La reciente cumbre europea, la puesta en tela de juicio de la política económica de la UE, sobre todo en sus aspectos agrarios, la posición británica y holandesa en defensa de una reducción significativa de sus aportaciones, la abierta crítica a la PAC, el freno al proceso de entrada de Turquía y el reconocimiento entre líneas de la práctica imposibilidad de sacar adelante el Tratado Constitucional Europeo han puesto de manifiesto las graves contradicciones que subyacen en el denominado proyecto de construcción europeo, así como la falta de un proyecto claro sobre lo que en realidad debe ser el espacio europeo. En estas circunstancias no es aventurado afirmar que quienes están articulando, desde la eurocracia, el proceso de construcción europea, que no se ha detenido, comienzan a percibir la realidad del eslogan “Europa Sí, pero No así”.
La crisis del modelo diseñado para la fundamentación de la Unión Europea, un modelo que los ciudadanos contemplan como alejado y extraño, ha tenido, ironías del destino, su punto de inflexión en el proceso de elaboración y ratificación del Tratado Constitucional Europeo. A la crítica sobre los contenidos y el sistema de elaboración del Tratado se ha sumado, hiriéndolo de muerte, el amplio triunfo del NO en Francia y Holanda. El temor a nuevos resultados negativos o a unos resultados positivos muy ajustados (como ha sucedido en Luxemburgo donde hace unos meses el Sí se auguraba con un 70% de los votos y, finalmente, ha quedado reducido a un 56%) ha inducido a quienes se prometían un paseo triunfal para un texto que esperaban que no despertara grandes debates por el apoyo de las fuerzas políticas mayoritarias, a retardar el calendario de ratificaciones para intentar torcer la voluntad de los ciudadanos. El simple anuncio de posponer cualquier fecha límite se ha traducido, porque no puede tener otra lectura, como un reconocimiento implícito del final de la viabilidad del actual Tratado.
En esta situación ha pesado el anuncio del previsible triunfo del No en Dinamarca, en Polonia, en la República Checa o en Inglaterra, así como la más que comprometida votación irlandesa. Aprovechando esta coyuntura Tony Blair, que ha anunciado que ya no convocará el referéndum en las fechas anunciadas posponiéndolo sine die, se ha erigido como el dirigente europeo que ha abierto las espitas de las contradicciones, sobre todo económicas, de la presente y futura Europa. La posición inglesa ha dado el tiro de gracia al Tratado Constitucional. Un Tratado que sólo será posible si es revisado en profundidad.
¿Por qué no ha sido viable el Tratado Constitucional Europeo?
Una de las enseñanzas fundamentales de la historia constitucional es que cualquier texto, en la contemporaneidad, demanda un cierto consenso, un mínimo punto de encuentro tanto entre los partidos políticos como entre los ciudadanos. Una constitución sin un respaldo popular de aceptación o tolerancia mínimo, aunque se disienta en las particularidades, es un texto condenado a perecer. La historia del constitucionalismo español es, por poner un caso cercano, un buen ejemplo.
La mal llamada Constitución Europea ha nacido viciada por, al menos, tres realidades: la primera, que ha sido elaborada por una Convención sin mayor legitimidad que la de su designación y desligada de toda posible revisión, modificación o propuesta por parte de los poderes legislativos europeos; la segunda, que pretendiendo edificarse sobre la idea de la Europa de los ciudadanos es obra de unas minorías y parece estar hecha al servicio de esas minorías; la tercera, que sus autores muestran un miedo casi patológico a la hora de someter el texto a la consulta popular.
En el siglo XXI, cuando la ideología democrática adquiere carácter universal, cuando se busca la legitimación popular para cualquier cambio trascendente, cuando los ciudadanos se alejan de la política precisamente porque ella se aleja de ellos para elitizarse, cuando más se proclama que la libertad reside en la capacidad para opinar libremente, es un contrasentido que se trate de rubricar un texto constitucional sin contar con la opinión de los ciudadanos y admitiendo como fundamental la representación indirecta de los parlamentos nacionales. Cuando se ha intentado hacer así, cuando ahora incluso se intentan detener o se detienen las consultas anunciadas, es porque, como han percibido millones de ciudadanos europeos, se tiene miedo al rechazo popular que despierta el Tratado. Rechazo fundamentado en muy diversas razones, unas comunes y otras particulares.
Frente a esta realidad, ratificada por los resultados de las consultas celebradas en Francia y Holanda, y por los resultados de los estados de opinión en aquellos países que han ratificado el texto por acatamiento parlamentario, a los eurócratas y a quienes han hecho del Sí al Tratado fundamento de su posición política con respecto al proceso de construcción europea, sólo les han quedado dos argumentos de carácter puramente propagandístico para avalar la necesidad de decir Sí al Tratado primero y de mantenerlo después:
El primero, se basa en una concepción errónea de la democracia, al aceptar que la capacidad de opinión y del ciudadano se encuentra transferida permanentemente a quienes le representan en el Parlamento y que por tanto la opinión colectiva del mismo es la representación de la voluntad de los electores incluyendo a quienes no votaron.
