cuestión regional de Castilla la Vieja, que tuvo gran repercusión en Castilla. Su autor, Luis Carretero y Nieva, que conocía lo escrito por Elías Romera, era hombre de formación muy diferente. Nacido en Segovia, había cursado la carrera de ciencas en Zaragoza y la de ingeniero industrial en Barcelona, donde se compenetró con el republicanismo federal. Había viajado por el extranjero y conocía bien Castilla, especialmente su tierra segoviana. Había residido, como funcionario del Estado, en Galicia, Logroño y Jaén. En el ambiente donde nació y pasó su infancia se había familiarizado con la geografía y la historia de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia, tema por el que siempre sintió especial cariño. En 1919 su profesión le había llevado a León, ciudad en la que vivió con su familia hasta 1933, año en que se trasladó definitivamente a Madrid. Tenía, pues, motivos y condiciones para estudiar el asunto que trataba.
En este libro el autor explica su concepción geográfica de Castilla y lo que la historia del país ha sido; combate el falso tópico de la inmensa llanura castellana; se opone al confusionismo que engloba a León con Castilla la Vieja, y expone cómo a lo largo de la historia, en el desarrollo del Estado español, han ido desapareciendo las instituciones más típicamente castellanas. Señala la diversidad de las provincias y comarcas castellanas como una de las principales características de la región; y considera necesaria la creación de una Universidad de Castilla la Vieja que preste atención a la cultura regional, en lo que coincide con Elías Romera. Como conclusión, propone la constitución de la Mancomunidad de Castílla la Vieja con las provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila y un gobierno regional. Más adelante veremos cómo Carretero y Nieva amplía finalmente su visión de Castilla al incluir en ella, sin duda alguna, las provincias castellanas de las cuencas del Tajo y el Júcar.
Después de la publicación de este libro, su autor continuó realizando múltiples actividades en tomo al regionalismo castellano (artículos, conferencias, cursillos, libros), en España y en México, donde murió exiliado (56) (57).
Dada su desvinculación con cualquier clase de intereses de grupo (económicos o políticos), el regionalismo castellano no ha contado con más recursos que el desinteresado esfuerzo de sus defensores, no obstante lo cual la conciencia regionalista se extiende, con desigual intensidad, por todas las provincias de Castilla. En Segovia se ha mantenido un núcleo importante que vincula el amor a su tierra segoviana con el regionalismo castellano que concibe una moderna Castilla como mancomunidad de todas las provincias castellanas. En 1918 se funda el Centro de Estudios Regionales y Segovianos. En 1919 un grupo de intelectuales segovianos, al que se incorporó Antonio Machado, entonces profesor del Instituto, crea la Universidad Popular de Segovia (antecesora de la Academia de Historia y Arte de San Quirce). Forman parte de este grupo los más notables regionalistas segovianos. En el mismo año aparece el diario La Tierra de Segovia, de tendencia regionalista. En este periódico, el soriano José Tudela define el regionalismo castellano «como un resurgimiento espiritual y material de la región hacia una vida más libre y progresiva».
A raíz de la proclamación de la Il República, el Ayuntamiento de Segovia, mayoritariamente republicano, acordó por unanimidad apoyar la autonomía de Castilla la Vieja propuesta por el Ayuntamiento de Soria y rechazar la Mancomunidad de la Cuenca del Duero centrada en Valladolid. El grupo regionalista segoviano llevó a cabo una notable labor cultural en pro de una Castilla autónoma que comprendiera, además de las seis provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila, las castellanas de las cuencas del Tajo y el Júcar (58).
Por entonces y en el año siguiente, el escritor y profesor de filosofía Ignacio Carral realizó una intensa campaña de artículos y conferencias sobre la personalidad regional de Castilla y la necesidad de preparar su autonomía. Publicó en Burgos una serie de cinco artículos sobre el fracaso del unitarismo español, la geografía y la historia de la región castellana, y lo que Castilla debía hacer en aquellas circunstancias (59).
En la Universidad Popular segoviana, Carral dio una conferencia en la que rechazaba la división de Castilla en la Vieja y la Nueva, que dejaba el campo preparado para unir Castilla la Vieja a León y el resto de las tierras castellanas a La Mancha. «¡Y hacer desaparecer a Castilla del mapa de España!». (Augurios que si entonces algunos tomaron por desvaríos de intelectuales que no tenían sus pies en la tierra, fueron dura realidad cincuenta y dos años después) (58).
Al final de esta conferencia, Carral dio a conocer las bases para un Estatuto de autonomía del territorio segoviano, que con otros semejantes de las otras provincias castellanas pudieran integrar, progresivamente y de abajo a arriba, la región autónoma de Castilla (60) (61).
En los libros sobre el regionalismo en Castilla y en León (regionalismo castellano-leonés, generalmente abreviado como regionalismo castellano) apenas se encuentran menciones al regionalismo propiamente castellano, y las pocas que pueden hallarse suelen ser reducciones parcial y peyorativamente presentadas.
(47) J. Vicens Vives, Atlas de Historia de España, lámina LXVII y texto correspondiente, Barcelona, 1977.
(48) íd., ibíd., lámina XLII.
(49) José María Joyer, Introducción a la Historia de España (A. Ubieta, J. Reglá, J. M. Jover y C. Seco), Barcelona, 1965, pp. 626-627.
(50) Julio Valdeón, Aproximación a la historia de Castilla y León, Valladolid, 1982,
(51) EnriqueOrduñaElregionalism o en Castilla y León,Valiadolid,1986,p.114.
(52) Miseria y conciencia del campesino castellano, Introducción, notas y comentarios por Julio Arostegui, Narcea, S. A. Ediciones, Madrid, 1977, pp. 63, 65, 80, 253-257, 261-262.
(53) Onésimo Redondo. Caudillo de Castilla.
(54) EnriqueOrduña,ElregionalismoenCastillayLeón,pp.263-264.
(55) Celso Almuiña, Historia de Castilla y León. Tomo 10, Ámbito Ediciones, Valladolid, 1986, pp. 162-163.
(56) Regionalismo Castellano, IV, Segovia, 1982; número especial dedicado a la memoria de Luis Carretero Nieva.
(57) Manuel González Herrero, Memorial de Castilla, 2.1 ed., Segovia, 1983; el Cap.XIII está dedicado al pensamiento sobre Castilla de Luis Carretero Nieva.
(58) íd., ibíd., pp. 166-173.
(59) Diario de Burgos, 21 al 25demayo de 1931.
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