(Tomado del libro “Las puertas del infierno” de Ricardo de la Cierva)
Un acontecimiento trascendental: la quiebra de la Ciencia Absoluta
...Pero ni la cultura liberal radical a fines del siglo XIX y comienzos del XX, ni los nuevos filósofos del vitalismo y el irracionalismo, ni los marxistas que se estaban ya dividiendo en revolucionarios bolcheviques y revisionistas humanistas, ni los epígonos del positivismo y el evolucionismo dogmático al estilo de Haeckel, ni los nuevos gnósticos arropados por la Masonería, ni por supuesto los idólatras, que eran legión, de la Ciencia absoluta en nombre de la cual se proferían tantos apriorismos, ni los observadores más penetrantes que analizaban las corrientes de la cultura con perspectiva católica, ni los renovadores neoescoláticos advirtieron hasta ya bien entrado el siglo XX un fenómeno cultural de primerísima magnitud, tan importante como la creación de la ciencia moderna y el racionalismo en el siglo XVII: me refiero al hundimiento de la Ciencia Absoluta entre la última década del siglo XIX y la primera del siglo XX, el destronamiento de Newton como criterio de certeza infalible y espejo de la filosofía moderna. Pese a la trascendencia de este fenómeno hay todavía numerosas personas cultas, en los campos del pensamiento, la filosofía, la literatura y del derecho, entre otros, que no lo han captado ni menos asimilado; conviene resumir ahora sus principales perspectivas sin las que no se puede comprender una palabra de los planteamientos culturales profundos del siglo XX, que forman el marco para nuestra investigación. (*)
El conjunto bibliográfico que acabo de ofrecer es revelador y hubiera sido impensable antes de 1970; hoy es sencillamente imprescindible. El último coletazo del ateísmo cosmológico, el azar y la necesidad de Jacques Monod queda abrumado y sepultado por ese conjunto, escrito desde la ciencia en dirección a la fe. Para que se hayan podido escribir esos libros era necesario el hundimiento de la Ciencia Absoluta que se enmarca históricamente, para nosotros, entre los pontificados de León XIII y Pío X, aunque ninguno de los dos Papas, como la inmensa mayoría de los observadores de la Filosofía y de la Ciencia, lo advirtió entonces.
Así resume el profesor Taylor las conclusiones de su capítulo La vieja Física en la que, por supuesto, incluye a Newton:
“En conjunto (a fines del siglo XIX) el mundo material parecía un lugar muy lógico y comprensible y a fines del siglo XIX se juzgaban conocidas sus leyes básicas. Un físico famoso de aquella época aconsejaba a sus alumnos que no se dedicaran a la Física, ya que había quedado convertida en un simple problema de obtener las soluciones de una serie de ecuaciones conocidas; no quedaba -decía- sino calcular la sexta cifra decimal.
La historia de la evolución de la Física nos enseña lo peligroso que resulta, en cualquier época, hacer una afirmación como la anterior. El error fue mucho mayor por el momento en que se produjo: en el transcurso de muy pocos años, los fundamentos de la ciencia, que hasta entonces parecían tan firmes, habrían de quedar arrasados, iban a desaparecer las leyes de Newton, el espacio y el tiempo e incluso la certidumbre... A partir de aquel momento nada en la Física podría considerarse sacrosanto.”
El primer ariete contra la Ciencia Absoluta vino del descubrimiento de los rayos X en 1895 por el profesor Roentgen, que comportaba ya la caída de un dogma clásico: la indivisibilidad del átomo. A poco, el físico francés Henri Becquerel dio el paso siguiente al descubrir la radiactividad, que implicaba la emisión de radiaciones consistentes en partículas subatómicas cargadas y otras de naturaleza diferente. Después, ya en 1913, el físico danés Bohr demostró que los electrones violaban las leyes de la Física clásica en su giro estable, y en coincidencia con las investigaciones anteriores (1900) del físico alemán Max Planck que con su hipótesis de la emisión discontinua de energía, los quanta, había predeterminado también la demolición de la física clásica, tanto las ecuaciones de Newton sobre la dinámica como las de Maxwell para interpretar el electromagnetismo. En 1905, Einstein propuso la teoría especial de la relatividad, que terminó con los conceptos clásicos del espacio y el tiempo; así mostró que carece de sentido hablar de movimiento absoluto y de referencias absolutas para el movimiento de los cuerpos. Era el final de la Ciencia Absoluta, convertida en Relativa. Por último, y ya en la segunda década del siglo XX, el alemán Heisenberg formuló su principio de indeterminación, por el que se descartaba la aproximación objetiva e indefinida a los fenómenos observables y la Ciencia Exacta se convertía fatalmente en aproximación estadística.
