LA DESVIRILIZACIÓN DE LA LITURGIA EN LA MISA NOVUS ORDO
por Fr. Richard G. Cipolla, Ph. D.
(traducción del original inglés por F.I.)
Fuente: RORATE CÆLI: The Devirilization of the Liturgy in the Novus Ordo Mass [Exclusive article]
Una rápida ojeada al gúgul (google) nos permitió reconocer que este invalorable artículo no había sido aún vertido a nuestra lengua. Lo ofrecemos para inaugurar una sección que constará de escritos de ajena pluma y singular provecho, todos a encolumnarse en el renglón derecho de nuestro blogue y bajo el rótulo general de «Jugo de doctrina sobre fe y liturgia».
Bien dijo el genial Nicolás Gómez Dávila que «la actual liturgia protocoliza el divorcio secular entre el clero y las artes». Sin merma de lo cual, conviene añadir -y es la tesis del autor del artículo que presentamos- que la liturgia actual también favorece una disposición psicológica adversa a la contemplación y, a la vez que fija a la feligresía en un infantilismo sin retorno, promueve una nueva forma de clericalismo en la que el sacerdote se aviene a serlo todo menos sacerdote. El despotismo manifiesto en el desprecio de la doctrina perenne sobre fe y moral y en los embates contra la celebración de la Misa Tradicional es el signo más evidente de ese clericalismo, tanto más dañoso cuanto más adopta una apariencia horizontalista y "compinche".
LA DESVIRILIZACIÓN DE LA LITURGIA EN LA MISA NOVUS ORDO
La correspondencia entre el cardenal Heenan de Westminster y Evelyn Waugh antes de la promulgación de la misa Novus Ordo es suficientemente conocida, y en ella Waugh emite un cri de coeur acerca de la liturgia post-conciliar y encuentra un oído condescendiente, si bien ineficaz, en el cardenal. Lo que no es igualmente conocido es el comentario del cardenal Heenan al Sínodo de los Obispos en Roma luego de que la misa experimental, Missa Normativa, fuera presentada por primera vez en 1967 para un número selecto de obispos. Este ensayo se inspira en las siguientes palabras del cardenal Heenan a los obispos reunidos:
«en casa, no sólo las mujeres y los niños sino también los padres de familia y los varones jóvenes concurren regularmente a misa. Si tuviéramos que ofrecerles el tipo de ceremonia que presenciamos ayer nos quedaríamos pronto con una congregación de mujeres y niños»
Aquello a lo que el cardenal se estaba refiriendo estriba en lo más íntimo de la forma Novus Ordo de la misa romana y a los consiguientes y profundos problemas que afligieron a la Iglesia desde la imposición de la forma Novus Ordo en la Iglesia en 1970. Uno podría verse tentado a cristalizar en fórmula aquello que el cardenal Heenan experimentó como «la feminización de la liturgia». Pero este término resultaría inadecuado y, a la postre, engañoso. Porque hay un auténtico aspecto mariano en la liturgia que resulta, por eso mismo, femenino. La liturgia alumbra (da a luz a) la Palabra de Dios, la liturgia hace nacer el Cuerpo de la Palabra para ser adorado y ofrecido como Alimento. Una terminología más correcta podría expresar que en el ritual Novus Ordo de la misa la liturgia ha sido feminizada. Hay un famoso pasaje en el De bello gallico de César en el que éste explica por qué la tribu Belgae tenía tan buenos soldados. Y lo atribuye a su falta de contacto con los centros de cultura del tipo de las ciudades. César creía que tales contactos contribuían ad effeminandos animos, a la feminización de los espíritus. Pero cuando se habla sobre la feminización de la liturgia se corre el riesgo de ser malentendido, como si se devaluara lo que significa ser mujer, o incluso la misma femineidad. Sin adoptar tanto como la perspectiva “machista” de César acerca de los efectos de la cultura en los soldados, se puede ciertamente hablar de la desvirilización del soldado, que mina su fuerza y disuelve su actuación específica. No se trata de un descenso hacia lo femenino. Más bien describe el debilitamiento de lo que se entiende ser un hombre.
