De un soldado español a cuatro Papas

Ortiz de Zárate

Corría el año 1538 y, el entonces invencible Imperio Otomano, se extendía imparable, amenazando Europa y a toda la cristiandad. El sultán Solimán el Magnífico había iniciado lo que parecía una segura conquista de todas las islas del Mediterráneo y el centro del continente europeo. En el Mediterráneo una ofensiva cristiana intentó eliminar el peligro que suponía la gran flota turca.
El papa Pablo III consiguió en febrero de 1538 la creación de una liga que aglutinara al propio Papado, a la República de Venecia, a Carlos V, al archiduque Fernando de Austria y los caballeros de la Orden de San Juan de Malta. Hubo desavenencias en el campo católico, lo que restó efectividad a la flota. En Preveza, Andrea Doria, que comandaba la flota de la Liga, no se atrevió a hacerle frente al pirata argelino Barbarroja que, a las órdenes de Solimán y con una flota notable, era el encargado de arrasar las costas italianas, españolas y cualquier isla que entre ambas se encontrara. Los cristianos acabaron retirándose, pero Barbarroja les persiguió. Tras varios combates menores, unas 13 galeras cristianas fueron apresadas o hundidas; otra, donde iban 500 soldados españoles, opuso gran resistencia y tras horas de combate, desmantelada y con el casco agujereado, se pudo zafar de los piratas y poner rumbo a Corfú, donde se reuniría con el resto de la flota de Andrea Doria. En dicha galera se encontraba una compañía de españoles al mando de Machín de Munguía, vascos casi todos. Barbarroja se admiró de la valentía y ardor guerrero demostrado por aquellos españoles.
Un año más tarde, el capitán Machín de Munguía se encontraba al mando de una compañía de soldados de las doce que integraban el Tercio que, a las órdenes de Francisco de Sarmiento, defendía el puesto avanzado de Catelnovo, en la costa dálmata. Barbarroja, al mando de 50.000 hombres y 40 galeras, asedió, atacó y destruyó el enclave, con gran mortandad entre sus tropas y el aniquilamiento casi total del Tercio español, al que no se pudo o no se quiso socorrer. Entre los pocos prisioneros que pudieron hacer los turcos se encontraba nuestro personaje, Machín de Munguía. Babarroja, admirando el valor desplegado por este capitán, le ofreció el perdón y un puesto relevante dentro de su ejército si renunciaba a su fe. La respuesta de nuestro aguerrido vasco no se hizo esperar: “Prefiero morir al servicio de mi Dios y de Su Majestad.” Así fue. El enfurecido Barbarroja ordenó degollarlo allí mismo junto a treinta de sus compañeros.
Hasta aquí el suceso histórico. Quizá alguno se pregunte qué relación puede guardar Machín de Munguía con los temas tratados en esta columna. A mí se me antoja pensar que habría una posibilidad no demasiado remota de que nuestro héroe se encontrara en las moradas celestiales con los cuatro papas conciliares. Creo que, como soldado que había mirado muchas veces a la muerte cara a cara, y como respetuoso cristiano que había dado su vida por la Fe, tendría todo el derecho del mundo a dirigirse en términos directos y sin adorno a nuestros cuatro personajes. Y posiblemente le pudo haber dicho a San Juan XXIII:
Yo, señor, como soldado que soy, os acuso de cobardía ante el enemigo. Yo al menos tuve el honor de luchar contra los adversarios de la Fe y derramar mi sangre en su defensa. Vos, en cambio, pactasteis con el peor enemigo que en vuestro tiempo tenía la Iglesia, el comunismo. Y lo hicisteis en un momento crucial, cuando el comunismo atravesaba por una crisis interna considerable y los partidos comunistas no habían ganado tan siquiera una elección libre. Los comunistas, bajo las directrices del Presidente ruso Nikita Khrushchev, habían decidido cambiar de táctica y presentar un rostro más humano y dialogante. Os prestaste al juego, abandonasteis a su suerte a millones de hijos vuestros (que son reales soldados de la Iglesia) sin levantar una queja. El infierno comunista continuaría con el aniquilamiento de millones de seres (Camboya perdió un tercio de su población total vilmente asesinada en los “Campos de Exterminio”). Si hubierais sido un oficial a mis órdenes, os habría mandado fusilar.
