Los santos de antes no usaban gomina
Ha causado bastante bronca la noticia de la pronta canonización de Juan Pablo II y de Juan XXIII. A mí me ha molestado muy poco o, mejor dicho, nada. La proliferación de santos de las últimas décadas produjo una oferta tal que mis posibilidades de demanda ha sido totalmente superada. Por otra parte, tanta abundancia habilita la duda acerca de la calidad de los últimos santos. Es lo que pasó con las corbatas. Antes eran todas Made in Italy, y ahora los son Made in China, aunque las etiquetas continúen afirmando que son de seda. Y del mismo modo en que sigo prefiriendo las dos o tres corbatas italianas que tengo, así también le sigo siendo fiel a los santos mártires de los primeros siglos y a algunos santos medievales, y trato de evitar incorporar a mis devociones santos manufacturados en China, o en Polonia.
Fuerza es reconocer que esta significativa variación en el mercado fue obra del Polaco Magno. Hasta su llegada al solio apostólico, las canonizaciones eran muy raras. Pasaban años sin que hubiese alguna y significaban un acontecimiento verdaderamente importante para la Iglesia. Juan Pablo II, en cambio, convertido en canonizador serial, no dejó pasar mes, o semana, sin proclamar algún santo o algún beato. ¿Por qué lo hizo? Muchas cosas podrán decirse, y hemos dicho desde aquí, sobre él, pero ciertamente no era un improvisado ni un ignorante, como ha sucedido con pontífices más recientes. Yo arriesgo dos hipótesis: creyó buenamente que poniendo de moda a los santos, y sobre todo a santos contemporáneos, ayudaría a que el mundo y la Iglesia fueran más santos, o bien, las canonizaciones le aseguraban plazas repletas de bote a bote en las que saciar sus ansias de multitudes y su posibilidad de hablar y ser escuchado por millones de personas. No logró, como salta a la vista, el primer objetivo, aunque sí logró el segundo, pero le sirvió solamente para aumentar su histrionismo y ejercer sus dotes actorales aunque, sinceramente, no creo que esto fuera su objetivo. Creo que Wojtyla tenía la firme convicción de que hablando a multitudes y apareciendo en millones de televisores iba a ayudar a convertir al mundo.
El incremento descontrolado de canonizaciones produjo varias consecuencias, algunas de ellas saludables, como la discusión teológica acerca de la infalibilidad de las canonizaciones, la cual ha sido seriamente cuestionada por teólogos de la talla de Gherardini y de Ols. Sobre este tema ya hemos hablando suficientemente en este blog y no volveremos sobre él. Sin embargo, parece oportuno destacar algunos aspectos notables de los santos de cada época lo que -vale decir-, equivale a preguntarse por los criterios de santidad que la Iglesia ha utilizado a lo largo de su historia.
Pareciera que los santos canonizados o que reciben culto público por parte de la Iglesia, han respondido a las necesidades de cada época. O, dicho de otro modo, cada época ha entronizado a aquellos santos que mejor respondían a sus expectativas. Y me parece encontrar dos grandes modelos de santidad: aquel que se impone desde los inicios mismos del cristianismo hasta la Reforma, y el segundo, desde ese momento hasta nuestros días y que, estimo, cambiará nuevamente con el bergoglismo.
Resulta claro que en los primero quince siglos de la Iglesia, la virtud que se esperaba de los santos y lo que de ellos se exaltaba era la fe o, en todo caso, las virtudes teologales. No significa esto que no se hiciera caso de las virtudes morales, pero éstas estaban subordinadas y en un segundo plano. A nadie se le ocurría canonizar o rendir culto a alguien porque había sido muy paciente o muy casto. E insisto, no es porque se despreciara estas virtudes, sino porque se las consideraba obvios fundamentos sobre los cuales edificar las virtudes verdaderamente importantes y propiamente cristianas y sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad.
Veamos algunos casos. Los primeros mártires fueron considerados los campeones de la fe. Su muerte era el testimonio más elevado de la fe en Jesucristo, y todo el resto de las virtudes que se señalaban en ellos -por ejemplo, la pureza y castidad en grandes mártires como Inés o Lucía- estaban en relación directa con la fe. Es decir, su castidad no era lo más importantes -las vestales eran tan vírgenes como ellas-, sino que era importante porque testimoniaba la entrega de la propia virginidad y, con ella, de la propia vida en razón de la fe depositada en el Señor.
Un caso análogo sucede con los Santos Padres. No se buscaba en ellos virtudes morales en las que, en algunos casos, estaban medio flojitos, sino su gran defensa de la fe expresada en la doctrina ortodoxa. San Jerónimo no era precisamente una persona mansa y humilde. Sus arrebatos de cólera epistolar contra San Agustín y San Basilio, por ejemplo, dan muestra de un carácter irascible, como así también sus abundantes malas palabras -era más boca sucia que el Cura Brochero, aunque las decía en latín- que aparecen en sus cartas. Y no digamos nada de las descripciones pormenorizadas de las ondulantes y seductoras bailarinas romanas que aún recordaba después de décadas de residencia penitente en Belén y que describe en sus escritos.
