El falso mito de que los catalanes tenían prohibido comerciar en América
César Cervera
La falta de participación de los catalanes se debió a factores económicos y no a jurídicos a principios del descubrimiento. Progresivamente, los comerciantes aragoneses fueron desplazando sus intereses del Mediterráneo al Atlántico
ABC
Imagen de la Sevilla del siglo XVI, desde donde se controlaba el monopolio comercial de América
El reinado de los Reyes Católicos, con la consiguiente unión de las coronas de Aragón y Castilla y León, es señalado por el nacionalismo catalán como el origen de todos los males de Cataluña. Según apunta una guía turística que se distribuía hasta hace poco en Barcelona, la región fue «privada de oportunidades comerciales con América y se convirtió en una tierra empobrecida». Una versión victimista y manipulada de la historia, frente a la que el hispanista Henry Kamen dice «no saber si reír o llorar ante tanta insensatez» en su último libro «España y Cataluña: Historia de una pasión».
Bien es cierto que durante el siglo XV tuvo lugar un claro declive económico en la ciudad de Barcelona –enclave comercial de la Corona de Aragón y sus territorios en el Mediterráneo–, pero éste se produjo antes de la llegada de los Reyes Católicos. Entre 1462 y 1472, la ciudad de Valencia alcanzó un mayor desarrollo y superó por primera vez comercialmente a Barcelona. Fue una crisis pasajera motivada por razones demográficas y por epidemias, que no remitió definitivamente hasta el siglo XVII.
Al contrario, la unión dinástica de los Reyes Católicos inició un periodo de gran efervescencia económica con la asociación entre reinos hispánicos. Cataluña y toda la Corona de Aragón giraron definitivamente su vista hacía Castilla, que protagonizó un gran auge tras el Descubrimiento de América en 1492. Pronto, Castilla adquirió un papel preeminente en esta asociación, pero los datos refrendaban el porqué de su posición: la población castellana suponía el 80% de España y su territorio ocupaba tres cuartas partes del peninsular en el momento de la unión dinástica.
El falso mito de la prohibición sobre Aragón
Hasta 1520 muchos puertos españoles tenían libertad de comercio con el Caribe, incluidos los aragoneses, pero posteriormente se creó un monopolio estatal controlado desde Sevilla. El monopolio no fue un privilegio de Castilla frente a la Corona de Aragón, sino de un puerto de la península, Sevilla, elegido por sus condiciones geográficas y sustituido más adelante por el de Cádiz por los mismos motivos. Cientos de catalanes se desplazaron hacia estas ciudades, donde pudieron comerciar libremente desde 1524. Cabe mencionar que el monopolio nunca fue excesivamente restrictivo ni siquiera para los comerciantes ingleses, holandeses y franceses.
La Monarquía hispánica buscaba con esta medida el traslado seguro de la conocida como Flota de Indias y evitar que la dispersión en muchos puertos facilitara los ataques piratas. Así, entre 1540 y 1650 –periodo de mayor flujo en el transporte de oro y plata–, de los 11.000 buques que hicieron el recorrido América-España se perdieron 519 barcos, la mayoría por tormentas u otros motivos de índole natural. Solo 107 lo hicieron por ataques piratas, es decir, menos del 1 %, según los cálculos de Fernando Martínez Laínez en su libro «Tercios de España: Una infantería legendaria». Un daño mínimo que se explica por la gran efectividad de este sistema de convoys que encontraba su estación final en Sevilla.
El origen del mito sobre la exclusión de los catalanes en el comercio con América nace, posiblemente, de las cláusulas restrictivas incluidas en el testamento de Isabel la Católica que daban preferencia a los comerciantes castellanos en varios asuntos, puesto que la Reina consideraba que el descubrimiento y su explotación pertenecía solo a Castilla. Sin embargo, en los siguientes años, bajo el reinado de Fernando «el Católico, se revocó la mayoría de las limitaciones sobre los aragoneses. El historiador catalán Jaume Vicens Vives cita, como ejemplo del protagonismo creciente de los catalanes en esos años, el envío de franciscanos catalanes a América en 1508 o la expedición de Juan de Agramonte (Joan d’Agramunt) a Terranova.
