Entrevista de Aldo Maria Valli a monseñor Carlo Maria Viganò

Jueves Santo de 2021

Excelencia, gracias a sus repetidas intervenciones y a la actividad de algunos blogs estamos denunciando como podemos la apostasía que se propaga por la Iglesia y la tiranía impuesta por la ideología del Nuevo Orden Mundial, a la cual por lo que se ve somete en todo la Jerarquía de la Iglesia.

Con respecto a estos temas se observa una división cada vez más acentuada al interior de las familias e incluso entre amigos. Por lo que se refiere a lo que pasa en el mundo y en la Iglesia, se nos divide de un modo radical, con una polarización que no parece admitir la menor comprensión mutua. Es como si de la cultura surgieran dos antropologías y hasta dos fes diversas. ¿Cómo se debe actuar, pues, en esta situación salvaguardando el amor por la verdad?

Tiene razón; la instauración del Nuevo Orden, iniciada con el pretexto de la supuesta epidemia, hace patente a muchos la pérdida de la serenidad y la paz interior; nos hace percibir un mal que nos supera y ante el que nos sentimos impotentes. Con mucha frecuencia nos duele ver cómo la mentira llega a convencer a personas allegadas y que creíamos maduras y con capacidad para discernir entre el bien y el mal. Nos parece increíble que nuestros amigos se dejen engañar, yo diría que hasta hipnotizar por el machaqueo de los medios de difusión dominantes: médicos a los que teníamos por rigurosos parecen hacer caso omiso de sus conocimientos científicos y abdican de la razón en nombre de una especie de insensata superstición; conocidos nuestros que hasta ayer condenaban los horrores del nazismo y el comunismo no se dan cuenta de hasta qué punto los horrores de aquellas dictaduras resurgen de un modo aún más inhumano y despiadado, reproduciendo a gran escala los experimentos de los campos de concentración y las violaciones de los derechos humanos de la población mundial; no entendemos cómo nuestro párroco nos puede hablar del covid como si fuera una epidemia, que el alcalde se comporte como un sátrapa o que una vecina llame a la policía porque una familia se ha puesto a hacer una parrillada en la azotea. Ancianos que combatieron valerosamente jugándose la vida, están literalmente aterrorizados por una gripe que tiene cura. Padres de familia con sólidos principios morales toleran que a sus hijos los adoctrinen en el vicio y la perversión, como si ya no tuvieran ningún valor las convicciones que les han trasmitido. Hablar del amor a la Patria, de defender el territorio nacional o de soberanía se considera fascista. Nos preguntamos: ¿qué fue de la Italia que amábamos? ¿Qué ha sido de la Iglesia que nos instruyó en la Fe y nos hizo crecer en la Gracia de Dios? ¿Será posible que en pocos años todo eso haya desaparecido?

Es evidente que cuanto está sucediendo había sido planificado desde hace decenios, tanto en el ámbito civil como en el religioso. Muchos, muchísimos, se han dejado engañar. Primero les convencieron para que otorgasen derechos a quienes no compartían nuestra Fe y nuestros valores. Después les hicieron sentirse poco menos que culpables por ser católicos, por sus ideas y por su pasado. Hemos llegado al punto de que casi ni se nos tolere, y nos tilden de retrógrados y fanáticos, y hay quienes quieren ilegalizar lo que durante milenios ha constituido la base de la convivencia civil y declarar no sólo lícito sino obligatorio todo comportamiento contra Dios, contra natura y contra nuestra identidad.

Ante esta distorsión que afecta a toda la sociedad, se hace cada vez más clara la brecha que se está abriendo entre los hijos de la luz y los de las tinieblas: es una gracia que Dios nos concede para que elijamos valerosamente bando. Recordemos las palabras de Nuestro Señor: «No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra. No he venido a traer paz, sino espada» (Mt. 10,34). El pacifismo del que llevamos décadas oyendo hablar sólo sirve para desarmar a los buenos y dejar campo libre a los malos para que hagan sus obras inicuas. Pero no hay mal que por bien no venga si la división y la polarización entre los que son de la Ciudad de Dios y los que sirven al príncipe de este mundo sirve para abrirnos los ojos. El amor a la verdad supone necesariamente el odio a la mentira, y sería desconsiderado e iluso creer que se puede servir a dos señores. Si hoy se nos pide que tomemos partido decidiendo entre el Reino de Cristo y la tiranía del Nuevo Orden Mundial, no podemos sustraernos a esa elección; hemos de escoger con coherencia pidiendo al Señor las fuerzas para dar testimonio de Él hasta el martirio. Quien diga que el Evangelio se puede conciliar con el antievangelio mundialista miente, como miente también quien nos propone un mundo sin guerras en el que convivan pacíficamente todas las religiones. No hay paz sino en el Reino de Cristo: pax Christi in Regno Christi. Es cierto que para triunfar en el combate necesitamos generales y comandantes que nos guíen; si la mayoría ha preferido desertar y traicionar, podemos contar no obstante con una Capitana invencible: la Virgen Santísima, invocando su protección sobre sus hijos y sobre toda la Iglesia. Estando bajo su poderosa guía no debemos temer nada, porque será Ella quien aplaste la cabeza de la serpiente antigua y restablezca el orden quebrantado por la soberbia de Satanás.

