Publicado en El Cruzado. Se publicará por capítulos. www.elcruzado.org
Mons. Henri Delassus
Docteur en Théologie
año 1910
CAP I
EL TEMPLO MASONICO LEVANTADO
SOBRE LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATOLICA
Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.
(Mat, XVI,18)
A María
PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL
EN PREVISIÓN DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Dijo Dios a la serpiente: Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella. Ella te aplastará tu cabeza. Y tú pondrás asechanzas contra su talón.
(Génesis, III. 15).
Société Saint Augustin – Desclée, De Brouwer et Cia., Lille, 41, Rue du Metz
I. ESTADO DE LA CUESTIÓN
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CAPITULO I
LAS DOS CIVILIZACIONES
El Syllabus de Pío IX termina con esta proposición condenable y condenada:
“El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y la civilización moderna.”
La última proposición del decreto llamado Syllabus de Pío X , proposición igualmente condenable y condenada, concluye así:
“El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal.”
No fue seguramente sin intención que estas dos proposiciones fuesen puestas en último lugar apareciendo como la conclusión en ambos decretos. En efecto, ellas resumen las proposiciones anteriores y precisan su espíritu .
Es necesario que la Iglesia se reconcilie con la civilización moderna. Y la base propuesta para esta reconciliación, no es la aceptación de los datos de la verdadera ciencia que la Iglesia jamás repudió, que ella siempre favoreció, y a los progresos que ella siempre aplaudió y contribuyó más que nadie, sino el abandono de la verdad revelada, abandono que transformaría al catolicismo en un protestantismo amplio y liberal dentro del cual todos los hombres podrían encontrarse, cualquiera sean sus ideas sobre Dios, sobre sus revelaciones y sus mandamientos. Sólo así, dicen los modernistas, por este liberalismo es que la Iglesia puede ver nuevos días abrirse ante ella, y procurarse el honor de entrar en las vías de la civilización moderna y marchar con el progreso.
Todos los errores indicados en ambos Syllabus se presentan como las distintas cláusulas del tratado propuesto a la signatura de la Iglesia para esta reconciliación con el mundo, para ser así admitida en la ciudad moderna.
Civilización moderna. ¿Hay pues, civilización y civilización? ¿Hubo pues, antes de la era llamada moderna una civilización distinta de la que goza, o al menos procura el mundo de nuestro tiempo?
En efecto, la hubo, y la hubo en Francia y en Europa: fue una civilización llamada la Civilización Cristiana.
¿En qué se diferencian estas dos civilizaciones?
Se diferencian por la concepción en que ellas fundan el fin último del hombre, y por los efectos diversos e incluso opuestos que de una y otra concepción proceden dentro del orden social como dentro del orden privado.
“Todo hombre busca ser feliz”, dice Bossuet . Eso le es tan propio, es el objeto hacia el cual tienden todas las inteligencias sin excepción. El gran orador no ahorra punto en reconocerlo: “Las naturalezas inteligentes, sólo tienen voluntad de decidir por la felicidad”. Y añade: “Nada de más razonable, ya que, ¿qué hay de mejor que desear el bien, es decir, la felicidad? ”. Así, encontramos dentro del corazón del hombre un impulso invencible hacia la búsqueda de la felicidad. Su voluntad no podría negarse a ello. Es el fondo de todos sus pensamientos, el gran móvil de todas sus acciones; y al mismo tiempo que se lanza hacia la muerte, es porque se convence de encontrar en la nada una suerte preferible a la que tiene estando vivo.
El hombre puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo en la búsqueda de la felicidad, en la elección del camino que debe seguir para encontrarla. “En buscar la felicidad, está la fuente de todo bien, continúa diciendo Bossuet, y la fuente de todo mal es buscar lo contrario.” Esto es tan verdadero para la sociedad como para el individuo. El impulso hacia la felicidad viene del Creador, y Dios le da al hombre la luz que le ilumina el camino, directamente por la gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia. Pero pertenece al hombre, ya sea como individuo o sociedad, le pertenece a su libre arbitrio de dirigirse, de ir en busca de su felicidad allí donde le plazca ponerla, en lo que es realmente bueno, y, por encima de toda bondad, que es el bien absoluto, Dios; o en lo que tiene apariencias de bien, o en lo que no es más que un bien relativo.