Los comerciantes catalanes, no en vano, estaban poco interesados en América a principios del siglo XVI –lo que explica su escasa presencia–, ya que estaban ocupados tratando de recuperar su posición en los mercados tradicionales, es decir en el Mediterráneo y en Europa del norte. Asímismo, Fernando «el Católico», además de rebajar las limitaciones en América impuestas en el testamento de su esposa, otorgó total libertad a los catalanes para negociar con las plazas del norte de África en las Cortes de Montsó en 1511. Las cesiones en los mercados africanos, cuya conquista y defensa corría a cargo de las arcas castellanas, contribuyeron a que Barcelona recuperase poco a poco el pulso económico tras la crisis sufrida en el siglo XV.
En 1522, Carlos I de España rechazó una petición de Barcelona para obtener permiso de comercio directo con América desde sus puertos, y remitió a los comerciantes catalanes –como al resto de habitantes de España– a trasladarse a Sevilla (más tarde a Cádiz) y hacer uso de sus infraestructuras. Desde el punto de vista legal no había ninguna restricción, tan solo las exigencias que cualquier castellano también debía obedecer.
A la conquista de privilegios reales
«Los comerciantes del Principado procedieron primero a la conquista de posiciones sólidas en la plaza de Cádiz para más tarde obtener una serie de innegables privilegios todavía en el marco del monopolio andaluz y finalmente conseguir la ruptura del régimen implantado en 1503», explica el historiador Carlos Martínez Shaw en su estudio «Cataluña y el comercio con América: el fin de un debate» sobre el ascendente protagonismo de los mercaderes catalanes en el puerto andaluz.
Entre 1509 y 1534, el número total de comerciantes procedentes del Reino de Aragón se elevó a la cifra de 121, contando a aragoneses (46), valencianos (26), mallorquines (11) y catalanes (38). Número exiguo en relación a los 2.245 andaluces embarcados entre las mismas fechas, pero superior a los 48 naturales del reino de Murcia y a los 23 de Navarra, según las estimaciones del historiador Pérez Bustamante en «Las regiones españolas y la población de América» (Revista de lndias, número 6).
A principios del siglo XVIII, coincidiendo con la expansión económica de Cataluña tras la Guerra de Sucesión, el comercio de este territorio incrementó de forma acelerada su presencia en las rutas transatlánticas. A mediados de siglo, la Real Compañía de Barcelona –«una empresa privilegiada» financiada por la burguesía mercantil del Principado con el objetivo de dar salida a la producción catalana hacia los mercados ultramarinos– dominaba la mayor parte del comercio de Cádiz. Y por presión de esta compañía, se publicaron los decretos de 1765 y 1778 que terminaban con el monopolio andaluz y permitieron la participación directa de los distintos reinos de la Monarquía en el tráfico colonial, siendo Barcelona uno de los puertos habilitados para el libre comercio.
Sobre el mito de que la población aragonesa tenía restringida la migración al nuevo continente, Carlos I estipuló la igualdad de derechos entre los súbditos de Castilla y los de Aragón en las Leyes de Indias. Una célula real en tiempos de Felipe II evidencia que los catalanes contaban con la misma consideración legal que el resto de españoles para circular por las posesiones hispánicas en América, donde los extranjeros tenían prohibida su presencia: «No residan en las lndias y salgan luego de ellas todos los extranjeros, que no fueren naturales de los reinos de Castilla y Aragón». No obstante, y aunque el goteo migratorio fue constante, los problemas demográficos que sufría Cataluña y su escasa población en el siglo XVI hicieron que el mayor número de españoles que colonizó América procediera de Castilla.
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