Revista FUERZA NUEVA, nº 141, 20-Sep-1969
La Iglesia, el Estado y la moralidad
Un grupo de matrimonios amigos, con nuestras mujeres e hijos, hemos aprovechado unos días del mes de septiembre para recorrer con nuestros modestos “600” gran parte de la Costa Brava para terminar la excursión en Manresa y Montserrat. También, de paso, hemos estado en Horta de Avinyó. Nuestras hijas tenían interés de que visitáramos la tumba de Josefina Villaseca, actualmente inhumada en la sencilla iglesia parroquial, la joven víctima de su integridad y pureza, por cuya causa fue asesinada allá por el año 1952.
La ejemplaridad de esta niña nos ha recordado que el actual obispo de Vich, en 23 de agosto de 1954, publicaba una exhortación sobre la conducta cristiana en las costumbres públicas. Hablaba allí de que para él “existen las espinas de aquellos que hacen caso omiso de la moral cristiana y se lanzan frenéticamente a las locas costumbres introducidas por el diablo y sus cómplices. Tales espinas son muy dolorosas y no nos dejan vivir en paz. Y tampoco nos dejarían morir en paz si no habláramos con toda la energía de nuestra alma, a fin de que nadie pueda justificar sus errores, ni con nuestro silencio ni con nuestra suavidad… La moral es la misma. Y Nos proclamamos con energía que tampoco cedemos y que no admitimos como buena ninguna de las claudicaciones que se han introducido. La moral no la han hecho los fieles ni Nos mismo: es cosa de Dios. Él juzgará a todos y dará cada uno su merecido”.
Por aquellos tiempos, en Vich había una eclesiástico, que bajo el sinónimo de “Darío” publicaba libros como “¿Bailamos o no bailamos?” y “Cine”, que hoy (1969), enrojecerían de indignación a cualquier “moralista” a lo Jorge Llimona, que impunemente desconoce y niega que “la moral es la misma”, como decía el Dr. Masnou en 1954. Hoy, en la diócesis de Vich, en vez de aquellos libros candorosos e impolutos, sin que claven espinas en la conciencia de ningún responsable, se publican los libros de Mosén José Dalmau, contra toda norma de Derecho Canónico, en flagrante contradicción con la doctrina de la Iglesia y continuando su ministerio al frente de una parroquia de la diócesis vicense.
Pero nosotros continuamos creyendo en lo que afirmaba el Obispo de Vich en 1954. Además, estamos seguros de que el hundimiento de la moralidad pública tiene una trascendencia no sólo religiosa, sino familiar social y política. El P. Semard, en “L’Humanité”, del 8 de noviembre de 1924, afirmaba: “Los comunistas desean que la mujer se libere lo más pronto posible de su hogar, que no se produzca en ella la maternidad más que de una forma consciente y razonada”. Esta frase tiene un extraño parecido con lo de la “paternidad responsable”, ¿no les parece?
En el Congreso Masónico Feminista de 1900 se dijo: “Nos hace falta la coeducación de los sexos. Queremos la unión libre en el amor joven y sano. El matrimonio podrá ser suprimido sin inconveniente. Libertad absoluta de aborto…” Algunos de estos conceptos coinciden con frases del Padre Jorge Llimona, sólo con el desfase de que en aquellos tiempos no se conocían las píldoras anticonceptivas…
Sea como sea, entendemos que la corrupción moral de la niñez, de la juventud masculina y femenina, de los matrimonios, de los conceptos básicos de la vida moral, representa uno de los peligros más característicos para deshonrar una Nación y encenegarla definitivamente. Como que entendemos que en esta materia ante el silencio de unos que tienen obligación grave de hablar, y la tolerancia de otros, el desbordamiento ya sobrepasa los límites permisibles, lógicamente hay que apuntar como máximos responsables del desbarajuste moral y del confusionismo doctrinal que estamos padeciendo a los pseudointelectuales, que muy elegantemente propinan la más viscosa inmoralidad en el terreno ideológico y en la desorientación de la opinión pública. Ni la Iglesia ni el Estado pueden cruzarse de brazos ante estos problemas que afectan a la misma vida moral de las familias y de la sociedad entera.
