Encíclica Vigilanti cura (1936)
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
Con vigilante cuidado, como lo exige nuestro ministerio pastoral, seguimos toda la laudable tarea de nuestros hermanos Obispos y de todo el pueblo cristiano; y por esto nos alegró conocer los saludables frutos que ya se han recogido y los avances que sigue obteniendo aquella providente empresa, iniciada hace más de dos años como una sagrada contienda encomendada especialmente a la "Legión de la decencia"[a] para contener la depravación de la cinematografía.
Esto Nos ofrece la oportunidad, largamente deseada, de manifestar extensamente Nuestro pensamiento sobre un tema que está estrechamente relacionado con la vida moral y religiosa de todo el pueblo cristiano. En primer lugar deseamos felicitaros a Vosotros y a los fieles que os han prestado su ayuda, a esta Legión que, con vuestra dirección y guía, tan eficazmente ha trabajado en este campo de apostolado. Y nuestra gratitud es tanto más viva cuanto mayor es nuestra angustia cuando vemos que el arte y la industria de este género se desliza, «con grandes avances fuera del camino», exponiendo a la luz para todos los vicios, crímenes y delitos.
Cada vez que se nos presenta la oportunidad sentimos el deber, movidos por Nuestro altísimo ministerio, de llamar la atención inmediata, no sólo del episcopado y del clero, sino de todos los todos los hombres de bien que se preocupan por el bien público.
Ya en la encíclica «Divini Illius Magistri», lamentamos que «estos poderosos medios de difusión que, si se rigen por sanos principios, pueden tener éxito y ser de gran utilidad para la instrucción y la educación, por desgracia a menudo se subordinada a los incentivos las malas pasiones y a la codicia del lucro». También en agosto de 1934, dirigiéndonos a unos representantes de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica, tras constatar la gran importancia que ha alcanzado este tipo de espectáculos en nuestros días y la amplísima influencia que ejerce, tanto en la promoción del bien como en la insinuación de la mal, advertíamos, finalmente, que es totalmente necesario aplicar al cine aquellas prescripciones, que rigen y moderan la práctica del arte, para no dañar a la moral cristiana, o simplemente humana según la ley natural. Ahora bien, cualquier arte noble debe apoyarse principalmente en aquello a lo que está orientado por su propia naturaleza: perfeccionar al hombre en su honradez y virtud; por tanto, debe conducir a los principios y preceptos de la disciplina moral. De aquí concluimos, en medio de la expresa aprobación de esos representantes –todavía no es grato recordarlo– que el cine debe adaptarse a unas normas rectas, para que excite en todos los espectadores una integridad de vida a una autentica educación También recientemente, en abril de este año, cuando con gusto recibimos en audiencia a un grupo de los delegados del Congreso de la Prensa Cinematográfica Internacional, celebrada en Roma, señalamos la gravedad del problema: y del mismo modo exhortamos a todas las personas de buena voluntad en nombre no sólo de la religión sino también en nombre del verdadero bienestar civil y moral de la gente, a que luchasen con todos los medios a su alcance, al igual que la prensa, para que el cine puede realmente convertirse en un factor valioso de instrucción y educación, y no de la destrucción y la ruina de las almas.
Sin embargo, este asunto es de tal gravedad por sí mismo y para las actuales condiciones de la sociedad, que vemos oportuno tratarlo nuevo, no sólo con recomendaciones específicas, como en ocasiones anteriores, sino con una mirada universal, es decir, no solo como una necesidad de vuestras diócesis, Venerables Hermanos, sino de todo el mundo católico. En efecto, es muy necesario y urge prever y poner los medios para que el progreso del arte, la ciencia, y la misma perfección técnica y la industria humana -pues todos ellos son verdaderos dones de Dios- se ordenen a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirvan para propagar el reino de Dios en la tierra, para que todos, tal como nos hace orar la Iglesia «pasemos por los bienes temporales, de modo que no perdamos los eternos».
Ahora bien, es cierto, y fácilmente es observado por todos, que el progreso de la industria del arte y del cine, cuanto más maravillosos se han hecho, más perniciosos y mortíferos resultaban para la moral y la religión y, de hecho, para la honestidad de la misma convivencia civil.