Éste es el término, desvirilización, que pretendo emplear para describir lo que el cardenal Heenan vio aquel día de 1967 en la primera celebración de la misa experimental. En esta forma Novus Ordo (que el motu proprio de Benedicto XVI Summorum Pontificum, un tanto embarazosa aunque comprensiblemente llama la Forma Ordinaria del rito romano) la liturgia ha sido desvirilizada. Se debe atender al significado de la palabra vir en latín. Sea vir que homo, ambos términos significan “hombre”, pero es sólo vir aquel que tiene la connotación de “héroe varón”, y es la palabra que a menudo se usa por “esposo”. La Eneida comienza con las célebres palabras arma virumque cano («les canto a las armas y al héroe varón»). Lo que el cardenal Heenan reconoció anticipada y correctamente en 1967 fue la virtual eliminación de la naturaleza viril de la liturgia, la sustitución de la objetividad masculina -necesaria para el culto público de la Iglesia- por la blandura, el sentimentalismo y la individualización centrada en la persona maternal del sacerdote.
El pueblo, durante la liturgia, permanece de cara a la misma en una relación mariana: atención, receptividad, meditación, en la espera de ser saciado. Durante la liturgia es el sacerdote quien pronuncia, anuncia y confiesa la Palabra para que la Palabra devenga Comida para aquellos que participan de la suprema puesta en acto de la Ecclesia, que es la liturgia. Es el sacerdote quien ofrece a Cristo al Padre, y es este acto el que comprende la función específica de lo que se entiende por ser un sacerdote. Y así, la función del sacerdote como padre señala su papel no meramente en la función sino en la verdadera ontología de la sexualidad. El sacerdote se yergue ante el altar in persona Christi, in persona Verbi facti hominem, y esto no simplemente en tanto homo, palabra que en cierto sentido trasciende el sexo, sino in persona Christi viri: en el sentido de que homo factus est ut fiat vir, ut sit vir qui destruat mortem, ut sit vir qui calcet portas inferi (« Dios se hizo hombre para ser aquel héroe varón que destruya la muerte y aplaste con su propio pie las puertas del infierno»).
La desvirilización de la liturgia y la desvirilización del sacerdote para todo propósito práctico no pueden ser separadas. En lo que sigue quisiera (aunque a modo de esbozo y en forma incompleta) hablar primeramente en términos más específicos acerca de la desvirilización de la liturgia en sí misma en la forma Novus Ordo del ritual romano. Luego abordaré la obligada (en tanto derivada del ritual desvirilizado) desvirilización del sacerdote, valiéndome para ello de ejemplos concretos.
La descripción de la liturgia romana usando adjetivos como “austera”, “concisa”, “noble” y “simple” es un lugar común entre muchos que han escrito sobre la liturgia en el moderno movimiento litúrgico del siglo veinte. Muchos de estos escritores, con todo, han romantizado esta austeridad del ritual romano, o la han usado para impulsar su propia agenda consistente en despojar el rito del crecimiento orgánico de las edades, etiquetando este crecimiento orgánico con términos censuradores tales como “adiciones galicanas” o bien “inútiles repeticiones”. Más que designar al ritual romano como austero -un adjetivo que con razón conlleva matices puritanos-, es mejor hablar de masculinidad o virilidad del ritual romano tradicional. Hacerlo exige necesariamente una definición de masculinidad en este contexto. Esto es algo difícil, y tal asunto requiere un estudio más profundo. Con todo, ofreceré algunas características del ritual romano tradicional que ayudan a explicar, en el contexto de aquel rito, lo que entiendo acerca de la masculinidad y virilidad que le son inherentes.
Primero, la masculinidad es opuesta al sentimentalismo –no al sentimiento, sino al sentimentalismo. Hay una ausencia de toda traza de sentimentalismo en el ritual tradicional, también llamado Forma Extraordinaria. Esto se ve en lo sucintas y puntuales que -sin sacrificar la belleza del lenguaje- resultan sus colectas y súplicas, y en sus rúbricas que impiden que la personalidad del sacerdote introduzca sus propios sentimientos y preferencias en el mismo ritual. Si tomamos nota de la percepción que tuvo el cardenal Newman acerca del sentimentalismo como el ácido de la religión, entendiendo que éste destruye a la verdadera religiosidad, entonces las rúbricas del ritual tradicional se nos vuelven como la pequeña píldora que previene contra el reflujo del sentimentalismo en la liturgia.
