Incógnitas sobre el final de un pontificado.

La abdicación de Benedicto XVI pasará a la historia como uno de los sucesos más catastróficos de nuestro siglo, porque no sólo dio paso a un pontificado desastroso, sino ante todo a una situación de creciente caos en la Iglesia. Más de siete años después del desdichado 11 de febrero de 2013, la vida de Benedicto XVI y el pontificado de Francisco se acercan inexorablemente a su fin. No sabemos cuál de las dos cosas tendrá lugar primero, pero en ambos casos hay peligro de que el humo de Satanás envuelva el Cuerpo de Cristo de un modo que no tendrá precedentes en la historia.

El pontificado de Bergoglio ha llegado a su fin. Si no desde el punto de vista cronológico, al menos desde la perspectiva de su impacto revolucionario. El Sínodo para la Amazonía ha fracasado, y la exhortación Querida Amazonia del pasado 2 de febrero ha resultado ser una lápida para muchas esperanzas en el mundo progresista, sobre todo en la zona germánica. El coronarivus Covid-19 ha sepultado definitivamente los ambiciosos proyectos pontificios para 2020, presentándonos la imagen de un papa derrotado y solo en medio del vacío espectral de una Plaza de San Pedro sin gente. Por otra parte, la Divina Providencia, que siempre regula todas las vicisitudes humanas, ha permitido a Benedicto asistir a la debacle que siguió a su abdicación. Pero probablemente lo peor aún esté por venir.

Era previsible que con dos pontífices conviviendo en el Vaticano, un sector del mundo conservador descontento con Francisco dirigiese la mirada a Benedicto considerándolo el verdadero Papa enfrentado al falso profeta. Aun estando convencidos de que Francisco había cometido errores, esos conservadores no quisieron seguir el camino abierto por la Correctio filialis dirigida al papa Francisco el 11 de agosto de 2016. Probablemente esto se deba a que la Correctio pone de relieve que las desviaciones bergoglianas tienen su raíz en los pontificados de Benedicto XVI y Juan Pablo II e incluso antes, en el Concilio Vaticano II. Para muchos conservadores, por el contrario, la hermenéutica de la continuidad de Juan Pablo II y Benedicto XVI no admite rupturas, y dado que el pontificado de Bergoglio representa al parecer la negación de dicha hermenéutica, la única solución al problema es perder de vista a Francisco.

El propio Benedicto, al atribuirse el título de papa emérito y seguir vistiendo de blanco e impartiendo la bendición apostólica ha realizado gestos que parecen fomentar esta impracticable obra de sustitución del papa antiguo por otro nuevo. Con todo, el argumento principal es la distinción entre munus y ministerium, por la que Benedicto parece querer conservar para sí una especie de pontificado místico dejando el ejercicio del gobierno en manos de Francisco. El origen de esta tesis se remonta a un discurso que pronunció monseñor Georg Gänswein el 20 de mayo de 2016 en la Pontificia Universidad Gregoriana, en el cual sostenía que Benedicto no había abandonado su oficio, sino que le habría dado una nueva dimensión colegiada convirtiendo en un ministerio casi compartido. De nada ha servido que en una declaración a LifeSiteNews publicada el 14 de febrero de 2019 el propio monseñor Gänswein corroborase la validez de la renuncia al ministerio petrino, afirmando: «Sólo hay un papa legítimamente elegido: Francisco». La idea de una posible redefinición del munus petrino ya estaba lanzada. Ante la objeción de que el papado es uno e indivisible y no tolera divisiones internas, los mencionados conservadores responden que eso demuestra precisamente la invalidez de la dimisión de Benedicto XVI. La intención de éste –dicen– era conservar el pontificado, suponiendo que dicho oficio pudiera dividirse en dos. Pero esto es un error sustancial, ya que la naturaleza monárquica y unitaria del pontificado es de derecho divino. Por tanto, la renuncia de Benedicto XVI sería inválida.