¿Y qué decir de San Cirilo de Alejandría? Fue al concilio de Éfeso con una patota -literaliter- de más de cincuenta monjes egipcios para enfrentar a Nestorio y a los suyos. Como los legados pontificios no llegaban, decidió comenzar él mismo el concilio, y lo hizo apretando de todos los modos posibles a través de sus monjes, con sobornos y violencia, a los Padres Conciliares y a las influyentes personalidades civiles a fin de que condenaran las doctrinas nestorianas, cosa que, efectivamente, sucedió. Y Cirilo es santo y doctor de la Iglesia. Ciertamente, no lo es por su heroicidad en las virtudes morales, sino por su firmeza al servicio de la doctrina y por su valentía demostrada en defensa de la verdad católica. Es decir, por su fe.
Ocurre lo mismo con muchos de los santos medievales. Santa Clotilde, esposa de Clodoveo, el primer rey cristiano de los francos, tuvo la misión de concentrar en sí la idea de la Francia católica, pues debido a su insistencia fue que su esposo, y con él todo su pueblo, se convirtieron a la fe. No tengo dudas de la piedad de esta santa mujer, pero recordemos que fue hija de Chilperico II de Burgundia (un soberano bárbaro en el sentido pleno del término), su tío Gundebaldo asesinó a su padre y ahogó a su madre además de provocar el exilio de su hermana. Finalmente, sus hijos terminaron matándose entre ellos para heredar la corona de Clodoveo. En este ambiente familiar, nada propenso al cultivo y estímulo de las virtudes morales, resulta difícil pensar en Clotilde como una santa al estilo de Santa Margarita María o de Santa Faustina. Ella fue una mujer fuerte en la defensa de la fe frente al paganismo y al arrianismo, a punto de tal de convencer a su esposo y de hacerlo bautizar por San Remigio.
San Canuto, o Knud el Santo, fue rey de Dinamarca y quien convirtió a su reino al cristianismo en el siglo XI. Muere asesinado por sus propios súbditos, los campesinos de Jutlandia, que no querían acompañarlo en una expedición militar contra Inglaterra cuyo trono pretendía ocupar. El pobre Canuto era bastante ambicioso, cruel y tendría varios vicillos más. Sin embargo, fue canonizado en 1101. El motivo no fue, una vez más, su heroicidad en la práctica de las virtudes morales, sino su fe, más allá de sus defectos que, al parecer, eran notables.
Veamos todavía un caso más. San Vladímir de Kiev, definido por su biógrafo Volkoff como fornicator maximus, no era precisamente un dechado de virtudes. Sin embargo, a él se debe la conversión al cristianismo de los pueblos eslavos y por eso es un gran santo de la Iglesia católica, tanto de la romana como de la ortodoxa. Ciertamente, después de su conversión, habrá cambiado de vida -y esto lo narran sus biografías-, pero todos sabemos que los hábitos, a no ser por un milagro, no desaparecen automáticamente después de una confesión, o de un bautismo. Necesitan ejercicio y desarraigo lo cual no sé hasta qué punto habrá sido el fuerte de Vladímir. Su grandeza estriba, como la de San Canuto y la de tantos otros, en haberse decidido por la fe de Cristo y contra el paganismo en el cual había nacido y al cual pertenecía, con todo lo que eso significaba. Y Dios seguramente lo premió con su visión por este acto, más allá que en lo moral no hubiese sido un ejemplo.
Pero con la Contrarreforma la cosa cambia. Los jesuitas, aunque no sólo ellos, comienzan a vender una santidad de moralina en la que se impondrán con fuerza las virtudes morales por sobre las teologales. Y aparece entonces, por ejemplo, San Luis Gonzaga, novicio de esa congregación, que era tan pero tan puro que no miraba a su madre y a sus hermanas para evitar tentaciones contra la castidad. Y por el estilo serán las vidas de San Estanislao de Kostka o de San Juan Berchmans. No dudo en absoluto de la santidad de estos jóvenes; lo que sostengo es que el motivo de su elevación a los altares, tal como se desprende de sus biografías, fue la heroicidad en el cumplimiento de ciertas virtudes morales. Seguramente, ejercitaron muchas virtudes más y en grado sumo también las teologales, pero la suya, mal que les pese, es presentada como una santidad de moralinas.