Segundo, con la misa romana tradicional se reconoce la aceptación plena del silencio como el mejor de los medios para comunicarse con Dios. La participación activa es entendida como contemplación, como plegaria. Las palabras del ritual no son nunca la meta. Están fijadas. Apuntan siempre más allá de sí mismas. Es un lugar común decir que dos auténticos amigos son aquellos que pueden estar en absoluto silencio cada uno en presencia del otro, y reconocer cuánto el corazón le habla al corazón en este silencio. Éste es el silencio de Moisés ante la zarza ardiente, el silencio de los Padres del Desierto, el silencio con el que intimó san Benito en la cueva, el Sacro Speco.
Tercero, consta el hecho de la masculinidad de la lengua latina. Esta lengua, a diferencia de la femineidad de las lenguas romances, que son su linaje, es masculina en su laconismo, en su concisión, su formalidad, su dificultad, su falta de flexibilidad. Incluso en las manos de un poeta como Ovidio, quien ciertamente comprendió y puso en práctica tan bellamente el lado femenino de la poesía romana, incluso allí la masculinidad de la lengua se mantiene firme contra todo intento de hacerla otra de lo que es.
Cuarto, el ritual romano tradicional exige -no solamente en sus rúbricas sino en su misma esencia- una sumisión a su forma. Exige que se suprima toda auto-realización. Es algo a lo que se decide ingresar y que no puede transformarse nunca. Y esa decisión implica siempre algo como un heroico retraerse uno mismo con miras a la gran meta, el telos.
Quinto –y muy estrechamente relacionado con el cuarto aspecto arriba detallado- la liturgia es algo dado, jamás algo hecho. Está allí para adentrarse en ella. Este aspecto se reconoce más claramente en los rituales orientales, en los que el racionalismo y el sentimentalismo no corroyeron nunca este sentido que posee la liturgia de “entrega de Dios” –por esto, es conocida en el Este como “la Divina Liturgia”. Esta entrega no supone que sea la liturgia un fósil, ni le niega un desarrollo orgánico. Más aun, este don es como una gran casa que hubiera sido construida por la inspiración del Espíritu a través de las edades y que está allí para adentrarse en ella. El genio y la veracidad de la obra de Romano Guardini El espíritu de la liturgia, que inspiró tan hondamente al papa Benedicto XVI en su propia comprensión de la liturgia, asumió esta absoluta cualidad de don de la misma, por la que no es posible «tocar en la casa del Señor» mientras la casa no esté allí para que se ejecute la música en ella. El sacerdote acepta la prohibición de imponer sus propios gustos y disgustos en la liturgia. Él está deseando que se lo llame para que se le recuerde que haga lo que debe hacerse. Él acepta la distancia que la liturgia impone, sin la cual no se puede ingresar a la liturgia cósmica que trasciende el tiempo y el espacio.
Sexto, la liturgia es viril en su comprensión y uso de gestos ambiguos como el beso. Ciertamente el beso halla un lugar seguro en el dominio de lo erótico. Y no obstante el beso, como una señal de respeto y amor hacia los objetos empleados en la liturgia y hacia aquellos que participan de la liturgia -como en el beso de la paz-, purifica este símbolo erótico y lo eleva al más alto y más objetivo nivel de adoración de la presencia de Dios en la liturgia. Me siento siempre como abstraído y conturbado por aquellos que celebran la misa romana tradicional omitiendo los habituales besos en el piso por considerarlos algo “excesivos” y propensos a malentenderse. No son nunca excesivos, como Jesús se lo señaló a Judas cuando la mujer ungió sus pies con nardo precioso. Estos besos son proclives a ser malentendidos sólo si a la liturgia se le ha tonsurado su innata virilidad.
Finalmente, la liturgia es viril en su aceptación de la soledad esencial del sacerdote en la comunidad, que es su querido rebaño a quien él ama y por quien moriría si se le exigiese tal cosa. El vir sacerdote se yergue en soledad ante el altar para ofrecer el Sacrificio por su pueblo. Se yergue en la línea de Melquisedec, de Moisés, de san Pablo, de san Agustín y de todos aquellos santos que no temieron hallarse solos con Dios para y con la comunidad, especialmente aquellos que no temen experimentar la soledad del martirio.
Es obvio para la susodicha discusión concerniente a la masculinidad y virilidad de la liturgia que la desvirilización de la liturgia reclama y culmina en la desvirilización del sacerdote. Quiero ahora examinar dos contextos de la desvirilización del sacerdote: uno, como una directa consecuencia del ritual Novus Ordo tal como se lo celebra extendidamente; el otro, como una consecuencia del olvido de la esencial masculinidad-virilidad del sacerdote.