El segundo, se basa en el sostenimiento de lo que no es más que una argumentación propagandística, sin mayor base que la del consejo de las agencias de publicidad, al presentar el Tratado como el elemento que por fin consigue cambiar la historia de Europa superando los enfrentamientos, como si se ignorara que la II Guerra Mundial acabó hace sesenta años y que son varias las generaciones que ya no viven con esa sombra, y mantener una deformación catastrofista al defender que el proceso de construcción europea se desmoronaría en el caso de que no se aprobara el texto constitucional.
Dos falacias que tienen como objetivo marginar a los ciudadanos, asegurar el Sí y evitar cualquier modificación de un texto pergeñado al gusto de las elites burocráticas europeas en las que convergen tanto los liberales como los grandes sectores burocráticos de la socialdemocracia.
La falta de apoyo popular.
El escaso apoyo popular que el Tratado Constitucional está obteniendo no sólo se hace patente en los resultados de las consultas celebradas. Pese al enorme aparato propagandístico, pese a los medios invertidos, pese al consenso político el Tratado Constitucional despierta más oposición que adhesión.
Un 55% de los votantes franceses han dicho No al Tratado Constitucional, un 62% han dicho No en Holanda. Las encuestas indican que el mismo rechazo se produciría en septiembre en Dinamarca y algo similar podría suceder en Irlanda. Por otro lado, teniendo presente que el No es seguro en Polonia y probable en la República Checa, se intenta presionar para que el referéndum no se celebre. Tony Blair esperaba que una cascada de resultados positivos, como habían previsto los Eurócratas, tamizara el esperado No en el Reino Unido, ahora, cuando lo evidente es que el No británico será el último acto de la crónica de una muerte anunciada, Blair ha escogido otro camino para la revisión del Tratado y del propio proyecto europeo.
De nada ha servido la estrategia diseñada en Bruselas, en la que el referéndum español abriría una cadena de refrendos parlamentarios que dieran la suficiente ventaja al Sí para imponerse, aun cuando fuera por la mínima, en las diversas consultas populares. Ahora, los gobiernos que se opusieron a celebrar una consulta popular se encuentran, por los resultados de las consultas en Francia y Holanda, ante una crisis que sólo logran cubrir con el recurso a la falsa verdad de que una decena de países han dicho Sí. Un Sí que no hubiera sido posible en Alemania o Austria de celebrarse la necesaria consulta. Antes de proseguir los diseñadores de esta estrategia debieron tomar nota de los resultados españoles, donde, pese al silencio con respecto a las razones del No, a la ausencia de debates y de información, al poder del consorcio político-mediático del Sí, la abstención fue muy alta (un índice de rechazo a tener en cuenta) y el NO alcanzó un 17% cuando se preveía un 6%.
Negar hoy que el Tratado Constitucional carece no ya de apoyo y entusiasmo popular mínimo sino de un consenso social suficiente es un contrasentido y un error. La realidad es que pese a las campañas publicitarias institucionales, pese a la inclinación de los medios oficiales hacia el Sí, pese a los intentos, evidentes, de reducir la voz del NO (llegando prácticamente a la marginación como sucedió en el caso español), pese al recurso irracional y antidemocrático al catastrofismo falso, prescindiendo del peso de la propaganda demagógica el No es una realidad que no se puede obviar.
Las razones del No.
Tratar de presentar la expansión del No como una respuesta a la situación política de cada país y no al propio Tratado es una pobre excusa de escasa vida. La expansión del No es producto del propio texto constitucional; un texto que tiene la virtud de que cuanto más se explica más razones se encuentran para rechazarlo. Es necesario reiterar que la oposición al Tratado se fundamenta en razones objetivas y no sensitivas o coyunturales:
No, porque se oponen a un Tratado obra de una minoría burocrática (además, y esto es significativo, dirigida por un francés), que contribuye a desintegrar la soberanía nacional de los Estados, que es socialmente regresivo, que restringe los derechos asumidos por las propias constituciones nacionales, que somete la Unión al capricho de un poder centralizado y burocrático de escaso control democrático, que configura una Unión de desequilibrios y subordinación, que está plagado de insuficiencias democráticas, que subordina lo social a la aplicación del ultraliberalismo económico y que, además, aleja a los ciudadanos de una Europa que ven como extraña, por no entrar en la cuestión de las raíces cristianas y de los grandes temas como la Vida o la Familia.
Las justificaciones de Bruselas, para tratar de paliar el efecto dominó de las consultas francesa y holandesa, y la entrada en punto muerto del Tratado tras la última cumbre, las valoraciones oficiales y oficiosas de los políticos del Sí, sólo revelan la falta de autocrítica de los eurócratas, de la burocracia política de Bruselas y de muchos políticos europeos que pretenden imponer, sea cual sea la opinión de los ciudadanos, un Tratado que suscita más rechazos que apoyos y que se niegan, sistemáticamente, debido a una concepción elitista y patrimonial de la construcción europea -a la que no es ajena la soberbia- a reformar y someter al debate. Anunciar, como ha hecho Giscard, que la única salida es repetir la votación la votación en los países que voten No hasta que triunfe el Sí no merece mayor comentario.