Con mirada férrea, Machín se dirigiría ahora a Pablo VI (que tarde o temprano acabará también canonizado) con estas o parecidas palabras:
También os acuso a vos de rendiros ante el enemigo. Aceptasteis y continuasteis el pacto secreto que vuestro antecesor hiciera con Khrushchev. Con burda excusa os negasteis a atender las peticiones de casi 500 padres conciliares para que se condenara el comunismo en el Aula Conciliar. Es más, consentisteis que movimientos como Cristianos para el Socialismo y la perniciosa Teología de la Liberación florecieran en vuestros días, con la consiguiente marxistización del la fe católica en la América de habla hispana y portuguesa, es decir, del noventa por ciento de los fieles católicos del mundo entero. Sólo por eso mereceríais ser pasado por las armas de mi compañía. Pero es que además hicisteis algo quizás más grave: destruisteis el Rito Tradicional de la Misa e impusisteis a sangre y fuego el nuevo rito, inventado por un conciliábulo de católicos liberales y protestantes y sin ninguna raíz en la Tradición católica. Cambiasteis la lex orandi, para así dejar paso franco al cambio en la lex credendi. Miles de sacerdotes os pidieron indulto para continuar celebrando la Misa Tradicional y se lo negasteis, haciendo así una exhibición de autoritarismo nunca antes visto en la Iglesia, pues prohibisteis algo para lo que no teníais autoridad.
El siguiente interpelado por nuestro capitán sería San Juan Pablo II.
Yo moría por la Fe católica y vos besasteis el Corán, como si de un libro sagrado e inspirado se tratara. Defendía yo una Fe y una Iglesia que, según se nos había enseñado, eran esenciales para la salvación; vos afirmasteis constantemente que hay otras Iglesias y comunidades eclesiales fuera de la Iglesia católica con suficiente contenido de verdad y abiertas a la gracia del Espíritu Santo como para ofrecer la salvación a sus miembros. Contemplasteis impávido la demolición de la liturgia, de la teología y la extinción del alma de la Iglesia iniciadas en el tiempo de vuestro antecesor. Allí a donde fuisteis erais aclamado por las multitudes, quizás ignorando que todo verdadero fiel que se precie ha de ser perseguido, como lo fuera nuestro Maestro, quien ya nos avisó contra el peligro de que la gente hablara bien de nosotros, a la vez que nos bendecía por ser calumniados y perseguidos.
Las miradas del veterano español y del Papa germano, Benedicto XVI, se entrecruzaron en enconada lucha, como si el teutón desafiara al vasco a que pudiera espetarle alguna queja de su oficio petrino.
No soy teólogo–dijo de Munguía—pero se me hace que vos sois uno de los grandes causantes de esta gran crisis que hunde la Barca de Pedro. El famoso “subsistit” que lograsteis introducir en la Lumen Gentium ha sido mortal para la Iglesia Católica: Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica (Lumen Gentium 8).
Los decretos sobre ecumenismo, libertad religiosa y relaciones con los no cristianos acabaron por rematar y aniquilar el dogma de fe Extra Ecclesiam nulla salus. Las consecuencias no se hicieron esperar: la Nueva Iglesia Ecuménica reemplaza a la Iglesia Católica que había sido hasta ahora la Única Iglesia de Cristo; agravamiento de una locura ecuménica que nos hace renunciar a aquellas verdades de nuestra fe que puedan ser incómodas al mundo y a cualquier otro sentimiento religioso; destrucción de los dogmas, y las consiguientes doctrinas morales, al considerarlos como meras formulaciones sujetas a la historia del momento.
Tengo a vuuestro favor que nos devolvisteis la Misa Tradicional y declarasteis oficialmente que nunca estuvo ni pudo estar abrogada. Quizás por eso alguien os hizo una proposición que no pudisteis resistir y dejasteis el oficio de pastor supremo, cosa que nadie había hecho hasta ahora en tus circunstancias, para que lo tomara otro con ideas más radicales que acelerara el proceso de aniquilación…
Nuestro capitán no pudo continuar, pues las lágrimas ahogaban al soldado curtido en mil combates. Sólo pudo decir: Habéis destrozado la Iglesia en la que nací, viví y por la que morí. Que Dios os perdone; yo no puedo.

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