LA SERPIENTE ANTIGUA Y LA ATRACCIÓN DE LA NADA
A un mundo ya avanzadamente corroído por el escepticismo más radical, por el rechazo de toda fundamentación moral de la existencia -indiferente, por tanto, o casi, a las categorías de «bien» y «mal»-, habría que enrostrarle la lección hamlética: en el centro mismo del hombre es la puja entre el ser y el no-ser la que se libra, y no otra, y todas sus acciones son reconducibles a este tablado. Y acaso así volvamos siquiera a barruntar las nociones archivadas de «bien» y «mal», ya que el bien depende metafísicamente del ser, y a mayor plenitud de ser mayor el bien, y el mal es merma y sombra de esa plenitud. Por supuesto que al vigor apodíctico con que se aluda al ser debe corresponderle un ánimo con-victo, capaz de dejarse vencer por las incontrastables evidencias. Lo que, para los tiempos que corren, ya es tanto como un milagro moral.
Epifanía desgraciada la del ser con todas sus riquezas, cuando ha de serlo entre cegatos; testimonio que sólo sirve a ofuscar aún más, como en el drama de la bondad de Jesús visible a los fariseos. Pero sol siempre naciente de su alcoba, signo de contradicción del que unos huyen a soterra y otros reciben con gozo los sus rayos. Drama, drama único y real del hombre en esta vida, cuyo todo cometido estriba en afirmar o negar, y cuya libertad, si fuésemos capaces de justipreciarla, nos impresionaría (en la vastedad de sus perspectivas posibles) como un puro piélago, sin accidentes a la vista. Principio de vida íntima increíble para el distraído, pero principio no menos eficaz para cualquiera. «Mira que yo pongo hoy delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desgracia» (Dt 30,15).
El hombre no trata sino con preexistencias porque el hombre no extrae nada de la nada, sino que punza aquello que se le ha concedido en feudo. Pero su asombrosa facultad de actuar sobre lo dado con plena voluntad y deliberación, imprimiéndole su espíritu y carácter a la materia, su señorío sobre las cosas -en lo que se confirma el ser imagen del Creador- se ve afectado por esta duplicidad que inhiere toda su actuación en el mundo. Se obra pro o contra legem, asegún escoja el hombre en conformidad con su voluntad, y ella lo hace irremisiblemente responsable.
Si algo caracteriza a la modernidad es la embriaguez del poderío, tanto que vio surgir fenómenos tan característicos dentro de un arco tan vasto de aberraciones como el consumismo y la manipulación de embriones humanos, inter alia. Si la antigüedad conoció la expansión imperial y la Edad Media un Sacro Imperio concebido como una confederación de naciones cristianas, el imperialismo en sentido estricto -si hacemos abstracción del Islam- se revela como un fenómeno eminentemente moderno, punto menos que los totalitarismos. Ahora bien: esta hiperbólica voluntad de potencia, por su desorden intrínseco, incide negativamente sobre el ser al establecer una polarización hostil entre conciencia y res extensa, para decirlo en términos comprensibles a la filosofía moderna. Es la catástrofe inmanente, esa «catástrofe de la realidad manipulada falazmente» (en palabras de Guardini, o similares) que constituye todo el lucro que puede obtener el hombre picado de esta hybris.
Y es el trato más desaprensivo que podía brindársele al no-yo, y es el máximo destrato. «El infierno son los otros», según se sinceró Sartre. Pathos tan sombrío ya afectó, por si no nos hubiésemos enterado, a la mismísima Iglesia, cuya Jerarquía, no contenta con modificar innecesaria y aun ilícitamente las cosas que son de dominio eclesiástico (como se lo ha hecho con el Misal), se mete incluso con las que son de derecho divino, tal como viene anticipándose sin rubor respecto de la comunión prevista a los adúlteros. Es la Iglesia adúltera que se reconoce en sus pares y los premia, tiznando plenitud con menoscabos por el acuoso recurso a una misericordia que es su parodia cruel.
