La Corredentora. Francisco tropieza nuevamente

Por Flavio Infante


25/03/2021





Como ya en otras ocasiones en que se sirvió vociferar que «jamás la Virgen María se presentó como Corredentora», o cuando con ese desparpajo y desdén que suele aplicar a estas empinadas materias desembauló que «cuando nos vengan con historias de que habría que declarar este o aquel dogma, no nos perdamos en tonteras», Bergoglio acaba de remachar su peculiar mariología en la catequesis de la Audiencia General del pasado miércoles.

«Es el único Redentor: no hay corredentores con Cristo», empezó con una elipsis que anticiparía lo siguiente. Que fue el explayarse acerca del lugar privilegiado de María en la obra de la Redención en tanto Madre de Cristo: la Virgen «siempre señala a Cristo; es la primera discípula. Éste es el rol que María ha ocupado durante toda su vida terrena y que conserva para siempre: ser humilde sierva del Señor, nada más». Por la maternidad de María, que se extiende de Cristo a todos los cristianos, la Virgen nos envuelve «pero como Madre, no como diosa, no como corredentora: como Madre». Pues si la Iglesia y los santos a través de las edades le han dedicado títulos los más sublimes a la Santísima Virgen, éstos son no más «expresiones de amor como los de un hijo a la madre, algunas veces exageradas» [todos los subrayados son nuestros].

Se podrá argüir, no sin parcial razón, que Bergoglio extenúa el recurso del silencio ya ensayado por el Concilio Vaticano II respecto de las prerrogativas marianas, evitando específicamente proclamar el título de «Corredentora» por mor de los hermanos separados. Que, a casi sesenta años de celebrado aquel infausto motín episcopal, siguen tan separados como Lutero los parió. Es, en todo caso, la Iglesia que fue católica la que se arrejuntó con los vástagos del sajón, a instancias del crimen de apostasía que hoy decoran con el alias de ecumenismo. Pero aunque todo esto impregne de hecho el discurso de Bergoglio y no falte a sus cálculos el sopesado mutis respecto de la corredención mariana a los fines de no zaherir aquella comunión imposible, hay aquí algo más que notar, como en tantísimas otras ocasiones en las que este hombre siniestro se lanza a ofender a los oídos piadosos.

Y es la malicia patente. Francisco no omite: derechamente niega. Y no le basta con proferir que «no hay corredentores con Cristo» y que la Virgen es sierva del Señor «y nada más». Añade de su biliosa cosecha esa ladina asociación «corredentora = diosa» que entraña un sofisma y una blasfemia. Estas cosas no se dicen por precipitación y torpeza de exposición, sino con el más avieso de los propósitos.

En otra ocasión, Bergoglio ya había antepuesto la condición de «discípula» de María respecto de la suya de «madre de Dios». Cuanto mucho, admitió ensalzarla como a «María mujer, María madre, sin otro título esencial» –sin otra condición, hubiera podido aclarar, que aquella que resulta de su mera naturaleza humana, común a la de todas las mujeres del mundo, y no como bendita entre todas ellas. Pero es precisamente por ser divina su maternidad que la Iglesia le tributa el culto de hiperdulía sólo a ella concedido. Es ésta de la maternidad divina la razón teológica que sirve de fundamento a la corredención operada por ella. Lo expone acabadamente el padre Manuel Cuervo, O.P.:

«El fin de nuestra redención comprende dos partes bien caracterizadas y distintas: la adquisición de la gracia y su distribución a nosotros. Tal es adecuadamente el fin del orden hipostático, en el cual quedó insertada María por razón de su maternidad divina. Al ser incorporada a él, queda por el mismo caso, supuesta siempre la voluntad de Dios, asociada con Jesucristo en el fin de este mismo orden […] El principio del consorcio, en cuanto expresión de la maternidad divina, queda firmemente establecido con sentido y significación verdaderamente divinos, y con apertura suficiente para fundar sobre él toda la parte soteriológica de la teología mariana […] Entendida así la asociación de María con Jesucristo en el fin de la encarnación, o sea, tanto en cuanto a la adquisición de la gracia como en su distribución, constituye a aquélla en verdadera co*Mediadora y co-Redentora con Cristo del género humano. La misma maternidad divina, unida a la voluntad de Dios en el orden hipostático, postula esto, según el sentido de la Iglesia, de una manera firme y segura. La dignidad que de aquí resulta en la Virgen María es, sin duda, la más alta que se puede concebir en ella después de su maternidad divina. Porque eso de ser con Jesucristo coprincipio de la redención del género humano y de su reconciliación con Dios, es cosa que sólo a María fue concedido sobre todas las criaturas en virtud de su maternidad divina» (Maternidad divina y corredención mariana, Pamplona, 1967. Citado por Antonio Royo Marín, La Virgen María. B.A.C., Madrid, 1968).

«La Virgen María -añade en otra parte el mismo autor-, además de preparar la Víctima del sacrificio infinito, cooperó con el Hijo en la consecución de nuestra redención co-inmolando en espíritu la vida del Hijo y co-ofreciéndola al Padre por la salvación de todos, juntamente con sus atroces dolores y sufrimientos, constituyéndose así en verdadera colaboradora y cooperadora de nuestra redención». Esto en lo que toca a la adquisición de la gracia de la redención. ¿Y qué serán aquellas prácticas piadosas de la Iglesia instituidas por expresa recomendación de la Virgen, como el uso del escapulario con la promesa hecha a quienes lo vistieren de ser rescatados del purgatorio el primer sábado posterior a su muerte, o el de la medalla milagrosa, asociado a la efusión de abundantes gracias en esta vida? ¿O el de la comunión reparadora de los cinco primeros sábados del mes, a cuyo cumplimiento asoció nuestra Madre celestial la promesa de morir en gracia de Dios? Estas devociones expresan paladinamente cuánto le fue confiado a María el oficio de distribuir los beneficios espirituales de la redención obrada por Cristo en la cruz, oficio que va mucho más allá de estas devociones particulares para fincar en su constante intercesión por los viatores, tanto como para ser saludada como «Medianera de todas las gracias», desde la gracia de la conversión a la de la perseverancia final.

Podrían citarse multitud de documentos del magisterio de los papas acerca de esta cuestión para zanjar definitivamente el tema. Es demasiado obvio para una inteligencia católica que la corredención mariana no implica paridad de dignidades entre Madre e Hijo, y que los actos y los méritos de la Virgen en orden a la redención están subordinados a los de Jesucristo. Al negar la corredención mariana, Bergoglio niega justamente esto, la íntima e indisoluble asociación entre la Pasión de Cristo y la compasión de su Madre, que ofreció a su Hijo al pie de la cruz juntamente con sus propios insondables dolores.

Como el homooúsios de Nicea, haría falta sólo estampar el término para hacer callar a los recalcitrantes y poner en estampida a los demonios. Pero la Iglesia atraviesa tiempos críticos signados por la deserción de su misión docente. El torpor intelectual y el obediencialismo espeluznante que han venido apoderándose de la Jerarquía en bloque y de la práctica totalidad de los fieles nos han merecido un papa o su símil capaz de ensayar todas las veces un encomio mariano trabado de lugares teológicos más o menos comunes, más o menos sazonado con alguna alusión pictórica o alguna ocurrencia del momento, con aparente obsequio de su voluntad a la persona de María Santísima que parece cumplirse al modo de quien hiciera rodar un pesado peñasco hasta que, como en exabrupto o clímax, todas las ataduras ceden y prorrumpe la dicción maldita a ofrecer una como revelación de intenciones –ut revelentur ex multis cordibus cogitationes. El caso, en sus estratos inferiores, merecería la atención de psiquiatras. Más hondo aún –o más en el ápice, según se mire- podría ser objeto de un discernimiento de espíritus, si el diagnóstico no fuera a esta altura demasiado obvio.
Que María Corredentora sostenga a la Iglesia en esta aciaga hora.




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