Un mundo que agoniza

JUAN MANUEL DE PRADA




Hoy suben el precio de las entradas en los cines, que es como subirle el precio de los medicamentos al agonizante


ESO que todavía llamamos «crisis» se asemeja cada vez más al fin de una época; todavía no sabemos lo nuevo que vendrá (aunque vayamos descifrando poco a poco su figura hirsuta y abominable), pero cada día nos asaltan visiones del mundo que agoniza, que a veces lo hace entre estertores, como una bestia mugiente, y a veces con muy pudorosa y melancólica discreción, como un huésped que no se atreve a molestar a su anfitrión. Entre las visiones de ese mundo que agoniza, este mes de agosto nos ha traído la muerte en cascada de algunos de los nombres más señeros de nuestro cine, de Aurora Bautista a Carlos Larrañaga, de Sancho Gracia a Joaquín Luis Romero Marchent (unidos ambos, por cierto, en torno al personaje de Curro Jiménez). En algunos casos, su muerte apenas ha ocupado míseras gacetillas; en otros, ha propiciado los consabidos chismorreos carroñeros: expresiones ambas igualmente desoladoras, igualmente terminales.


De Joaquín Luis Romero Marchent casi nadie se acordaba; pero fue pionero del western europeo, que luego -tras el bombazo de la «trilogía del dólar» dirigida por Sergio Leone- se convertiría en el subgénero cinematográfico más exitoso que se recuerde, y casi podríamos afirmar sin hipérbole que en industria nacional, con títulos como Antes llega la muerte o El sabor de la venganza; y rodó el canto de cisne del subgénero en Condenados a vivir, que hace algún tiempo incluí entre los «tesoros de la cripta» que rescato en el ABC Cultural. Más todavía me ha sorprendido el relativo sigilo con el que se ha ido por el escotillón de la muerte Aurora Bautista, a la que algunos han despachado como una actriz kitsch, redimida si acaso por su papel en La tía Tula, la película de Miguel Picazo basada en la obra de Unamuno. En cualquier país medianamente civilizado el fallecimiento de una actriz como Aurora Bautista habría causado consternación general; pero aquí ha pasado sin pena ni gloria, pues no en vano era actriz predilecta de Juan de Orduña, a quien el catecismo cultureta ha señalado como exponente máximo del cine presuntamente pomposo y vacuo que se ofició durante el primer franquismo; cine que, visto desprejuiciadamente, nos revela que los años cuarenta y cincuenta fueron la edad de oro del cine español. Yo de Aurora Bautista recuerdo sobre todo su grandiosa interpretación -llena de fuerza febril y calcinante deseo- en Condenados, un arrebatado drama de Manuel Mur Oti que también incluí entre mis «tesoros de la cripta». Estremece pensar que películas así sean casi ignoradas por las nuevas generaciones, víctimas de un lavado de cerebro que lleva durando décadas; y que no tiene visos de remitir.


Pensaba en este mes de agosto, mientras veía desaparecer a tantos nombres ilustres de nuestro cine, que tal vez su extinción tuviese algo de metáfora impremeditada de un arte que agoniza, mientras las salas, a la vez que se vacían de gente, se llenan de películas pululantes de superhéroes y vampirillos infantiloides, destinadas a un público que se las baja de internet. ¿Morirá el cine en este fin de época que todavía llamamos «crisis»? Uno se resiste a creerlo, pero los síntomas de agonía son más que evidentes; y todas las cataplasmas que se le ponen al enfermo no hacen sino agravar su dolencia, que se inició -como la de tantas otras artes- cuando le entró el virus «digital», al que insensatamente se abrazó. Hoy suben el precio de las entradas en los cines, que es como subirle el precio de los medicamentos al agonizante: un modo como otro cualquiera de irle cavando la fosa.

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