Veamos otro caso. Se cuenta de San Francisco de Sales que era tan pero tan piadoso que, cuando fue consagrado obispo, hizo promesa de rezar el rosario durante todos los pontificales que le tocara celebrar, en medio de tan aburridas ceremonias. Así que, para seguir su ejemplo, a rezar el rosario durante la misa… No digo que no haya que rezarlo durante los sermones, siempre tan aburridos, largos y exasperantes, pero la misa es un poquito más importante que el rosario, me parece, y mucho más lo es para quien la celebra, y mucho más aún si el tal es un obispo. Y como este hecho salesiano, las hagiografías y comentarios nos presentarán al santo doctor de Ginebra como el más pacífico y dulce de entre los hombres, bastante alejado de los berrinches de San Jerónimo, de las patoteadas de San Cirilo y de las ferocidades de San Canuto. Resulta claro que los criterios de santidad y de canonización cambiaron rotundamente. Una vez más insisto: creo que todos ellos son santos y gozan de la visión del Cordero Inmaculado, pero convengamos que son santidades distintas o, al menos, distintamente presentadas.
Hasta aquí algunos hechos que pueden ser comprobados históricamente. Ahora, un poco de pre-visión. Bergoglio es un puntero del conurbano bonaerense, aún cuando se vista de blanco. Para mantener su popularidad y adhesión no puede repartir planes trabajar, como hacen sus colegas. Va a repartir entonces bergoglemas y gestos populistas, sospechosamente ayudado por los medios de comunicación. Y aquí un paréntesis: resultan sugerentes algunos datos de la última semana: se anunció con bombos y platillos la gran humildad del papa que había hablado con Alitalia a fin de que no le pusieran una cama en el avión que lo conducirá a Río y que prefería salir de Fiumicino para no complicar a la gente despegando desde Ciampino. Todo el mundo dijo, claro, ¡Qué humilde! ¡Qué desapegado de los lujos! ¡Qué diferente a sus antecesores! Pero resulta que el papa Benedicto tampoco tenía cama en su avión y siempre salió de Fiumicino. Se trató de una mentirilla pontificia que -tarde-, fue aclarada por el jesuita Lombardi, y que no repercutió en los medios.
Y es sugerente también que quienes conocieron a Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires lo detestan. Públicamente se ha despachado ya varias veces el P. Marcó, que fue su vocero durante años, desde su programa de televisión y, en privado, varios arzobispos, obispos que no revistan precisamente en las filas de los conservadores. Y con ellos, muchos de los curas que lo conocieron y padecieron en la arquidiócesis porteña. No es el caso de dar nombres o relatar anécdotas, pero les aseguro que son varias. Sólo así se entiende un dato aparecido en los diarios los últimos días: de los 42.000 jóvenes argentinos que asistirán a las JMJ en Río, sólo 2000 son de la arquidiócesis de Buenos Aires. Era de suponer, en buena lógica, que de allí deberían haber sido un grupo mucho más numeroso, no sólo porque, en general, las parroquias porteñas cuentan con mayor poder económico, sino porque están mucho más cerca de Brasil que los puntanos o que los salteños, y porque se trata de agasajar a su ex-ordinario. A fin de cuentas, el único que sigue lavando y zurciendo zoquetes papales parece ser Mons. Taussig, acompañado del P. Ianuzzi y de los curas del IVE que están temblando por la que se les viene, o la que se les vino más bien y no saben todavía cómo anunciarla…
Cerrando el paréntesis y volviendo al hilo del post, Bergoglio nunca promoverá, me parece a mí, la canonización de santos como Domingo Savio o María Goretti, tan fuera de lugar en la sociedad contemporánea, porque el mundo se le reiría en la cara. No sería extraño entonces que comenzara una campaña de canonización de santos populares, suspendiendo si fuera necesario los debidos procesos e inaugurando un fast track para ellos, mientras que los santos regionales o de cabotaje, deberían esperar su turno y pagar los más onerosos peajes correspondientes. ¿De qué otro modo interpretar si no, la canonización de Juan XXIII? No cumpliendo aún los requisitos canónicos -le faltaba un milagro-, el papa decidió canonizarlo porque se le cantó. ¿Qué impide, entonces, que esto se le haga costumbre? Aunque ganas no le faltarían, no creo que lleguemos a Santa Gilda de la Bailanta o a San Nicolás Landoni y los ciento noventa y tres mártires de Cromañón, pero podría sorprendernos con Angelelli o con las monjas irlandesas, con algún laiquillo pacifista de San Egidio o con algún cocalero boliviano muerto por la DEA.
Parece exagerado lo que digo, pero cada día nos damos cuenta de que la patética realidad del personaje está superando la ficción. Es esto lo que sucede cuando los hombres menores acceden a los puestos para los que no fueron hechos: nunca deberemos subestimar su incapacidad.
Como decía el Dante: Sempre la confusion delle persone, principio fu del mal della cittade.
The Wanderer
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