Por esto también los propios líderes de esta industria en los Estados Unidos, cuando reconocieron su propia responsabilidad, ante la opinión pública, de hecho ante toda la sociedad, y en marzo de 1930, con un acto libre, adoptado de común acuerdo, y solemnemente sancionado por sus firmas y hecho público en la prensa, asumieron conjuntamente el solemne compromiso de proteger en adelante la moralidad de los cinéfilos. Y personalmente se comprometieron según este código, a no exhibir nunca ninguna película que atacasen las normas morales de los espectadores o que despreciase la naturaleza humana y la ley natural, o que persuadiese su violación. (b)
A pesar de tan laudable determinación, aquellos mismos que la habían tomado y los productores de películas, o no quisieron o no pudieron someterse a los principios a que libremente se habían obligado. Así, habiéndose demostrado poco eficaz el compromiso aludido, y continuando en el cinematógrafo la exhibición del vicio y del delito, parecía casi cerrado el camino de la diversión honesta mediante las películas cinematográficas.
En medio de estas graves circunstancias vosotros, Venerables Hermanos, fuisteis los primeros en estudiar cómo se podrían proteger a las almas de los que estaban confiados a vuestro cuidado de este mal que avanzaba; y esto hicisteis cuando instituisteis la "Legión de la Decencia", como una cruzada en favor de la moralidad pública, cuya magnífica obra, igual que sus propósitos y principios, está conformada por las normas de la honestidad natural y cristiana, y dirigida, finalmente, a revitalizarlas. Estaba muy lejos de vosotros la intención de perjudicar a la industria cinematográfica; al contrario, os esforzasteis en que la diversión en este arte no degenerase en deshonestidad y depravación.
Sus directivas provocaron una adhesión rápida y devota de vuestros fieles y millones de católicos de Estados Unidos firmaron el compromiso de "Legión de la Decencia", obligándose a no asistir a ninguna película que ofendiese la moral cristiana o los preceptos de una vida recta.En pocas ocasiones hemos visto, y esto Nos llena de gozo decirlo, al pueblo tan íntimamente unido con sus Obispos colaborando en esta obra, de tal suerte, que en ninguna otra ocasión de los tiempos modernos podremos contemplar más unión. Y no sólo a los hijos de la Iglesia católica, sino muchos de los protestantes, también de los judíos y otros muchos, acogieron vuestros consejos y propósitos. y se unieron a vuestros esfuerzos para devolver las película a las adecuadas normas del arte y de las costumbres. En el momento presente Nos conforta reconocer que en esta cruzada se han conseguido ya no pocos resultados. Por lo que Nos conocemos, gracias a vuestra celosa vigilancia y a la fuerza de opinión del público, las películas en cierta medida se han enmendado desde el punto de vista moral. Las imágenes de los vicios y los crímenes no son presentadas tan abundantemente como antes; el pecado ya no es tan abiertamente respaldado y reconocido; ni los falsos principios morales son exhibidos a las mentes jóvenes con las mismas procaces e excitantes razones.
Aunque en algunos sectores, se predijo que el mérito artístico del cine se vería seriamente afectado por la insistencia de la «Legión», sin embargo, parece ocurrir todo lo contrario.
De hecho se ha trabajado afanosamente para que las películas se conformen a los nobles preceptos de las artes liberales. De modo que , tanto los mejores clásicos, como las nuevas obras de la mente humana que brillan por su mérito, se presenten a los ojos de los espectadores,
Tampoco por esta causa se han resentido las finanzas de aquellos que habían invertido en esta industria, como algunos había previsto, sin argumentar razones consistentes, pues no pocos que se alejaban de la diversión del cine por su ataque a la moral, cuando se pudo comprobar que las acciones que se exponían en el cine, no parecían ofensivas para la virtud humana y cristiana, volvieron de nuevo a asistir a estos espectáculos.
