EL ENSUEÑO ECUMÉNICO ENGENDRA MONSTRUOS
Ni el más audaz soñador entre los griegos de la antigüedad hubiera imaginado que su propia lengua iba a servir de soporte idiomático para darles el nombre a insospechables hallazgos de la ciencia y la técnica tan remotamente futuros, como ser la ecología y el teléfono. Otro de tantos términos de acuñación reciente sobre moldes griegos -un siglo de existencia, poco más o menos-, y ya tan necesario de aclaraciones por la bi- y aun trifurcación semántica y el consiguiente descalabro del concepto, es el de ecumenismo.
En la oikouméne o «tierra poblada» del helenismo subyace inconfundible la idea de «humanidad», es decir, de una unidad superior a la de la nación, por la que venía a admitirse la esencial identidad de todos los hombres en una única especie. La ecúmene es la tierra habitada por los hombres, el ámbito en el que estos desarrollan su actividad y su cultura. Asumido el concepto -con sus exigencias éticas intrínsecas- por la Roma imperial, y luego por la Roma cristiana, éste constituirá la evidencia en la que se fundarán el derecho de gentes y el derecho natural, sea que se considere a ambos como a una única o a una múltiple razón.
Apenas un siglo después de la ruptura protestante, el problema de la reductio ad unum de aquellos jirones sueltos de lo que había sido el orbe cristiano ocupó bastante pronto la mente de diversos pensadores, entre los cuales Leibniz, que propiciaba la distinción entre lo que él llamaba creencias (necesarias de suyo) y opiniones (no necesarias), a los fines de alcanzar un presunto mínimo denominador común de las distintas confesiones cristianas. Matematicismo irreductible a la razón teológica, a una Iglesia todavía consciente de que "ni una tilde" de la Ley (del dogma) podía omitirse no se la iba a convencer con tales recaudos. Pero el término «ecumenismo» como alusivo a la reintegración de las diversas confesiones cristianas en una unidad es mucho más reciente.
Ya se vio precisado el Santo Oficio, en su notoria Instrucción del 1949, a recordar -pululantes ya los desvaríos ecuménicos- que es la Iglesia católica «la que posee la plenitud de Cristo», por lo que la unión de las distintas denominaciones cristianas sólo es hacedera por el retorno (per reditum) de los que permanecen fuera del redil de Pedro. Pío XI, en la Mortalium animos, había señalado con claridad que las tentativas de los pancristianos «no pueden, de ninguna manera, obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio», error que lleva -en palabras del pontífice- al indiferentismo y aun al ateísmo.
Sabemos cuánto mudaron estas consideraciones con el Concilio Vaticano II, que propuso algo así como la "conversión común" de las diferentes confesiones cristianas -incluida la Iglesia católica- al así llamado «Cristo total». La Unitatis redintegratio define así al "movimiento ecuménico” como al «conjunto de actividades y de empresas que, conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos. Tales son, en primer lugar, todos los intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones en ellos». Nada, al parecer, más alejado de aquello que san Agustín encomió como «la doctrina de la verdad en la cátedra de la unidad», dimanada ésta de aquella triple unidad evocada por san Pablo: «unus Dominus, una fides, unum baptisma (Ef. 4, 5)».
El furor ecuménico, como es fácil comprobar, no se detuvo en la unidad jamás consumada con los protestantes, que -al menos en sus versiones más bullangueras y telepastorales- siguen haciéndole sisa a la Iglesia, atrayendo a incautos de origen católico a sus filas. Ahora el abrazo ya alcanza a la casi totalidad de las formas de culto, incluido acaso el satanismo. Conste para comprobarlo una vez más el programa del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, que para la Semana de Oración por la Unidad 2014 a celebrarse en Canadá, ofrece un modelo de celebración ecuménica orando sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales «siguiendo la tradición de algunos de los pueblos indígenas de Canadá». Menos mal que se cuidan de observar que «habrá que saber de antemano la dirección de los puntos cardinales para orientar a la comunidad que celebra», para evitar ulteriores confusiones. Se propone también, en la teatralización de rigor, un «intercambio ecuménico de dones espirituales» simbolizables en especies, y «la utilización en las oraciones de intercesión de los “Ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio” de las Naciones Unidas». Huelgan comentarios.
Nada que ver este cristianismo pass-par-tout, con tufo a logia, con aquel que inspirara en 1909 las oraciones del converso del anglicanismo, padre Paul Wattson, quien concebía la unidad como el regreso al seno de la Iglesia romana. Basta cotejar día por día las oraciones de los Octavarios por la Unidad de estos últimos años con aquel compuesto por Wattson, en vigor hasta hace unas décadas, en el que se pedía sucesivamente: 1- por la conversión de todos aquellos que se encuentran en el error; 2- de los cismáticos; 3- de los luteranos y los protestantes de Europa; 4- de los anglicanos; 5- de los protestantes de América; 6- de los católicos ya no más practicantes; 7- de los hebreos; 8- de los islámicos y de todos los paganos. Y al término de la «coronilla para la Unidad», rezada sobre las cuentas del Rosario, y luego de invocar la asistencia de la Virgen, se le pedía al Señor «ut omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare et infedeles universos ad Evangelii lumen perducere digneris». Amen.
In exspectatione
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