Por ejemplo, José María Gironella
A la labor disolvente de muchas páginas de su novelística, ha sobrevenido la escalada de ataques descarados a la misma esencia de la Iglesia y a la vida moral. Así, por ejemplo, en “La Vanguardia” del 9 de febrero de este año, Gironella se permitía discutir lo indiscutible del depósito sagrado de la fe, acusando a la Iglesia como obstáculo para el ecumenismo. Estas son sus palabras: “Existe un obstáculo insuperable: los dogmas. ¿Qué hacer? La Iglesia católica no parece dispuesta a renunciar a ninguno de ellos, ni siquiera al de la infalibilidad pontificia, que, por cierto, no fue definido ¡hasta 1870!; partiendo de esta base, cualquier especulación es vana y los esfuerzos de los teólogos se estrellaran contra un muro. Y se estrellará contra un muro el deseo latente de los pueblos de sentirse todos, en la mente y en la práctica, hijos de un mismo Padre”.
Después de un sarcasmo tan intolerable como este, la Oficina de Prensa del Arzobispado de Barcelona no ha dicho esta boca es mía. Claro, no se trataba de prohibir con procedimientos totalitarios una misa en desagravio por la defenestración sacrílega de un crucifijo, ni siquiera de prohibir una conferencia religiosa de Blas Piñar. Por lo visto, atacar los dogmas de la Iglesia por parte de la autoridad eclesiástica de Barcelona se puede hacer impunemente sin que se produzca el más mínimo resuello de desautorización eclesiástica.
Gironella ha continuado su magisterio. Ahora su cátedra es el “pódium” de una “boite”, entre minifalderas y música “pop”. Un resumen del contenido de las lecciones de Gironella lo resumía “Tele-Exprés”, del 24 de marzo. He ahí la suculenta ensalada, mezcla de las mayores aberraciones que Gironella ofreció a su público: “No debemos engañarnos. Los jóvenes, sin darse cuenta, también han celebrado su concilio, con la diferencia de que ellos no sólo revisan la liturgia, el índice de libros prohibidos, el catecismo, la necesidad de acercamiento de las Iglesias y demás, sino que analizan, incluso, los dogmas; es decir, lo que para nosotros era dogmático”.
Y añade este ejemplo: “La camaradería creciente entre los dos sexos, su indiscriminación -en la indumentaria, en las cabelleras, en el léxico, en la gesticulación, etc., no es más que el signo externo de algo que la juventud presiente: que en un futuro más o menos lejano, se va a romper por la base el concepto de “pareja humana”. En efecto, cuando los hijos no nazcan en el vientre de la madre se trastocará radicalmente el milenario concepto de maternidad, de paternidad y, en consecuencia, el del amor y el de célula familiar”. (…)
“Sí, naturalmente, todo esto repugna a nuestra conciencia, que es fruto de una cultura atávica. Pero es un hecho irreversible. Nadie podrá impedir que los Severo Ochoa de turno prosigan en sus laboratorios y que, con sus descubrimientos, cambien no sólo el rumbo de la historia, sino el concepto de humanismo y que influyan sobre la intimidad del cerebro del hombre. Ahí están, por ejemplo, los microelectrodos… Influirán casi a placer sobre la conducta, sobre los centros de agresividad. ¿Puede alguien aquilatar la revolución que ha significado la televisión? Pues no es nada, comparado con lo que se acerca, y que revolucionará nuestra psique, nuestros reflejos. Ha nacido ya la reflexología. El mundo psicodélico forma parte de ella. ¿Para bien? ¿Para mal? Que juzguen los moralistas; pero también a ellos les aplicarán microelectrodos o, según qué enfermedad contraigan, los hibernarán”.
El avisador lector deducirá lo que estas doctrinas siembran entre nuestra juventud. Y no es el menor de los bienes de una nación su fe y su moral. La Iglesia tiene sus pastores con obligación de vigilar y custodiar tesoros tan sagrados. Pero también un Estado católico, cuya inspiración arranca y se asienta sobre la Ley de Principios Fundamentales tiene obligaciones en este sentido. Más grave que el gamberrismo y la pornografía grosera es la propaganda de principios disolventes que lógicamente conducen a los mismos.