Podría no haber fuerza más poderosa para la desvirilización del sacerdote que la costumbre moderna de decir misa de cara al pueblo. Bien lejos de su naturaleza no tradicional, bien lejos de su apoyo en la deficiente y sentimental apelación a la antigüedad (contra cuyo arqueologismo previno Pío XII en la Mediator Dei), bien lejos de la imposición de un terrible malentendido acerca de la esencia de la Misa que hizo que el aspecto secundario de la misma como “comida” eliminara, o poco menos, el aspecto primario de Sacrificio: esta costumbre de decir misa de cara al pueblo como una novedad sin el sustento de la Tradición ha sido una de las causas primarias de la desvirilización del sacerdocio.
En una de mis muchas estadías en Italia observé que muchos cochecitos para bebés estaban hechos como para que el bebé se sentara mirando a su madre mientras ésta impulsaba el cochecito. Esto me resultó extraño, ya que en Estados Unidos el bebé apunta a la misma dirección que la madre que impulsa el cochecito. Cuando interrogué a una amiga sobre esto, ella me indicó que muchas madres italianas quieren mantener un permanente contacto visual con el bebé y desean poder sonreírle, hablarle con balbuceos, para asegurarse de que el lazo entre madre y niño esté siempre vigente. La clásica relación madre-niño resulta a menudo realzada de una manera perversa con esta acusada necesidad de la madre de cautivar constantemente al niño cara a cara para que éste no entre en tratos con el mundo exterior, con “los otros” que dañarían la relación.
Sin pretender que la analogía esbozada arriba sea exacta o completa, podría aseverar que la innovación radical -jamás exigida por el Concilio ni por ningún libro litúrgico- de celebrar la Misa con el sacerdote de cara al pueblo, ha transformado en la Misa el rol del sacerdote como padre que conduce a los suyos para ofrecer el sacrificio al Padre, a la madre cuyo contacto visual y chacoteo litúrgico con el pueblo (y cuya conducta, a menudo deliberadamente boba, como si el pueblo fuera un pueblo de párvulos) rebaja su rol de sacerdote al de la madre de un niñito. Esta simplificación de la feligresía a niñitos forzados a mirar a la madre-sacerdote les impide mirar más allá del mismo al Dios que está siendo venerado en presencia del sacrificio cósmico de Cristo.
Para usar otra analogía seglar: la Misa de cara al pueblo se reduce a una asamblea escolar en la que cada uno tiene un rol que jugar bajo la dirección del sacerdote que funge de Directora, de aquella que asegura que todo marchará sin problemas. Esto es descrito por muchos liturgistas como la dimensión “horizontal” de la liturgia, opuesta a la dimensión “vertical” que provee el sentido de trascendencia. Lo que resulta, a la postre, palabrería huera, ya que supone que la liturgia se encuentra bajo el control del sacerdote y los ministros y que es una de sus funciones el asegurar que ambas dimensiones estén de algún modo presentes y equilibradas.
Está claro que todo este enfoque niega profundamente la cualidad de don propia de la liturgia y su foco puesto en el culto de Dios en la oración y el sacrificio. Las rúbricas del Novus Ordo alientan esta comprensión de la liturgia radicalmente ajena a la tradición, con el constante debilitamiento de las instrucciones de sus rúbricas con términos del tipo “o en otras palabras”, “o de cualquier otra manera” y “o según la costumbre local”. Muy lejos de la romántica mirada retrospectiva a la frase de san Justino Mártir en referencia al celebrante de la Misa -que ofrece la acción de gracias “en consonancia con su capacidad”-, tomada en cierto modo como normativa; muy lejos de la cuestionable idea de suponer que el sacerdote está dispensado para echar mano de la Tradición o de su propio y personal sentido de la liturgia para suplementar o completar lo que las rúbricas ordenan decir y hacer: esta comprensión de la liturgia a cargo de una “asamblea escolar” vuelve imposible el culto católico tal como fue entendido por la Tradición. La Tradición entendió la radical significación de la liturgia involucrando al culto público como un servicio, officium, un servicio que está ciertamente fundado en el amor, pero que es con todo y nada menos que un servicio. Es este tradicional sentido del culto como officium aquel que fue consagrado y vuelto visible, aquel que fue entendido y experimentado en el rito romano tradicional.