Hablemos de liturgia y de la Santa Misa. No todos los fieles católicos, por muy bienintencionados que sean, tienen oportunidad de asistir a la Misa Vetus Ordo, y tienen que contentarse con la que se celebra en su parroquia, que en muchos casos se caracteriza por la grosería litúrgica, por no hablar de auténticos abusos. Misas en las que se comulga en la mano y de pie, se reza el Padrenuestro alterado, se invita a los fieles a darse la paz y se oyen homilías en consonancia con el bergoglismo, entre otras muchas cosas. Uno sale de Misa viéndolo todo muy negro, por decirlo con un eufemismo, en vez de serenado y reconciliado con Dios y con sus hermanos. ¿Qué se puede hacer?

Ante todo tendríamos que preguntarnos cómo es posible que el acto supremo de culto, instituido por Nuestro Señor para perpetuar de modo incruento en nuestros altares las gracias infinitas del Sacrificio del Calvario, se convierta en un obstáculo para la santificación de los fieles en lugar de en una fuente de progreso espiritual y paz interior. En otros tiempos, la Misa era un destello del Paraíso en medio de las pruebas y el caos del mundo; actualmente se diría que el estrépito del mundo es un elemento indispensable para desterrar el silencio, la adoración orante y el sentido de los sagrado y de la presencia de Dios. Pero si en el orden natural tenemos el deber de nutrir el cuerpo con alimentos sanos y evitar los envenenados y adulterados, con mayor razón tenemos en el orden sobrenatural la obligación de nutrir el alma con un alimento sano alejándonos de todo lo que nos pueda intoxicar espiritualmente.

Comprendo como es natural la dificultad que tienen los fieles para frecuentar iglesias en que se celebre la Santa Misa tradicional. Pero creo también que el Señor también aprecia la buena voluntad de quienes son conscientes de la importancia que tiene el Santo Sacrificio para nuestra alma, sobre todo en momentos de grave crisis como el que atravesamos, y que por esto se deba hacer un pequeño esfuerzo, al menos los domingos, para santificar dignamente el Día del Señor. Ha habido épocas y lugares en que los católicos eran perseguidos y era difícil y peligroso asistir a Misa. Y sin embargo se congregaban clandestinamente en bosques, bodegas y sótanos para honrar a Dios y alimentarse del Pan de los Ángeles. Tenemos el deber de estar a la altura de aquellos hermanos nuestros en la Fe sin poner excusas. Por otro lado, el motu proprio Summorum Pontificum reconoce a los fieles el derecho –derecho, no privilegio– de poder asistir a la Misa Tradicional, y si no la hay en todas partes es porque los propios fieles no saben imponerse. No se trata de una cuestión de estética, de amor al latín o al canto gregoriano, ni de nostalgia de tiempos ya vividos. Lo que está en juego es el corazón que da vida a la Iglesia, el alma de la vida sobrenatural de los católicos y el bien del mundo mismo.

Comprendo que muchos fieles se encuentran en una situación difícil, al menos desde el punto de vista humano, al tener que optar por abandonar la vida parroquial para asistir a la Misa Tradicional en otro sitio, que quizás esté a kilómetros de distancia. Los fieles tienen el deber moral, grave como mínimo, de buscar una Misa celebrada con decoro y respeto por un sacerdote piadoso que dé de comulgar en la boca.

La pandemia ha supuesto el pretexto para imponer restricciones abusivas a las funciones litúrgicas. No nos hagamos cómplices de estos abusos callando y resignándonos a que nos impongan misas indecorosas y sacrílegas. A Dios también le ofenden la indolencia y la indiferencia con que correspondemos su amor. Indolencia cada vez más perceptible en los fieles que se dejan imponer además la vacuna en la iglesia el Sábado Santo, sustituyendo la meditación de los Novísimos por el miedo infundado a la muerte física. Ante tal manifestación de servilismo por parte del clero y de la jerarquía a los dictados de unas autoridades corruptas y corrompedoras, alzar la voz es algo más que un deber moral; es también un freno a los excesos de tantos eclesiásticos que han olvidado el sentido de su sacerdocio y el espíritu de su vocación; harían bien en meditar seriamente en la gravedad de cooperar al discurso del covid, y más aún cuando la superstición pseudocientífica se convierte en la única forma posible de fe y se apropia de la simbología, el léxico y los ritos de una religión. El que tenga oídos para oír, que oiga.

Pedimos por tanto a nuestros sacerdotes que celebren la Misa como si fuese la primera y la última de su vida; que se dejen de ritos mundanizados y restituyan el tesoro que han ocultado tercamente. No nos olvidemos de ayudar material y espiritualmente a los sacerdotes que celebran de forma valerosa y coherente la liturgia tradicional, recordándonos que el día de mañana serán ellos los que reconstruyan el tejido de la sociedad cristiana. Y si no nos es posible asistir con regularidad al Santo Sacrificio celebrado según el rito que nos fue transmitido desde los Apóstoles, alejémonos de quienes profanan el Santísimo Sacramento y se valen del púlpito para corromper la Fe y la moral. La conciencia me obliga a recalcar, que donde sea posible asistir sin grave perjuicio a la Misa Tridentina debe preferirse ésta a la reformada.

