Cuando el Río Cuarto desembocó en el Tíber

Promediaba mayo de 2007 y, en uno de los pasillos del enorme Santuario de Aparecida, donde se desarrollaba el encuentro de los obispos de CELAM, un sacerdote argentino, delgado y calvo, le espetó con dureza al cardenal de la Curia Romana que estaba a cargo de los estatutos formativos para los Seminarios: “A ver cuándo logramos que los seminarios formen curas seculares, curas insertos en el mundo y dejen de apostarle a una ficticia formación monástica”. El sacerdote impertinente era el ahora arzobispo Víctor Tucho Fernández, y en esa expresión desafiante se escondía el núcleo de su intuición teológica, desarrollada en su abundante producción bibliográfica de autoayuda, de la cual bebe cual fuente de agua viva el Papa Francisco.
Cuando, siendo adolescente, comencé a involucrarme en actividades apostólicas, había un libro que necesariamente debía leer, como lo habían también leído y discutido todos mis compañeros: era El alma de todo apostolado, de Dom Chautard. Lo que este precioso libro decía, en resumidas cuentas, es lo que la Iglesia siempre ha enseñado: todo apostolado debe estar fundado en la oración del apóstol. Dicho en término populares: “Nadie da lo que no tiene” y, en términos tomistas, “Contemplare, et contemplata aliis tradere”.
Es un principio de sentido común cristiano que conocía San Agustín, San Ignacio de Loyola y las señoras de la Legión de María: para poder hacer un apostolado fructífero, primero hay que tener en el corazón aquello que se quiere transmitir. Y el único modo que tenemos los cristianos de tener a Cristo en el corazón es a través de la oración y los sacramentos. Si así no fuera, el apostolado sería equiparable a una campaña de ventas de cosméticos: agentes de comercio que han aprendido muy bien un versito y algunas técnicas de marketing y, con ese bagaje, se dedican a promocionar sus productos.
El teólogo Tucho, arzobispo de Tiburnia, considera que afirmar una espiritualidad basada en estos dos polos complementarios -oración y apostolado- responde a una conducta esquizoide. Textualmente, quienes pretenden primero rezar para después entregar a los demás aquello que han recibido en la oración, presentan rasgos similares a los de un equizofrénico o a los de un bipolar. Para Su Excelencia, el buen misionero hace de la misión misma su oración o discipulado. No hace falta, entonces, dedicar cada día algún tiempo a rezar o a estar a solas con Jesús; lo importante es hacer cosas apostólicas. En otras palabras, lo importante es la actividad porque la actividad misma es oración. Y muy orondo con su genialidad teológica, propone un patético ejemplo ajustado a su cultura y fineza de espíritu: la dínamo de la bicicleta. Para que el farol de una bicicleta alumbre, no debe estar mucho tiempo guardada en el garage. Es necesario que se mueva: sólo andando se activa el foquito.
No hacen falta demasiados conocimientos teológicos para darse cuenta que lo que este hombre propone, es un disparate que no tiene asidero alguno, ni en la teología sistemática ni en la Tradición de la Iglesia. Pero lo más notable, y lamentable, del caso es que a esta teoría teológico-espiritual-pastoral la compraron muchos curas argentinos que, como no podía ser de otro modo, quedaron aboyados para todo el viaje.
La gran batalla por imponer esta insensatez se libró en Aparecida. El Papa Benedicto había puesto como lema del encuentro “Discípulos Y misioneros de Jesucristo…”. Para Trucho era crucial instalar la fusión de ambos conceptos. Primero fue la intentona por evitar el “y” casi como un error tipográfico, que pasara inadvertida su desaparición, pero la trata no dio resultado. Luego buscó adjetivar, armando mil veces el sujeto: "El disicípulo misionero ha de procurar esto y aquello". Y su máximo descaro fue el intento por instalar en los documentos directamente el neologismo "discípulomisionero" como la versión más feliz de la identidad cristiana.

Destaquemos que detrás de todas estas intentonas del actual teólogo pontificio, estaba la figura e influencia del entonces cardenal Jorge Bergoglio. Sin embargo, ni Bergoglio ni Fernández ganaron la contienda en Aparecida, pero con su astucia característica lograron que todo el post-Aparecida -al mejor estilo posconcilio- comprara el viraje y fusionara los tópicos. Como decía Jacques Maritain en su Campesino del Garona “antes no se rezaba de hecho mas no de derecho; ahora el no-rezar ha cruzado esa molesta situación y se ejerce de derecho”. El apóstol no reza pues para eso es apóstol y no monje.
Cual caballero de una nueva cruzada, el ordinario riocuartino de Tiburnia ha gastado sus últimos diez años en esta batalla. Suyo es, de hecho, el neologismo -muy extendido en la jerga clerical argentina- de desmonastificar al cura diocesano, que no debe imitar al monje en sus largas horas de oración, ni tan siquiera tratar de acercarse a ello, sino que está desafiado no a rezar más sino a ungir de plegaria sus cuantiosas labores.

Bien le vendría a este teólogo de pacotilla leer un poco más lo que los Padres y maestros de nuestra fe nos enseñaron. Y me permito recomendarle un librito que resume luminosamente la cuestión: El sentido de la vida monástica, de Louis Bouyer, en el que muestra de un modo incontestable que todo cristiano debe ser un monje, más allá de que algunos estén llamados a a ejercer de un modo más estricto esta vocación.
E insisto en algo que he repetido varias veces últimamente: no sería demasiado preocupante que Víctor Fernández tuviera estas extravagancias teológicas y las esparciera en charlitas y cursillos a lo largo de poblados perdidos de la pampa argentina. Lo pavoroso es que el personaje es nada menos que el asesor teológico del Sumo Pontífice y el redactor de varios de sus documentos. Definitivamente, el Río Cuarto desembocó en el Tíber.



Nota bene: Parece que el Papa Francisco lee a Sandro Magister o lee al Wanderer, o lee a los dos, a juzgar por su alusión al amor de telenovelas.

The Wanderer