Cuando vosotros, Venerables Hermanos, iniciaste esta cruzada, no faltaron quienes dijeron, considerando el esfuerzo que requiere este asunto, que su influjo desparecería en breve tiempo, hasta el punto de que reducida paso a paso vuestra supervisión y la vigilancia de los vuestros, los autores de estas películas volverían de nuevo libremente a su primitivo modo de hacer. Es fácil ver por qué algunos de ellos desean regresar a los malos contenidos, que excitan las pasiones más bajas y que se habín proscrito. Mientras que la producción de aquellas películas que presentan acontecimientos humanos virtuosos, requiere un esfuerzo intelectual, habilidad y, a veces, unos gastos más que considerables, por el contrario puede ser relativamente fácil inducir a la asistencia al cine de ciertos individuos y grupos sociales con las películas que se centran en despertar las pasiones y bajos instintos latentes en los corazones humanos.
Por esto es necesario que una vigilancia incesante y universal convenza a los productores de esto. La «Legión de la decencia» no es una contienda temporal, que pronto puede llegar a ser descuidada y olvidada, porque -bajo la orientación de los obispos de los Estados Unidos- tiene la intención de proteger a toda costa la moralidad en la recreación de las personas, en todo momento y en cualquier forma que suceda.
La recreación, de hecho, en sus múltiples formas, se ha convertido en una necesidad para todos los que trabajan en las ocupaciones necesarias para la vida, pero debe ser digna de lo racional y, por lo tanto sana y moral, debe elevarse al nivel de un factor que despierte sentimientos buenos y nobles. Un pueblo que en sus momentos de descanso se dediqun a entretenimientos que ofenden el sentido correcto de la decencia, el honor, la moral; a una recreación que puede ser ocasión de pecado, especialmente para los jóvenes, está en grave peligro de perder su grandeza y el poder del mismo país.
Y no hay duda de que entre las actuales diversiones, en los últimos años el cine ha ocupado un lugar de importancia universal. Tampoco es necesario señalar que hay millones de personas que acuden a estas proyecciones todos los días, a medida que más y más se abran estos programas a todas las personas en los países desarrollados y en desarrollo, finalmente, la película se ha convertido en la forma de entretenimiento más popular que se ofrece para los momentos de ocio, no sólo para los ricos, sino a todas las clases de la sociedad.
Por otro lado, hoy no hay otro medio más potente que el cine para ejercer su influencia sobre las masas, tanto por la misma naturaleza de las imágenes proyectadas en la pantalla, como por la facilidad que suponen para el descanso, por la popularidad del cine y por circunstancias que lo rodean.
El poder del cine radica en el hecho de que se habla a través de imágenes, que con gran placer y sin fatiga, se muestra en las mentes, también de aquellos rudos e incultos, que no tendrían la capacidad o la voluntad de hacer el esfuerzo de abstracción y la deducción, que exige el razonamiento. Pues leer, o escuchar, requiere un esfuerzo, que en la visión cinematográfica se sustituye por el placer de la sucesión continua de imágenes concretas y, por así decirlo, vivas. En las imágenes que hablan este poder se fortalece, porque la comprensión de los hechos se hace más fácil y el encanto de la música, está conectado con el espectáculo.
Por desgracia, además, las escenas de bailes, que llaman «variedades», que a veces se introducen en los interludios, aumentan la excitación de las pasiones.
Por esto las películas son como escuelas que, más que un razonamiento abstracto, pueden enseñar para el bien o para el mal a la mayoría de los hombres. Es necesario, pues conducirla a los saludables propósitos de una conciencia cristiana, y liberarla de su efectos desmoralizadores y de depravación.
Todo el mundo sabe el daño que pueden causar al alma las películas: se convierten en ocasiones de pecado, seducen a los jóvenes en los caminos del mal, por la glorificación de las pasiones; exponen la vida bajo una luz falsa; ofuscan los ideales; destruyen el amor puro, el respeto por el matrimonio, el cariño para la familia. También pueden crear fácilmente prejuicios entre los individuos y desacuerdos entre las naciones, entre las clases sociales, entre las razas enteras.
Por otro lado, este modo de diversión, conformado con unas normas adecuadas, puede influir profundamente en la moralización de los espectadores. Además de divertir, pueden suscitar nobles ideales de vida, difundir preciosas nociones nobles, aumentar el conocimiento de la historia y de las bellezas del país propio o del ajeno, presentar la verdad y la virtud bajo una forma atrayente; crear, o por lo menos favorecer, una comprensión entre las naciones y las clases sociales y las razas; promover la causa de la justicia, excitar a la virtud y contribuir con ayuda positiva al mejoramiento moral y social del mundo.