Desde la creación del género humano el hombre fue engañado. En lugar de creer en la palabra de Dios y de obedecer a sus mandamientos, Adán escuchó la voz seductora que le decía poner su fin en sí mismo, en la satisfacción de su sensualidad, en las ambiciones de su orgullo. “Seréis como dioses”; “el fruto del árbol era bueno al paladar, bello a la vista, de un aspecto que excitaba el deseo”. Habiéndose así desviado, y una vez dado el primer paso, Adán comprometió a toda su descendencia en la falsa dirección que acababa de elegir.
En esa dirección marchó, avanzó, y se extravió durante el transcurso de los siglos. La historia, se puede decir, son los males que encontró en su largo extravío. Dios tuvo piedad de él. Bajo su designio de infinita misericordia y de infinita sabiduría, resolvió volver a poner al hombre en la vía de la verdadera felicidad. Y con el fin de hacer su intervención más eficaz, quiso que una Persona divina viniera sobre la tierra a mostrar el camino por su palabra, y guiarlo con su ejemplo. El Verbo de Dios se encarna y viene a pasar treinta y tres años entre nosotros, para sacarnos de las vías de la perdición y abrirnos el camino de una felicidad verdadera.
Su palabra como sus acciones invertían todas las ideas vigentes hasta entonces. El decía: ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los mansos, los pacíficos, los misericordiosos! ¡Bienaventurados los puros! Antes de Él venir al mundo, se decía: ¡Bienaventurados los ricos! ¡Bienaventurados los que dominan! ¡Bienaventurados los que están en condiciones de no rechazar en nada a sus pasiones! Nació en un establo, se hizo siervo de todos, sufrió muerte y pasión, para que no se tomen sus palabras para declamaciones, sino que por medio de lecciones, las lecciones más persuasivas que se puedan concebir, siendo otorgadas por Dios y un Dios que se inmolaba por amor a nosotros.
El quiso perpetuar su palabra, hablándonos siempre en forma activa, a los ojos y a los oídos de todas las generaciones que debían venir. Para eso, funda la santa Iglesia. Establecida en el centro de la humanidad, no sólo dejó, por las enseñanzas de sus doctores y los ejemplos de sus santos, de decir, a todos los que Ella ve pasar ante sus ojos: “buscáis, oh mortales, la felicidad, y buscáis una cosa que es buena, pero advertid que la buscáis donde no la está. La buscáis sobre la tierra, y no es allí donde ella se encuentra, como bien nos dice el divino Salmista: Diligit dies videre bonos… Aquí son los días de la miseria, los días del sudor y del trabajo, los días de los gemidos y de la penitencia a las cuales podemos aplicar las palabras del profeta Isaías: “Pueblo mío, los que os dicen bienaventurados, abusan e invierten todas vuestras acciones”. Y agrega: “Engañan aquellos que hacen creer a los pueblos que son bienaventurados” Entonces, ¿dónde se encuentra la felicidad y la verdadera vida, si no es en la tierra de los vivos? ¿Quiénes son los hombres bienaventurados sino aquellos que están con Dios? Son aquellos que ven bellos los días porque Dios es la luz que los ilumina, aquellos viven en la abundancia porque Dios es el tesoro que los enriquece. Porque Dios es el único bien que los satisface totalmente .
Del siglo I al siglo XIII, los pueblos se fueron convirtiendo a medida que atendían a esta predicación, y el número de los que hicieron de esta luz la norma de sus vidas fue cada vez más grande. Sin duda, hubo fallas, fallas de naciones y fallas de almas.