Desde entonces quedaba eliminada la Ciencia Absoluta, la ciencia que sehabía vuelto prepotente y orgullosa más por la interpretación de los filósofos, desde la Ilustración al Positivismo, que por las pretensiones de los propios científicos. La filosofía, o mejor, un sector de ella que había considerado a la ciencia como sustitutivo absoluto de la teología desde el siglo XVIII, se quedaba sin modelo; los axiomas de Descartes, de Kant, de Hegel, de Marx y sobre todo de los positivistas de diversos pelajes, la idolatría científica de los enciclopedistas y los ilustrados quedaban asentados en el vacío (¡y después del experimento de Michelson-Morley ni siquiera existía el éter para llenar ese vacío!) ante una Nueva Ciencia mucho más real, y por ello mucho más humilde.
¿Qué soluciones quedaban a los adoradores de la Ciencia Absoluta? Solamente dos: sumergirse en el irracionalismo y su variante el existencialismo, para pensar sobre la angustia del hombre radicalmente desarraigado y desorientado; o retornar a la religión y a la teología, abandonadas desde el siglo XVIII. Por eso el siglo XX es el siglo de la angustia existencial y el siglo de un significativo despertar teológico como no se había producido desde el siglo XVII. Claro está que esta consideración fundamental no ha calado aún del todo en la opinión pública culta, no digamos en la vulgar; ni tampoco en las corrientes teológicas y culturales de la Iglesia católica. Pero se trata de un vuelco real, demostrable y dramáticamente confirmado por las explosiones nucleares a partir de 1945, por la revolución de la tecnología en electrónica y en informática, por el salto del hombre y sus instrumentos exploradores al sistema solar y fuera de él, por el colosal desarrollo de una ciencia ficción que tal vez no sea más que una anticipación, como sucedió con las novelas de Julio Verne; por los progresos que parecen inalcanzables de la química, de la biología, del átomo, ingeniería genética, medicina, todos ellos ya privados del orgullo faústico y nietzscheano que exigía para muchos la previa proclamación de la muerte de Dios.
En el siglo XX, tras el hundimiento de la Ciencia absoluta desde fines del siglo XIX, ha sido la propia ciencia real quien ha prescindido de los anteriores dogmatismos y ha insinuado el retorno a lo divino como única referencia absoluta de un hombre y un mundo totalmente relativizados. Astrofísicos eminentes como Hubble (sacerdote católico) y Robert Jastrow han encontrado o reencontrado a Dios en medio del polvo de estrellas del Big Bang -la explosión que inauguró al mundo y al tiempo- llevó a un papa del siglo XX (Pío XII) a sugerir una novísima vía hacia la existencia de Dios desde el creacionismo de la astrofísica moderna; y la espléndida reflexión de Hawking, Historia del tiempo, bestseller mundial en estos años, consiste, en el fondo, en una meditación sobre la posibilidad, la incertidumbre y el vacío de Dios en medio de los agujeros negros. Este es de hecho el marco de la Nueva Ciencia en que va a moverse la consideración histórica de la Iglesia durante el resto del siglo XX, campo principal de este libro.
Aunque un amplio sector de la opinión pública general de la Iglesia y de la teología aún no se haya enterado.
* Cfr. Algunas obras muy claras: John G. Taylor, La nueva Física, Madrid Alianza ed. 1974; R. Penrose, La nueva mente del emperador, Barcelona Mondadori, 1991; Jean Guitton, Dieu et la science, Paris, Grasset, 1991; Paul Davies, La mente de Dios, Madrid, Mc Graw Hill, 1993; y el importantísimo estudio -entre la Física y la Historia- de Antonio F. Rañada, Los científicos y Dios, Oviedo, Nobel 1994
Última edición por ALACRAN; 27/04/2019 a las 22:00
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