La revisión del modelo europeo.
El No en Holanda y Francia, el No previsible en otros países, ya obligaba, por sí solo, a replantear el sentido y el modelo de la Unión; hasta la Eurocámara, el presidente de la Comisión, Durao Barroso, y la propia presidencia luxemburguesa que ahora cederá la dirección de la UE a Inglaterra han tenido que reconocer que el proyecto de construcción europea “ya no se percibe como movilizador”. En este sentido han sido mayoría los analistas que han subrayado el progresivo distanciamiento existente entre lo que se denomina la clase política europea y los ciudadanos.
El No al Tratado Constitucional casi se ha convertido en una ideología a la que ahora se añade la crítica al Euro, a la situación económica de la UE y al sistema de aportaciones y reparto de ayudas. Bruselas es percibida para unos como la fuente inagotable de las subvenciones y para otros como el súmum de un despilfarro que daña gravemente las posibilidades de crecimiento, de ahí que el acuerdo económico se haya tornado imposible ante las reivindicaciones de ingleses y holandeses, pero también de alemanes.
Al frenazo al Tratado Constitucional, casi imperceptiblemente, se ha sumado la crítica al Euro. Cuando éste se puso en marcha algunos se atrevieron a decir que su lanzamiento era apresurado, pues se necesitaba un proceso de readaptación ante los problemas para el crecimiento que generaría en grandes países (Francia o Alemania) la falta de control sobre la política monetaria. Pese a la utilización propagandística de su comodidad y de la valoración del Euro frente al dólar, lo cierto es que EEUU y Asía han mantenido su fuerza económica y que el Euro representa una Europa con crecimientos económicos muy bajos (en torno al 1.2%). Si de las grandes lecturas descendemos al ámbito doméstico nos encontramos con que la moneda única, en su afán de igualación, lo único que ha conseguido es una escalada constante de precios en los países con economías más diferenciadas (caso de España) sin que se haya producido un solo avance en la igualación real (precios, salarios, servicios). Hoy, pese al proceso de alza, las diferencias de precios para los mismos productos en Europa son mucho mayores que las que, por ejemplo, existen en los EEUU. La zona Euro, además, comienza a mostrar sus debilidades para conseguir mejorar los datos del crecimiento económico y contrasta con los crecimientos de Suecia o el Reino Unido; de ahí que crezcan las insinuaciones, como la italiana, sobre una progresiva salida de la moneda única, el gran estandarte publicitario de la Unión que también ha sufrido la falta de realismo y definición por parte de la Unión.
La última cumbre de la Unión ha añadido al debate un elemento fundamental: los presupuestos de la Unión. No ha sido un debate global sobre el destino de unos fondos que se gastan alegremente y con escaso control. Ha sido un debate centrado en el problema del presupuesto y la contribución al mismo por parte de los países miembros.
Los presupuestos europeos resultan cada vez más insostenibles. Fijar el presupuesto hasta el 2013 es altamente complejo ante un mapa europeo en movimiento con anunciadas inclusiones. Quienes realizan las grandes aportaciones, encabezados por Inglaterra y Alemania, se encuentran con la falta de proyecto a la hora de encontrar soluciones a uno de los talones de Aquiles de la Unión, la compatibilización entre el crecimiento productivo y la solidaridad. Los grandes países asumen la solidaridad intraeuropea pero, al mismo tiempo, entienden que es imposible seguir manteniendo la desindustrialización y la pérdida de puestos de trabajo. A lo que se añade la falta de política económica con respecto al proceso globalizador y la competencia asiática. Problemas que están apuntando directamente al mantenimiento del modelo social de la Europa desarrollada que ha sido abiertamente cuestionado en la Constitución Europea. Por todo ello, la negociación del próximo presupuesto es fundamental de cara a variar el horizonte de la Unión. Mantener la Unión sin la reducción de las aportaciones de los grandes (abierta por Inglaterra y secundada por Holanda), sin la revisión de la distribución de los fondos estructurales y de los criterios de contribución y sin la revisión de la PAC parece un imposible, de ahí que haya tenido que posponer el acuerdo hasta la llegada de la nueva presidencia británica. Presupuesto que se hará partiendo de una valoración más reciente sobre el estado económico real de los países de la Unión y en el que, inexorablemente, España va a perder gran parte de los fondos que hasta ahora ha estado recibiendo. Los fondos recibidos, uno de los argumentos utilizados para arrancar un Sí acrítico a los ciudadanos españoles.
Con el debate económico abierto, con el escaso apoyo logrado por el Tratado Constitucional, la única salida lógica sería la retirada definitiva de la propuesta. Para casi todos los analistas sólo es cuestión de tiempo el que la clase política europea asuma esta realidad. Intentar forzar una aprobación sin el refrendo popular no le otorgaría al Tratado ni más valor ni más vida que la que tuvieron las Cartas Otorgadas del siglo XIX. Hoy el Tratado Constitucional Europeo no es más que un papel mojado que puede acabar desintegrándose, y Europa demanda un replanteamiento muy serio sobre su modelo y su futuro.
Francisco Torres García.
Arbil, nº 94
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