Estas consideraciones Nuestras adquieren mayor gravedad teniendo en cuenta que el cine no habla a los individuos, sino a las multitudes, y en circunstancias de tiempo, lugar y ambiente muy propicio para despertar un entusiasmo inusual tanto para el bien, como para el mal, y aquella excitación colectiva puede degenerar, tal como por desgracia enseña la experiencia, en una perturbación morbosa.
Las imágenes de la película se muestran a espectadores que están sentados en una sala oscura, y tienen las facultades físicas y espirituales fatigadas. No hay necesidad de buscar lejos esas salas; están junto a las casas, iglesias y escuelas del pueblo; tan próximas están, que tienen en todo momento carta de ciudadanía en la vida común de los pueblos. Por otra parte, los acontecimientos descritos en la película son realizadas por hombres y mujeres especialmente seleccionados por sus dotes naturales y por el uso de aquellos artificios que también pueden convertirse en un instrumento de seducción, sobre todo para los jóvenes. A esto se añade el lujo de las escenas, lo agradable de la música, el realismo desvergonzado y extravagante en todas las formas de capricho. Y por esa misma razón fascina con particular atractivo sobre los jóvenes, los adolescentes y los mismos niños. Por tanto, en la misma edad en que se está formando el sentido moral y se van desenvolviendo las nociones y los sentimientos de justicia y de rectitud, en que surgen los conceptos de los deberes y de las obligaciones, de los ideales de la vida, el cine, con su propaganda directa, toma una posición dominante.
Y, por desgracia, en las presentes circunstancias, con mucha frecuencia se sirve de ella para el mal. Así que al pensar en tales estragos en las almas de los jóvenes y los niños, en tantos que pierden su inocencia en los cines, viene a la mente la terrible condenación de nuestro Señor a los corruptores de niños: «El que escandalizare a uno de mis pequeños, más le valdría que le atasen del cuello una piedra de molino y le arrojasen a las profundidades del mar».
Por tanto, una de las necesidades supremas de nuestro tiempo es vigilar y trabajar para que el cine no siga siendo una escuela de la corrupción, sino más bien se transforme en una herramienta valiosa para la educación y elevación de las humanidad.
Aquí recordamos con agrado que algunos gobiernos, preocupados por la influencia del cine en la moral y en la educación, han creado, mediante personas probas y honestas, y principalmente padres y madres de familia, especiales comisiones de censura, a las que corresponde inspeccionar, revisar y dirigir todas las películas que se produzcan. Conocemos también que estas mismas comisiones se esfuerzan para que la producción cinematográfica se inspire con frecuencia en las obras de los mejores poetas y escritores de la Nación.
Por tanto, si era sumamente justo y conveniente que vosotros, Venerables Hermanos, ejercitaseis una especial vigilancia sobre la industria cinematográfica de vuestro país, que está particularmente adelantada y tiene no poca influencia en las otras partes del mundo, es, por otra parte, deber de los obispos de todo el orbe católico unirse para vigilar esta universal y potente forma de diversión y de enseñanza. Y de este modo hacer valer como motivo de prohibición la ofensa al sentimiento moral y religioso y a todo aquello que es contrario al espíritu cristiano y a sus principios éticos, no cansándose de combatir cuanto contribuya a atenuar en el pueblo el sentido de la virtud y del honor.
Tal obligación corresponde no sólo a los obispos, sino también a los fieles y a todos los hombres honrados amantes del decoro y de la santidad de la familia, de la patria y, en general, de la sociedad humana.
Trataremos ahora de buscar e investigar en qué ha de consistir esta vigilancia.
El problema de la producción de las películas morales se resolvería desde su raíz si fuese posible disponer de una producción inspirada en los principios de la moral cristiana.
Por esto no dejaremos nunca de alabar a aquellos que se han dedicado o se han de dedicar al nobilísimo intento de elevar la cinematografía a los fines de la educación y a las exigencias de la conciencia cristiana, dedicándose a este fin con competencia de técnicos, y no de aficionados, para evitar toda pérdida de fuerzas y de dinero.