El sacerdote es como Abraham, el padre de Isaac y el padre de los judíos y nuestro padre en la fe. El mayor acto de fe y de culto de parte de Abraham se cumplió cuando él condujo a su hijo cuesta arriba por la montaña para sacrificarlo en obediencia a Dios. Ambos caminaron apuntando a la cima de la montaña. Hay silencio, a no ser por el breve diálogo entre padre e hijo:
«E Isaac dijo a su padre Abraham: “¡padre mío!”. Y éste respondió: “aquí estoy, hijo mío”. Y aquél: “he aquí el fuego y la leña, pero, ¿dónde está el cordero para ofrecer en sacrificio?”. Abraham dijo: “Dios proveerá el cordero para ofrecer en sacrificio, hijo mío”. Entonces continuaron andando juntos» (Gn 22, 7-8).
Es aquí entre Abraham e Isaac en donde vemos el auténtico componente horizontal del culto, brevemente y al grano. El vertical y primario diálogo se da entre Abraham y Dios, un diálogo que transcurre en el silencio de la obediencia y la fe sobrecogidas.
Este rol del vir de fe es radicalmente distinto de aquel del sacerdote que entiende su oficio no como debiendo conducir al pueblo al altar del Sacrificio sino más bien como dialogando con él y haciéndole entender “cómo sigue la cosa”. Así es como la Plegaria Eucarística, con su enteramente breve diálogo entre sacerdote y pueblo, resulta una ulterior extensión del cotorreo del sacerdote. Acá no consta el ascenso conjunto de la montaña, no consta el volverse juntos a Dios; en su lugar, consta la terrible y atrofiante inercia de la madre condescendiente y dominante tratando de relacionarse con su niño y destruyendo mientras tanto en el niño la libertad que se requiere para ascender a la montaña de Dios.
Antes de acudir al importante asunto de la continuidad del rito Novus Ordo con el rito romano tradicional desde el punto de vista de la desvirilización de la liturgia, quisiera ofrecer unos apuntes relativos a dos resultados prácticos de la desvirilización de la liturgia y del sacerdote. El primero es este: la música que produjo el Novus Ordo, sea la empleada para la Misa que las canciones para cantar en la liturgia, es funcional en el mejor de los casos, y en el peor de ellos una baratija sentimental que hace que los viejos himnos evangélicos protestantes suenen como corales de Bach. Cuando la Misa se reduce a una asamblea auto-referencial, entonces la música se vuelve -si mucho- funcional, y en el peor de los casos algo como para excitar los sentimientos del pueblo. Este funcionalismo es un signo de la espeluznante, anticuada y anti-litúrgica actitud del establishment litúrgico que aún controla buena parte de la vida litúrgica de la Iglesia en los dicasterios romanos, en los seminarios, en las diócesis y, por eso mismo, en las parroquias.
El funcionalismo no puede propiciar el gran arte, ni en música, en pintura, ni en escultura o arquitectura. Y el funcionalismo destruye el culto, al menos tal como se lo concibe tradicionalmente, no como algo irracional pero sí ciertamente como algo no reductible a razón. En la perspectiva funcionalista, las lecturas en la Misa del Novus Ordo resultan momentos didácticos, como si se estuviera en clase, y no acciones del culto tal como tradicionalmente fueron entendidas. Aún más, el sacerdote actúa como una maestra, explicando constantemente aquello que sus estudiantes están oyendo y observando. Hemos olvidado que las lecturas en Misa (la Liturgia de la Palabra) son introductoras de la Palabra al interior de la Liturgia; no son meras lecciones para escuchar y asimilar. Provienen del interior de la Liturgia y no de una clase de catequesis presidida por una institutriz. La liturgia no es didáctica: ella forma e in-forma. Reclama atención hacia aquello que está más allá de las palabras que se están cantando o diciendo. La Escritura en el interior de la Misa es un eco de la Palabra y un excelentísimo “recordatorio de Dios” acerca de aquello que Él dijo y obró por nosotros en la persona de Jesucristo. Según el punto de vista funcionalista, el canto tradicional de la Iglesia debiera ser puesto absolutamente a un lado, ya que éste avanza mucho más allá de la mera funcionalidad en su perceptible forma de don, don cuyo propósito es la elevación del espíritu humano a Dios.