El actual señor obispo de Gerona, en su exhortación pastoral del 10 de agosto de 1968, glosando la “Humanae vitae”, consigna: “El camino a seguir, en la moralización de las relaciones entre el hombre y la mujer, aparece abierto a un trabajo largo y difícil; pero no imposible. En su realización deben colaborar todos los hombres de buena voluntad; pero una parte importante corresponde a las autoridades públicas. A ellas tocas salvaguardar la honestidad de las costumbres y crear un clima favorable a la castidad. Cualquier forma de pornografía y cualesquiera espectáculos licenciosos deben encontrar una repulsa decidida de todas las personas conscientes; pero, sobre todo, de aquellas autoridades civiles que, por sus convicciones católicas, tienen el grave deber de velar por la verdadera consecución de un auténtico bien común”.
Nos han confortado enormemente las palabras de la ilustre Dr. Jubany. Cuando tantos sacerdotes, con sus teorías y declaraciones públicas, desmontan los principios y la práctica de la castidad, resulta un reconocimiento muy honroso para el Estado encargarle de la honestidad de las costumbres y de un clima favorable a tan fundamental virtud. No menos ensancha el pecho a la esperanza la práctica aceptación de que existen autoridades civiles con convicciones católicas.
Cuando el propio obispo de Gerona, en la revista “Vida Católica” y en “El Correo Catalán” ha reivindicado el nombramiento de los obispos unilateralmente, y sin que se comprenda la utilidad de evidenciar posibles fallos de artículos concordatarios, que en todo caso exigen un replanteamiento global de las relaciones entre Iglesia y Estado en sus supremos niveles y no a través de la vía estrecha de sensacionalismos periodísticos locales, y los fieles católicos sufren el doloroso experimento de que se les mutilan ancestrales y venerables tradiciones religiosas, como procesiones, desatenciones a las autoridades civiles, e insultos gravemente injuriosos al Ejército desde la “Hoja Parroquial” (9-I-1966), del Obispado de Gerona, alegra que ahora se confíe en la eficacia de la gestión pública en orden a la moralidad.
Máxime, cuando antiguos dirigentes de Acción Católica de Barcelona, como Juan Francisco López Castro, en “La Vanguardia”, del 13 de septiembre de 1968, opinando sobre la encíclica “Humanae vitae”, manifiesta con una lamentable amnesia de lo que obliga el sexto mandamiento del Decálogo: “Diez laboratorios españoles han presupuestado una producción de 40 millones de unidades (píldoras anovulatorias) para 1968”. Claro, además, que no son todas para regular la natalidad, sino en buena parte para facilitar lo que ahora se llama “relaciones interpersonales” de los jóvenes y que antes de los viejos catecismos se definía con palabras tan atroces como fornicación.
A la sombra y en la presencia de la tumba de Josefina Vilaseca nos propusimos levantar este clamor por nuestra dignidad personal y nacional. Repetimos lo que decía el obispo de Vich, Dr. Masnou, en 1954: “Nos hemos convencido de que va en auge el número de los que establecen la vivisección de su vida moral, creando compartimentos en su conciencia, uno para Dios y los actos religiosos y otros para las supuestas exigencias humanas, en las que Dios, gracias a las enseñanzas del liberalismo teórico o práctico, nada tiene que hacer… Los pecados se cometerán; pero el pecado de silenciar, tomar postura cómoda, ceder en principios ante el descaro y agobio de los demás, no lo cometerá la Iglesia”.
Así nos lo decían en 1954. Y como “la moral es la misma” y “la Iglesia no cambia ni cede”, como afirmaba entonces el mismo prelado, nos ha parecido oportuno recordarlo, huérfanos de otras voces más autorizadas, en esta hora.
Porque España, ni religiosamente ni políticamente, puede ni debe vivir en el estercolero de la “dolce vita”.
Jaime TARRAGÓ
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