Por supuesto, Nos somos conscientes de lo difícil que es organizar tal industria, especialmente por razones de orden financiero, y, por otra parte, es necesario influir sobre toda la producción cinematográfica para que no cause daño a los fines religiosos, morales y sociales; por esto es necesario que los pastores de almas dediquen sus cuidados a todas las películas que en todas partes se ofrecen al pueblo cristiano.
Exhortamos a los obispos de todos los países donde se producen películas, pero de manera especial a vosotros, para que influyáis paternalmente sobre aquellos católicos que tienen una participación en esta industria. Que piensen seriamente en sus deberes y en las responsabilidades que tienen como hijos de la Iglesia al usar de su influencia y de su autoridad para que las películas que ellos producen o aquellas en cuya producción cooperen, sean conformes a los principios de la sana moralidad. No pocos son los católicos que, bien como realizadores, directores, autores o actores, intervienen en las películas, y, sin embargo, es doloroso que su intervención no haya estado siempre de acuerdo con su fe y con sus ideales. Vosotros, Venerables Hermanos, haréis bien en amonestarles para que su profesión esté en consonancia con su conciencia de hombres respetables y de seguidores de Jesucristo.
En este, como en cualquier otro campo del apostolado, los pastores de almas encontrarán ciertamente cooperadores óptimos en aquellos que militan en las filas de la Acción Católica, a los que no podemos dejar de dirigir en esta carta repetidamente un cálido llamamiento, para que os presten toda su ayuda y su laboriosidad sin cansarse ni disminuirla nunca.
Será muy oportuno también que los sagrados Pastores recuerden a las empresas cinematográficas que ellos, entre los cuidados de su ministerio pastoral, deben preocuparse de toda forma de recreación honesta y sana, porque están obligados a responder delante de Dios de la moralidad de su pueblo, incluso cuando se divierte. Su sagrado ministerio les obliga a avisar, clara y abiertamente, cuando una diversión malsana e impura destruye las fibras morales de una nación. Recuerden, asimismo, a las empresas cinematográficas que lo que reclaman no se refiere sólo a los católicos, sino a todo el público que acude a los espectáculos cinematográficos.
En particular a vosotros, Venerables Hermanos de los Estados Unidos, incumbe justamente insistir sobre lo que decimos, ya que la industria cinematográfica de vuestro país se comprometió libremente a hacerse cargo de esta responsabilidad y evitar el peligro que pesa sobre toda la sociedad de los hombres.
Procuren, además, los obispos de todo el mundo hacer ver a los que trabajan en la industria cinematográfica que una fuerza tan potente y universal puede ser útilmente dirigida a un fin altísimo de mejora individual y social. ¿Por qué nos hemos de ocupar tan sólo de evitar el mal? Las películas no deben ser una simple diversión, ni ocupar tan solamente las horas frívolas y ociosas, sino que pueden y deben, con su magnífica fuerza, iluminar y encaminar a los espectadores al bien.
Y ahora, teniendo en cuenta la gravedad del caso, creemos oportuno descender todavía a alguna indicación práctica en consonancia con la materia. Ante todo, como ya hemos dicho, cada uno de los pastores de almas procurará conseguir que cada año sus fieles -del mismo modo que los católicos de Estados Unidos- hagan la promesa de abstenerse de películas que ofendan la verdad y la moral cristiana. Este compromiso o esta promesa puede obtenerse del modo más eficaz a través de la iglesia parroquial y de la escuela, y con la cooperación de los padres y de las madres de familia que tengan conciencia de su responsabilidad. Los obispos podrán también valerse para estos fines de la prensa católica, que hará resaltar la belleza y la eficacia de la promesa a que nos referimos.
El cumplimiento de esta promesa hace necesario que el pueblo conozca claramente qué películas son lícitas para todos, cuáles son lícitas con reserva, y cuáles son dañosas o realmente malas. Esto exige la publicación regular de listas de las películas clasificadas que, como hemos dicho, deberán llegar fácilmente al conocimiento de todos.
Sería muy de desear que se pudiese establecer una lista única para todo el mundo, porque para todos rige una misma ley moral.