Renegamos de la música banal y sentimental del Novus Ordo, que es el fruto empalagoso del funcionalismo que subyace al rito en pos de algo que podría parecer trivial al compararlo, pero que es con todo parte de la evidencia de la desvirilización del sacerdote: el atuendo del sacerdote fuera de Misa. El atuendo del sacerdote cuando éste no está cumpliendo una función litúrgica se ha convertido, en cierto sentido y para pedir prestado un adjetivo profano recientemente puesto en boga, metrosexual. Esto significa que su masculinidad se ha vuelto confusa en su apariencia exterior. El abandono de la sotana como atuendo normal del sacerdote fuera de la liturgia es parte de la desvirilización del sacerdote. La caída del atuendo distintivo -tal es la sotana- y su reemplazo por un raído atuendo formal con un cuello clerical, o bien, cada vez más común, por una camisa dotada de un alzacuello blanco que puede ser quitado y guardado en el bolsillo, es parte de la pérdida de la “liminalidad” del sacerdote. Éste ya no es más aquel que se yergue en el umbral, el limen, entre tierra y cielo, mientras celebra Misa. El atuendo religioso usado luego de vestir el atuendo seglar lo domestica al punto de convertirlo en un simple clergyman (clérigo protestante), y -man con la significación de “persona” y no ya “hombre”.
Los años cincuenta y sesenta del pasado siglo asistieron a un enfoque más radical sobre el atuendo del sacerdote por parte de aquellos que eran vistos y se tenían a sí mismos como en la vanguardia de la reforma, especialmente en Europa. Vestían chaquetón y corbata o polera negra, aun combinándolos, si cabe, con el atuendo seglar de aquellos de su entorno. Muchos sacerdotes europeos visten aún así, sea por la continuidad de su romance con el secularismo o como un intento de integrarse a su feligresía. El hecho es que la sotana, en tanto atuendo tradicional del sacerdote, al menos entre su grey, les recuerda que él no es sólo un “clergyman” sino un sacerdote, no sólo un “líder religioso” sino aquel que ofrece el Sacrificio por ellos, cuya vida está centrada en este ofrecimiento del Sacrificio y que no puede nunca secularizarse por completo. La sotana es la afirmación de la hombría y la virilidad del sacerdote. Esto está en contraste con la noción mundana de hombría como asociada a los modos refunfuñantes de un jugador de fútbol, o a un mal afeitado modelo de Armani en vaqueros ceñidos, o a toda suerte de “macho” que exuda potencia sexual. El uso de la sotana en el sacerdote remite a la túnica del profeta; es el signo exterior de su testimonio acerca de aquella soledad y desprendimiento que es una parte integral de aquello que se entiende por un hombre, vir, ser sacerdote. La sotana es un símbolo de aquel desasimiento que indica la relación entre el sacerdote y su grey.
El sacerdote desvirilizado confunde desasimiento con arrogancia o superioridad, con frialdad o clericalismo. Irónicamente, lo verdadero resulta justamente lo opuesto. El período post-conciliar ha asistido al ascenso de un clericalismo que se enmascara a sí mismo clamoreando que el sacerdote sólo “preside” la asamblea, pero que en los hechos lo preside todo y cualquier cosa. El sacerdote no debiera ser nunca un presidente; si es por esto, acabaría siendo algo así como un quisquilloso coordinador de bodas. Para amar a su grey el sacerdote debe poseer este sentido del desapego respecto de ella, no sea que se convierta en uno de esos muñequitos coleccionables de etiqueta.
Llegamos finalmente a aquel que es el más serio de los efectos de la desvirilización de la liturgia: la aparente y real discontinuidad entre el Novus Ordo y el rito romano tradicional. Este asunto de la discontinuidad y la ruptura ha sido objeto de buen número de estudios y charlas en los últimos años, no siendo el menor de ellos el ya famoso discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana el 22 de diciembre de 2005. Sin merma de que su discurso aborda específicamente la cuestión de la hermenéutica, de la interpretación del Concilio Vaticano II, éste conserva aún relevancia en relación con el problema específico de la discontinuidad de la liturgia.