Vuestra Excelencia habrá visto que ha resurgido el debate en cuanto a quien es o no el Papa. Algunos dicen: en vista de que Bergoglio fue elegido por medio de maniobras de la mafia de San Galo, y al parecer hubo irregularidades en el cónclave, no es papa. Lo sería en realidad Ratzinger, que no habría abdicado libremente, sino obligado bajo fuertes presiones, y adrede habría escrito incorrectamente el texto latino de la renuncia para que no fuera válido. ¿Se trata de conjeturas fantasiosas, o hay algún factor que convendría tener seriamente en cuenta?

Numerosas causas –fuertes presiones indebidas tanto externas a la Iglesia como por parte de eminentes miembros de la Jerarquía, así como el carácter personal del propio Joseph Ratzinger– habrían motivado a Benedicto XVI a formular una declaración de renuncia de una manera totalmente irregular, dejando a la Iglesia en un estado de grave incertidumbre y confusión. Maquinaciones de una camarilla de progresistas habrían señalado a Bergoglio como candidato a elegir en un cónclave que se caracterizó por infracciones de la constitución apostólica Universi Dominici gregis, que regula la elección del Sumo Pontífice. Estos elementos serían suficientes para anular la abdicación de Ratzinger, así como el cónclave de 2013 y la elección del sucesor. Con todo, aunque sean de sobra conocidos e innegables, se necesitaría una confirmación, y sobre todo una declaración, por parte de la autoridad suprema de la Iglesia. Un pronunciamiento formulado por quien carece de autoridad para hacerlo sería temerario. Creo además que en la situación actual la disputa sobre quién será el verdadero Papa reinante no haría otra cosa que debilitar la ya fragmentada parte sana del cuerpo de la Iglesia sembrando división entre los buenos.
Roguemos con confianza al Señor para que saque a la luz la verdad y nos indique el camino a seguir. Por ahora, mediante la virtud de la Prudencia, que ordena los fines al fin último, mantengámonos fieles y custodiemos celosamente lo que siempre ha creído la Iglesia: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est.

En esta fase que en tantos aspectos resulta tan complicada y confusa, ¿cuál sería su oración? ¿Nos podría sugerir cómo podemos dirigirnos a Nuestro Señor?

Todo lo que está sucediendo tiene su origen en los pecados públicos de las naciones, en los de las personas particulares y, por terrible que parezca decirlo, en los pecados del clero. No podemos intervenir en lo que respecta a los pecados de las naciones ni los de la jerarquía; pero sí podemos empezar con humildad y con espíritu de verdadera conversión a enmendarnos de nuestras culpas, nuestras infidelidades y nuestra tibieza. De ese modo, mientras los nuevos fariseos se complacen agradando al mundo, además de rezar por su conversión debemos implorar la misericordia del Señor para nosotros mismos con las palabras del Evangelio: «Oh Dios, compadécete de mí, el pecador» (Lc.18, 13). La sociedad, y más todavía la Iglesia, obtendrán un gran beneficio de nuestra fidelidad y de recurrir, por la gracia de Dios y con la protección de la Santísima Virgen, el camino de santidad que se ha dispuesto para nosotros. No dejemos de recurrir con confianza a Aquella que nos dio por Madre Nuestro Señor en la Cruz, que como Madre que es no nos negará la ayuda en la hora de la prueba.

Se acerca la Pascua: a pesar de todo, el Señor resucita. Buscamos motivos para le esperanza; la empresa es difícil, pero ¿podemos hacer el intento?

No sólo podemos, debemos tener fe y ejercitarnos también en la virtud de la Esperanza, por la que sabemos que el Señor nos concede las gracias necesarias para evitar el pecado, hacer el bien y hacernos acreedores a la bienaventuranza eterna en el Cielo. No olvidemos que somos peregrinos en este valle de lágrimas y que nuestra Patria es la Jerusalén celestial, con la presencia de los ángeles y los santos en la gloria de la Santísima Trinidad. Surrexit Dominus vere, verdaderamente resucitó, proclama la liturgia pascual. El Señor ha resucitado de una vez por todas, derrotando a Satanás y arrancándole el contrato que había firmado con Adán mediante el pecado original. No debemos dejarnos intimidar por las pruebas que estamos atravesando, el miedo a quedar abandonados, solos frente a un ejército poderosísimo que parece que nos va a aplastar y vencer, sino que deben motivarnos a renovar la confianza en Aquel que dijo de Sí mismo: «Os he dicho estas cosas, para que halléis paz en Mí. En el mundo pasáis apreturas, pero tened confianza: Yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33).

Que esta Santa Pascua nos estimule a volver a Dios, ofreciendo las pruebas y tribulaciones con espíritu de expiación y reparación por la conversión de los pecadores, para que después de haber participado del amargo cáliz de Getsemaní seamos dignos de la gloria de la resurrección.






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