Sin embargo, tratándose de representaciones que llegan a todas las clases de la sociedad, grandes y pequeños, doctos e ignorantes, el juicio sobre una película no puede ser siempre el mismo en todos los casos y bajo todos los aspectos. Además, las circunstancias, los usos y las formas varían de una nación a otra, por lo que no parece una cosa práctica establecer una sola lista para el mundo entero. Sin embargo, si en todas las naciones se tiene una clasificación de las películas en la forma que hemos indicado más arriba, ésta podrá ofrecer en líneas generales la norma que se busca.
Por esto será necesario que en todos los países los obispos establezcan una oficina permanente nacional de revisión, que pueda adelantar las buenas películas, clasificar las demás y hacer llegar este juicio a los sacerdotes y a los fieles. Sería muy oportuno confiar este encargo a los organismos centrales de la Acción Católica, que dependen de los excelentísimos obispos. En todo caso, sin embargo, es necesario, hacer notar claramente que para ser eficaz y orgánica la clasificación debe ser racional y hecha por un único centro responsable.
Aunque, cuando gravísimas razones locales verdaderamente lo exigiesen, los Ordinarios, en las propias diócesis, por medio de sus comisiones diocesanas, podrán usar criterios más severos que los exigidos para ser admitidas en la lista general que debe imponer la norma para toda la nación. La oficina mencionada cuidará, además, de la organización de las salas cinematográficas existentes en las parroquias o las asociaciones católicas, de modo que en estas salas se proyecten películas bien revisadas. Mediante la organización de estos locales, que para la industria cinematográfica resultan muy a menudo buenos clientes, se puede reivindicar un nuevo derecho: el de que la misma industria produzca películas que respondan plenamente a nuestros principios, los cuales serán fácilmente proyectadas, no sólo en las salas católicas, sino también en otras.
No ignoramos que la instalación de tal oficina exigirá un sacrificio, un gasto más para los católicos de los distintos países. Sin embargo, la gran importancia del cine y la necesidad de proteger la moralidad del pueblo cristiano, e incluso la moralidad de la nación entera, hace este sacrificio más que justificado, ya que la eficacia de nuestras escuelas, de nuestras asociaciones católicas e incluso de nuestras iglesias resulta disminuida, e incluso corre peligro, por la plaga de las películas malvadas y perniciosas.
Debe prestase atención para que la oficina esté constituida por personas que estén familiarizadas con la técnica cinematográfica y, al mismo tiempo, tengan bien arraigados los principios de la moral y la doctrina católicas; deberán, además, tener la guía y la asistencia directa de un sacerdote escogido por los obispos.
Mutuos y oportunos intercambios de indicaciones e informaciones entre las oficinas de los distintas naciones podrán hacer más eficaz esta tarea de revisión, aun teniendo en cuenta la diversidad de condiciones y de circunstancias de los diversos países. Así se conseguirá una unidad de dirección en los juicios y en las indicaciones en la prensa católica de todo el mundo.
Estas oficinas aprovecharán oportunamente no sólo las experiencias llevadas a cabo en los Estados Unidos, sino también el trabajo realizado en el campo del cine por los católicos de otros países. Si, a continuación, los miembros de esta oficina -con todas los mejores consejos y propósitos- caen en algún defecto, como sucede en todas las cosas humanas, los obispos sabrán con su prudencia pastoral, repararlo de la manera más eficaz y, al mismo tiempo, proteger la autoridad y la estimación de la propia oficina, reforzándola con algunos miembros más autorizados o sustituyendo los que hayan resultado menos aptos para esta delicada tarea.
Si todos los obispos aceptar su parte en el ejercicio de ese reloj caro en la película - de la cual no dudamos, porque sabemos que así su celo pastoral - algunos se hacen un gran trabajo para la protección de la moral de las personas en sus horas de ocio y recreación. Ellos merecen la aprobación y la cooperación de todos los católicos, y otros, ayudando a asegurar el inicio de este poder internacional grande, que es la película, el elevado propósito de promover los más nobles ideales y las normas más honestos vidas.
Para que estos votos y deseos, que brotan de un corazón de padre, alcancen resultado, imploramos la ayuda de la gracia divina; de lo cual sea auspicio la Bendición Apostólica que a vosotros, Venerables Hermanos, y el clero y el pueblo os ha encomendado, afectuosamente impartimos.
Roma, San Pedro, 29 de junio, la Fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de 1936, décimo quinto año de Nuestro Pontificado.
PÍO XI
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