PEDIDO DE COLABORACIÓN CON LA JUSTICIA FRANCESA

Transcurrieron ya casi tres meses desde que se destapara el caso del automóvil con patente vaticana interceptado en un puesto fronterizo de montaña con cuatro kilos de cocaína y doscientos gramos de marihuana. Visto que la causa, a juzgar por el sorprendente silencio posterior al clamor inicial, parece estancada -si es que alguna vez fue incoada-, se diría oportuno iniciar una campaña de ayuda a la justicia local para que ésta resuelva el desusado intríngulis del capelo salpicado de polvos alcaloideos.

El caso sorprende desde donde se lo mire, máxime cuando desde hace años la rabiosa ofensiva de los medios no ha perdido oportunidad para enlodar a la Iglesia ante cualquier traspié (real o imaginario) de alguno de sus hombres. ¿No será que derribadas las últimas barreras, los postreros reparos que la Iglesia oponía al aluvión fangoso de la modernidad, la ya muy experimentada «separación de la Iglesia y el Estado» se convirtió, como por arte de magia, en la más procaz de las coyundas? ¿No será que el declive imparable que va de la prepotente aconfesionalidad del Estado a la pusilánime aconfesionalidad de la Iglesia en pleno vigor logró que aquél, como en la Edad Media, prestase su brazo -el brazo secular- al servicio de ésta (al menos, para sacarla de aprietos)? La aplicación del maritainiano "humanismo integral", es decir, de un laicismo sin réplica eclesiástica -más aún: bendecido por la Jerarquía-, ¿suponía acaso en ambas espadas la concesión de recíprocos salvoconductos para delinquir? Si es así, los despechados espectadores de este drama con ribetes de opera buffa haríamos bien en tronar en los oídos responsables ese dictum temible, capaz de voltear mitras con su sola enjundiosa vibración:"¡devuelvan la plata!".

Habrá que llamar a comparecer a aquel viejo principio metafísico del operari sequitur esse (principio en el que debe fundarse también una moral que no se extravíe en la tiranía del consenso) para dar razón de los nauseantes crímenes del progresismo. Dicho en concreto: a la apostasía de origen no pueden sino seguirle obras de réprobos, y los desórdenes morales son consecuencia casi obvia de la pérdida de la fe. El cardenal Mejía, entreverado a sus 91 años o por acción o permisión en estos casos policiales, supo tomar parte activa en los años sesenta, a fuer de director de la revista Criterio, en aquel aparato furtivo del progresismo marxista llamado IDO-C (sigla que vale por Centro Internacional de Información y Documentación sobre la Iglesia Conciliar), según datos aportados por Carlos Sacheri en La Iglesia clandestina, aquel libro que le costó la vida. Aparte del enrarecimiento doctrinal y práctico allí fomentado para su ulterior trasvase a las diócesis de todo el mundo, es de notar la astucia con la que sus fautores operaron, dotando jurídicamente al IDO-C de carácter «aconfesional» (siendo que estaba dirigido por un sacerdote holandés y eran mayoritarios los clérigos en sus filas) a los fines de esquivar sanciones eclesiásticas. Luego vino, para el caso de Mejía, la lenta y paulatina infiltración y el seguro ascenso, según la implacable lógica de la Iglesia enrarecida a instancias de prelados como Casaroli, Bugnini et al. Un retrato convincente de este recóndito cardenal argentino y de su pérfida fisonomía moral trazado por el padre Castellani, junto con algunas notas sobre su secretario personal (que comparte con Maccarone la debilidad por los taxis) puede leerse aquí.

Un cardenal que lleva mejor su dignidad
que el cardenal Mejía y afines
Mejía es amigo de Francisco y Francisco es amigo del mundo, y «los amigos de mis amigos son mis amigos», aunque «el que quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (St 4,4). Como es muy de dudar que expedientes del tipo de la "recolección de firmas" puedan surtir algún efecto en orden a acelerar el esclarecimiento del caso, será ocasión de instar a ocasionales testigos a despertar de la modorra a las autoridades respectivas: debe quedar, al pie de los Alpes franceses, algún quijotesco juez dispuesto a jugarse el pellejo por la justicia si se le arriman los datos suficientes. Se impone, pues, la recolección de indicios: quizás no falte empleado administrativo de la Santa Sede que haya comprobado una mayor fluencia bursátil entre el IOR y los centros de producción de droga, ni aquel oído que haya recibido la confidencia de algún toxicómano acerca de ensotanados proveedores de solaz. Ni aquel ocasional asistente a la bendición impartida por Francisco a las hojas de coca que captara, entre las risitas de la abominable comitiva (pedisecuos de la dirigente indigenista-homosexualista-kirchnerista Milagros Salas) la solapada invitación a visitar despachos vaticanos encalados con el oro que provee el vegetal andino, de uso ancestral.

Y entre paréntesis: habrán de tenerse como maravillas de la ingeniería fluvial el haber logrado que el Rin desembocara en el Tíber durante el último Concilio, y que el Tíber, a su vez, se vuelva ahora afluente del lago Titicaca.


In exspectatione