Es fácil refutarlo afirmando que en caso de demostrarse que Benedicto XVI hubiera tenido intención de dividir el pontificado, modificando así la constitución de la Iglesia, habría incurrido en herejía. Y como ese concepto herético del papado habría sido desde luego anterior a su elección, la elección de Benedicto debería considerarse nula por el mismo motivo por el que se considera nula la abdicación. En ningún caso sería papa. Pero estos son discursos abstractos, porque sólo Dios juzga las intenciones, mientras que el derecho canónico se limita a evaluar el comportamiento externo de los bautizados. Una célebre sentencia del derecho romano, recordada tanto por el cardenal Walter Brandmüller como por el cardenal Raymond Leo Burke, afirma: De internis non iudicat praetor: un juez no juzga cuestiones internas. Por otra parte, el canon 1526 § 1 del nuevo Código de Derecho Canónico recuerda que «onus probandi incumbit ei cui asserit» (la carga de la prueba incumbe al que afirma). No es lo mismo indicio que prueba. El indicio indica la posibilidad de un hecho, en tanto que la prueba demuestra la certeza en cuanto al mismo. La regla de Agatha Christie según la cual tres indicios equivalen a una prueba sirve en la literatura, pero no tiene validez ante un tribunal civil o eclesiástico.

Es más, si el papa legítimo es Benedicto XVI, ¿qué pasaría si se muriera de un día para otro o si, antes de morirse, faltara el papa Francisco? Teniendo en cuenta que muchos de los actuales purpurados han sido creados por Francisco y que ninguno de los cardenales electores lo considera antipapa, la sucesión apostólica quedaría interrumpida, lo cual perjudicaría la visibilidad de la Iglesia. La paradoja está en que para demostrar la nulidad de la renuncia de Benedicto se valen de sofismas jurídicos, pero luego, para resolver el problema de la sucesión de Benedicto o de Francisco sería necesario recurrir a soluciones extracanónicas. La tesis del visionario franciscano Jean de la Roquetaillade (Giovanni di Rupescissa, 1310-1365), según la cual cuando sea inminente el final de los tiempos aparecerá un papa angélico a la cabeza de la Iglesia invisible es un mito difundido por muchos falsos profetas que jamás ha sido aceptado por la Iglesia. ¿Será ése el camino que siga un sector del mundo conservador? Sería más lógico sostener que los cardenales reunidos en cónclave la muerte o renuncia de Francisco al pontificado contarían con la asistencia del Espíritu Santo. Y si es cierto que los cardenales podrían resistir la influencia divina eligiendo a un papa peor que Francisco, no es menos cierto que la Providencia podría reservarnos sorpresas insospechadas, como pasó con la elección de S. Pío X y otros grandes pontífices de la historia.

Lo que necesitamos es un papa santo y, antes aún, de un próxima papa. Con el título de The Next Pope, ha aparecido hace pocos días un excelente libro del periodista inglés Edward Pentin publicado por Sophia Institute Press (The Next Pope: The Leading Cardinal Candidates). Lo más meritorio de esta obra de más de 700 páginas es que nos recuerda que habrá un próximo papa y nos brinda, aportando descripciones de 19 papables, toda la información necesaria para entrar en la época postfranciscana.

Es necesario convencerse de que la hermenéutica de la continuidad ha fracasado, porque atravesamos una crisis en la que se deben evaluar los hechos, no sus interpretaciones. «Lo inaceptable de tal actitud –señala Peter Kwaskniewski– lo demuestra entre otras cosas el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a invertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia».

El papa Francisco nunca ha teorizado sobre la hermenéutica de la discontinuidad, sino que ha querido llevar el Concilio a la práctica, y la única respuesta que puede superar esa praxis está en la realidad concreta de los hechos teológicos, litúrgicos, canónicos y morales, no en un estéril debate hermenéutico. Según esta perspectiva, el verdadero problema no será la continuidad o discontinuidad entre el próximo pontífice y el papa Francisco, sino su relación con el núcleo histórico del Concilio Vaticano II. Algunos conservadores desean eliminar a Francisco mediante sofismas en nombre de la hermenéutica de la continuidad. Pero si es posible acusar a un papa de discontinuidad con su predecesor, ¿por qué no admitir la posibilidad de la solución de continuidad entre un concilio y los que lo precedieron? En este contexto, son dignas de aprecio las recientes intervenciones sobre el Concilio Vaticano II del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo auxiliar de Astaná Athanasius Schneider, que han tenido el valor de afrontar un debate teológico y cultural ineludible. Esta labor de revisión histórica y teológica del Concilio es necesaria para disipar las sombras que se espesan sobre el fin del pontificado, así como para evitar una división que podría obligar a los buenos católicos a elegir entre un papa malo pero legítimo y otro de mejor doctrina o místico aunque desgraciadamente ilegítimo.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada).

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