Revista FUERZA NUEVA, nº 151, 29-Nov-1969
... HABLA UN CATÓLICO CATALÁN (II)
(...I El Ejército nacional
Cuando ahora (1969) se ha hecho moda en algunos sectores católicos, incluso desde alguna “Hoja Diocesana”, atacar al Ejército y favorecer con las tácticas falsamente pacifistas toda una teoría para desarmar el Occidente cristiano y facilitar así el avance del comunismo, el recuerdo de la liberación de Barcelona por el Ejército Nacional, en la pluma de Rucabado, adquiere matices de aguafuerte inolvidable, cuyos conceptos deberían recordar muchos que ahora se prestan a ser vulgares peones del imperialismo rojo. Así escribía Ramón Rucabado:
“¡Qué no daría por describir y completar mis íntimos recuerdos de la entrada en Barcelona del Ejército Nacional, el 20 de enero de 1939! Día rapidísimo y fugaz como mesa rellena de sabrosos manjares (…) Día también de fuego y hambre, pero de otro fuego y de otra hambre. Vi aquel día cumplidas de una vez, por celeste gracia, mis íntimas peticiones, aun las que más difíciles consideraba de realizar:
"En millares de piras que llenaban las calles de Barcelona y de sus afueras, bien distintas de las anteriores, los rojos quemaban, en su vergonzosa huida, evacuando sus domicilios propios o incautados, la documentación comprometedora.Tirados por el suelo o ardiendo, veíanse los carnets sindicales de la CNT y de la UGT, prensa revolucionaria, libros, sellos, ficheros, literatura roja en gentes montones, papeles socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos, pornográficos, nudistas, material de propaganda roja en todos sus matices, las costosas publicaciones de la URSS, todo abandonado, despedazado, formando hogueras. Sus llamas y humaredas bordeaban las mismas vías que recorrían a toda velocidad los autos de los fugitivos, camiones llenos de maquinaria arrancada, enseres y vituallas, carros de infelices campesinos sugestionados por un terror insensato, lujosos coches de los dirigentes atiborrados de utensilios y víveres que pronto dejarían en la frontera, donde corrían a embotellarse en la retirada, en la debacle más colosal y más humillante de la historia moderna.
“La derrota del comunismo, la derrota de los incendiarios y de los asesinos, la ven delante de nuestros ojos. Sonaba de vez en cuando un cañón, uno solo, lúgubre estampido, inútil replica roja al avance irresistible del Ejército libertador, que nosotros mismo no sospechábamos tan cercano. Y en la ciudad abandonada e inmóvil en su expectación, en las calles abiertas al vencedor, la emoción de mis niños relataba haber visto ya los primeros soldados nacionales, haber visto la aparición de la primera bandera española, y a los vecinos que corrían a vitorearlos y a abrazarles.
"Aquella noche hubo luz en las casas y en las calles, después de dos años de tinieblas. Aquella noche mis hijos me oyeron cantar en voz llena el himno triunfal que yo sabía, el “Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera, Cristo ayer, hoy y siempre”. Cristo venció y vencerá y reinará por siempre. Aquella noche se comió pan y regresó el primer rosario de la victoria.
“Y vimos aquellos días el espectáculo de un ejército cristiano. Era una hueste de soldados y oficiales graves, dignos y disciplinados. El continente mesurado de aquellos guerreros que habían conquistado a toda España nos dejaba admirados. No se oían gritos y, cosa increíble, no se escuchaban blasfemias. En contraste con el blasfemar incesante, horrendo, estrepitoso de la horda roja, en la cual sólo se destacaban por la cultura del lenguaje los movilizados forzosos, el Ejército Nacional se producía con una severidad y corrección muy superior aun a los tiempos de la monarquía. Era algo nuevo y de gran edificación. Los oficiales y los soldados, apenas distinguidos por pequeñas insignias, no se distanciaban, unidos por la fraternidad de la guerra y del ideal. Grandes masas de hombres concentrados apenas daban señal de su presencia, tan grande era el silencio a que estaban acostumbrados. Lo mismo en los locales donde había fuerzas alojadas.
"Hasta el canto era en voz moderada. Yo oí en un lugar donde estaba emplazada una ametralladora, cantar a alguno de los sirvientes, ¡quien lo dijera!, el kiries de una misa gregoriana. Mirábamos con ojos abiertos a aquellos soldados que “habían pasado”, llegando a nosotros por encima de todo, por encima de las masas rojas, por encima de las brigadas infernales, por encima de las armas, del material, de la literatura ingente, por encima de los designios y auxilios de Rusia, por encima de la resistencia frenética de un Negrín, por encima del diablo.
“Semanas después, otra escena de fortísima emoción que quisiera revivir, rehacer, paladear, con todas mis fuerzas. El gran desfile del ejército vencedor. Me encontré presenciándolo en un emplazamiento histórico. La Diagonal, hoy (1940) justamente “Avenida del Caudillo”, frente a la iglesia y convento de los Carmelitas Descalzos, donde habían sido exterminados por la superioridad numérica de aquel horrible aglomerado rojo, el comandante y oficiales de un regimiento español y con ellos los religiosos de la residencia, dentro de cuyos muros hubieron de parapetarse aquéllos. He aquí que dos años y medio después, vengada ya la afrenta, aparecían en columna de honor las boinas encarnadas, las relucientes armas, las banderas, los marciales clarines y tambores, acercábase el rítmico paso de las legiones, los tercios, los tambores, unidades y divisiones del ejército que había cumplido una de las más grandes epopeyas de la historia humana.
"Cortejo impresionante y religioso. Pasaban con las compactas filas los nombres gloriosos del libro nuevo: Toledo, Oviedo, Bilbao, Belchite, Teruel, Ebro… Pasaban estas brigadas de navarros con estandartes religiosos. Ante el pasmo de nuestros ojos pasaban auténticos cruzados. Ejército que se batió al lado de Cristo y por cuyo heroísmo y empuje irresistible al soplo de la voluntad manifiesta de Dios, quedaba restablecido el derecho de Cristo y abríanse las iglesias de Cristo”.
La historia continúa
Ramón Rucabado, católico, catalanista, intelectual, especialista en temas sociales, continuador de la escuela del Padre Palau, cronista de las luchas sindicales, detectador de los fenómenos más angustiosos, alejado de los movimientos políticos más significativamente contrarrevolucionarios, como un notario de la ciudad y de Cataluña entera nos ha dado fe de lo que fue la República desde 1931 hasta el 26 de enero de 1939 en Barcelona. Tal lección no puede ser olvidada. Y, además, también es deber de los mantenedores del gobierno y de la vida pública, evitar aquellas premisas y actuaciones que nos llevarían a una segunda vuelta. Basta que una sola vez en la historia de un siglo, un escritor católico como Ramón Rucabado lo haya registrado para advertencia de las generaciones futuras, si irremisiblemente no son estúpidas.
Jaime TARRAGÓ
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