Nuevo: he aquí la palabra-talismán de la modernidad, alusiva en principio a una mera cualidad adjetiva, pero que en verdad versa sobre la voluntad desaforada de poder, del deshacer para rehacer a gusto, del saborear la extensión del libre arbitrio hasta las heces. Modernidad que se apropia sin más ni más del ecce nova facio omnia (Ap 21,5) que sólo Uno puede, en rigor, pronunciar. La Iglesia, encandilada por ese mundo al que ya desiste expresamente de evangelizar, no quiere ser menos que él y está presta y solícita para trocarlo todo en su contrario. Así, al cura de campaña que osó recordar que «para la Iglesia, que actúa en nombre del Hijo de Dios, el matrimonio entre bautizados es sólo y siempre un sacramento» y que «quien se pone fuera del sacramento contrayendo el matrimonio civil vive en una infidelidad continua», pues «no se trata de un pecado ocasional» pasible de arrepentimiento y enmienda, por lo que no puede permitírsele la comunión, el secretario general del Sínodo, cardenal Lorenzo Baldisseri, lo desairó públicamente tildando sus palabras como a «una locura, una opinión estrictamente personal de un párroco que no representa a nadie, ni siquiera a sí mismo».
«¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal!» (Is 5,20). La tempestad arrecia hasta el naufragio, y ejemplos como el citado cunden hasta el hastío. Bien se ha dicho que la agonía del Señor en Getsemaní fue provocada por la visión subitánea de todas las deserciones y traiciones de los suyos, del nulo provecho que muchísimos obtendrían de su Sacrificio: y se habló hasta del hastío del Redentor en esa hora. El mismo hastío que no debe sino provocarle el permanente escándalo de un Papa que no quiere ser más que Obispo de Roma, que en su deposición escrita arrima el sofisma de que «dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado» (Evangelii gaudium, 32), que recientemente nos hizo saber que, aparte de la obvia referencia al de Asís en el nombre que se impuso como pontífice (sin dudas más alusivo al Francisco de Renan, que no al de Celano o al de Buenaventura), Celestino V viene a ser su ulterior modelo. Se trata, nótese bien, de aquel Papa que renunció al pontificado apenas transcurridos cinco meses de su elección, colui che fece il gran rifiuto, según Dante. Se trata de enaltecer al papa que no quiso ser papa, es decir: de dorar la aventura de no-ser. O bien: de la atracción de la nada.
Analizando la psicología del pecado tal como nos la presenta el Génesis, se supo señalar que «cuando se dice que Dios sabe que los hombres, mediante la acción prohibida, pueden hacerse semejantes a Él, se afirma que Dios tiene miedo y siente su divinidad amenazada por el hombre», lo que equivale a colocar a Dios al nivel de las divinidades míticas, vuelto soberano de hecho y no por esencia. Lo único que necesita el hombre para destronarlo, según la sugestión demoníaca, es el conocimiento del bien y del mal, conocimiento «entendido también de manera mítica como la iniciación -reservada al soberano del mundo- en el misterio del universo, iniciación que da un poder mágico y garantiza el dominio» (Romano Guardini, Die Macht). Es el contenido implícito en la tercera tentación sufrida por Jesús en el desierto: adorar el principio del mal que domina al mundo. «Aquí es donde se plantea para la voluntad humana en forma neta la cuestión fatal: ¿en qué cree? ¿A quién quiere servir: a la fuerza divina invisible o a la fuerza del mal, cuyo reinado en el mundo es manifiesto?» (Soloviev, Los fundamentos espirituales de la vida).
Que la Iglesia estaba severamente afectada por aquel mal que nuestros paisanos conocen como lumbrí (es decir: la parasitosis, la burocratización del ministerio sagrado, que hace del sacerdote un paniaguado de la función cultual) era cosa archisabida. Pero la infestación es mucho más grave aún, tanto que devino un remedo grotesco de la Inhabitación a cargo de un agente sibilino y sibilante, como de sierpe convidada a aposentarse en los reales dominios que no son los suyos. El famoso «humo de Satanás» discurriendo en meandros, como el intestino tomado por lumbrí, y tan interno y enquistado como expresivo en pésimos frutos.
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