Pero esta nueva concepción de la vida se convirtió en la ley de todos, ley a la que los que se extraviaban, no perdían de vista y la que todos conocían, todos sentían que era necesario volver nuevamente a ella cuando se descarriaban. Nuestro Señor Jesucristo, con su Nuevo Testamento, era el doctor escuchado, el guía seguido, el rey obedecido. Sus derechos eran reconocidos oficialmente por los príncipes y por los pueblos, que lo declaraban hasta en sus monedas. Sobre todos estaba grabada la cruz, la augusta señal que el ideal cristiano había introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la civilización cristiana que debía regir, el espíritu de sacrificio opuesto al ideal pagano, al espíritu de gozar que había inspirado a la civilización antigua y pagana.
A medida que el espíritu cristiano penetraba en las almas y en los pueblos, almas y pueblos subían dentro de la luz y dentro del bien, ellos se elevaban y veían su felicidad a la altura a que los llevaba. Los corazones se volvieron más puros, los espíritus más inteligentes, los inteligentes y los puros introdujeron en la sociedad un orden más armonioso, que el eminente Bossuet nos describió magníficamente en su sermón sobre la dignidad de los pobres. El orden más perfecto trajo una paz más general y más profunda; la paz y el orden generaron la prosperidad, y todas estas cosas daban mayor espacio a las artes y a las ciencias, que son reflejos de la luz y de la belleza de los cielos. De suerte que, como observa Montesquieu: “La religión cristiana que no busca otro objeto que la felicidad en la otra vida, hace incluso más feliz la vida presente” . Es lo que por otra parte había anunciado San Pablo: “Pietas ad omnia utilis est, promisiones habens vital nunc est et futurae”. La piedad es útil a todos, teniendo las promesas de la vida presente y de la vida futura. ¿Acaso Nuestro Señor no había dicho: “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” ? No era solamente una promesa de orden sobrenatural, sino el anuncio de las consecuencias que debían salir lógicamente de la nueva orientación otorgada al género humano.
De hecho, ¿no se ve acaso, que el espíritu de pobreza y de pureza de corazón dominan las pasiones que son la fuente de todas las torturas del alma y de todos los desórdenes sociales? De la mansedumbre, la pacificación y de la misericordia procede la concordia, haciendo reinar la paz entre los ciudadanos y en de la ciudad. El amor a la justicia, incluso cuando es amenazada por la persecución y el sufrimiento, eleva el alma, ennoblece el corazón y le procura los más nobles gozos; y al mismo tiempo eleva el nivel moral de la sociedad.
Aquella sociedad que pone su mirada en las Bienaventuranzas Evangélicas como ideal, como el objeto a seguir y donde se ofrecen todos los medios para alcanzar la perfección y la beatitud son señaladas en el sermón de la montaña:
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
¡Bienaventurados los mansos!
¡Bienaventurados los que lloran!
¡Bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia!
¡Bienaventurados los misericordiosos!
¡Bienaventurados los puros de corazón!
¡Bienaventurados los pacíficos!
¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!
El ascenso, no digamos sólo de las almas santas, sino también de las naciones, tuvo su punto culminante en el siglo XIII. San Francisco de Asís y Santo Domingo, con sus discípulos San Luis de Francia y Santa Isabel de Hungría, acompañados y seguidos de tantos otros, mantuvieron por un tiempo el ideal que había sido alcanzado por la imitación que había excitado dentro de las almas los ejemplos de desprecio de las cosas de este mundo, de la caridad con el prójimo y del amor de Dios que habían dado tantos otros santos. Pero mientras que estas nobles almas alcanzaban los más altas cumbres de la santidad, muchos otros se enfriaban en su impulso hacia Dios; y, hacia finales del siglo XIV, se manifestó abiertamente un movimiento de retroceso, que impulsó a la sociedad y la trajo a la situación actual, es decir, al triunfo próximo, e inminente reino del socialismo, fin obligado de la civilización moderna. Ya que mientras que la civilización cristiana eleva a las almas y conduce a los pueblos a la paz social y a la prosperidad incluso temporal, la levadura de la civilización pagana, tiende a producir los efectos contrarios; la búsqueda de todos los placeres, y para obtenerlos, la guerra, de hombre a hombre, de clase a clase, de pueblo a pueblo; guerra que no podría terminar sino con la destrucción del género humano.
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