A menudo, el sentido de la misma palabra “discontinuidad” no es claro. Quiero expresar una analogía que entiendo sirve para aclarar aquello que está involucrado en esta discontinuidad entre las dos formas del rito romano. En las matemáticas hay funciones a las que, a partir de un cierto punto, se las llama discontinuas. En razones sencillas, lo que esto significa es que, a partir de ese punto, no hay valor para la función. Podemos decir que hay un “hueco” en la función al llegar a este punto. Lo que significa, más por extenso, que no hay modo de “llegar” del antes al después de la discontinuidad. No se puede pasar a través de un “hueco” en la función.
El empleo de esta analogía de una función en la que hay un hueco, una discontinuidad, nos ayuda a entender el hecho de que para una abrumadora mayoría de los católicos que viven en la cara “posterior” del hueco -aquellos para quienes el Novus Ordo es su única experiencia como Misa- la cara de la función que se encuentra “antes” del hueco les es totalmente ajena. Sean cuales fueren los argumentos teológicos y litúrgicos que se presentan en esta discusión acerca de la continuidad, el hecho capital es que para los católicos que crecieron con la Misa Novus Ordo, el rito romano tradicional es una cosa extranjeriza y exótica. Estos católicos no ven la continuidad que se da por supuesta y se defiende. Ellos sólo ven el hueco como un abismo y no pueden ver ni entender el lado “anterior” del hueco.
Esto nos lleva a emplear la analogía matemática para avanzar en la elucidación de lo que realmente significa esta discontinuidad entre las dos formas. Las funciones se representan a través de fórmulas que establecen variables. Una función que es discontinua podría tener la misma “fórmula” equivalente en cualquiera de los lados en el hueco de la función. Pero puede darse la situación en que, después de esta discontinuidad, la fórmula de la función se modifique, ofreciéndose ahora esencialmente una nueva fórmula y una nueva forma. Si debemos atender a lo que nuestro pueblo católico experimenta en la celebración de la Misa en las dos formas del rito romano, entonces es obvio que no sólo hay una discontinuidad, un hueco; hay también una nueva función, una nueva fórmula, una nueva forma después del hueco. La nueva fórmula emplea las mismas variables que la antigua fórmula, pero hay una fórmula distinta que denota toda una nueva familia de curvas. El aspecto, la figura y la estructura de la nueva forma se ven y son, de hecho, muy distintos de aquellos de la forma anterior al hueco. Éste es un problema muy serio para la integridad de la fe católica tal como se la ve y se la entiende y tal como se la actualiza en la celebración de la Santa Misa. De un lado tenemos la celebración de la Misa Romana Tradicional, la que -usando las palabras que describen la Regla de San Benito en un relato contemporáneo de la vida de ese santo- es potente e strana, poderosa y extraña. La Misa Romana Tradicional puede bien ser descrita con las palabras de la introducción al Antiphonale Monasticum en su descripción del canto de la Iglesia: simple, sobrio, a veces quizás algo austero, ciertamente bello, y capaz de exhibir un sentido muy firme de la línea. Dotado al fin de cuentas para la dulzura y logrando ser, a través de esto, sobremanera expresivo, sensible a todos los temperamentos, y poseedor de la capacidad de hacer nacer los sentimientos más íntimos del alma. Y del otro lado, otra cosa: desvirilizada y des-romanizada muy otra cosa.
Esto es ciertamente aquello que el cardenal Heenan observó aquel día de 1967 cuando la forma experimental de la Misa Novus Ordo fue celebrada por primera vez para los obispos de Roma. Reconoció allí los resultados de la mentalidad funcionalista que no comprende el ceremonial y confunde simplicidad con un infantilismo recortado. Observó allí la “novedad” de la Misa Novus Ordo, una novedad que no creció orgánicamente desde la Tradición sino más bien a partir de un específico esfuerzo de la teología litúrgica fundada sobre (e infectada por) el racionalismo post-iluminista. Reconoció allí la desvirilización de la liturgia y supo cuál sería uno de los efectos del Novus Ordo en la Iglesia: una marcada disminución de la asistencia a Misa. Alcanzó a vivir lo suficiente como para ver el comienzo de la pérdida del sentido de lo sagrado; lo que no llegó a ver es la desvirilización del sacerdocio y sus desastrosas consecuencias en la falta de vocaciones y en la infidelidad personal a la castidad y el celibato.
In exspectatione: LA DESVIRILIZACIÓN DE LA LITURGIA EN LA MISA NOVUS ORDO
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