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LOS PAPAS Y OTROS TESTIMONIOS
(Julio Alvear Téllez, LA REACCION CATOLICA, Editor)
Para comprender la postura del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira es necesario discernir previamente la naturaleza del cambio operado en la Iglesia a partir de los años sesenta tanto en su profundidad como en su extensión.
A las nuevas generaciones que nacimos después del Vaticano II nos cuesta conocer la magnitud de sus transformaciones porque de la tradición católica, que sería nuestro punto de referencia, sólo nos quedan ecos y huellas dispersas. Además, el discurso “oficial” de la estructura eclesiástica sólo suele tener palabras de encomio para la “luz del Concilio” de la que ellos mismos son protagonistas.
Juan XXIII
Curiosamente, los juicios críticos de parte de las autoridades eclesiásticas suelen hacerse públicos cuando ya han jubilado, después que se han retirado de los cuarteles. En este sentido, las “memorias” de los prelados más vinculados al quehacer de la Iglesia universal –por solo nombrar dos, pienso en las del Cardenal Biffi y en las del Cardenal Martini, recientemente publicadas- son testimonios claros de la situación de la Iglesia por dentro.
Los Pontífices, de Pablo VI a Benedicto XVI, también han hablado maravillas del Concilio. Pero en variadas ocasiones, enfrentándose a una realidad perturbadora, han terminado por reconocer la trágica crisis en que se encuentra la Iglesia a partir del mismo Concilio.
Pero, en la realidad subterránea de las inmensas mutaciones posconciliares, ¿qué vivirán los simples fieles –como nosotros- en nombre del famoso “aggiornamento” de Juan XXIII y del “diálogo con el mundo moderno” del Vaticano II? Leamos algunos testimonios de muy diversas tendencias y épocas:
Monseñor Walter Brandmüller, Presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas:
“En los años posconciliares era moda comparar a la Iglesia a un constructor que hacía demoliciones y nuevas construcciones o reconstrucciones. Frecuentemente en las predicaciones, la orden de Dios a Abraham para partir de su tierra era interpretada como una exhortación para que la Iglesia abandone su pasado y su tradición” (Cfr. “Avvenire”, edición del 29 de noviembre del 2005).
Cardenal Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe:
“Se está perdiendo imperceptiblemente el sentido auténticamente católico de la realidad “Iglesia”, sin rechazarlo de una manera expresa. Muchos no creen ya que se trate de una realidad querida por el mismo Señor. Para algunos teólogos, la Iglesia no es más que mera construcción humana, un instrumento creado por nosotros, y que, en consecuencia, nosotros mismos podemos reorganizar libremente a tenor de las exigencias del momento”. (Cfr. “Informe sobre la Fe” (1984), BAC, Madrid, 2005, p.53)
El filósofo y teólogo suizo, Romano Amerio, asistente de Monseñor Jelmini en la Comisión Central Preparatoria del Concilio Vaticano II:
“La primera característica del período posconciliar es el cambio generalizadísimo que revistieron todas las realidades de la Iglesia, tanto ad intra como ad extra (…) Puede decirse que la amplitud de la variación es casi exhaustiva (…) De las tres clases de actitudes en las cuales se compendia la religión (las cosas que hay que creer, las cosas que hay que esperar y las cosas que hay que amar), no hay ninguna que no haya sido alcanzada ni transformada.
La variación operada en la Iglesia en el período post conciliar se deduce (incluso) de los imponentes cambios producidos en el lenguaje. Ya no entro en la desaparición en el seno eclesiástico de algunos términos como infierno, paraíso, o predestinación, significativos de doctrinas que no se tratan ni siquiera una vez en las enseñanzas conciliares: puesto que la palabra sigue a la idea, su desaparición implica desaparición, o cuando menos, eclipse, de esos conceptos, en un tiempo relevantes en el sistema católico (…) Novedades en las estructuras de la Iglesia, las instituciones canónicas, la filosofía y la teología, la coexistencia con la sociedad civil: en fin, las relaciones de la religión con la civilización en general”.
A juicio de este autor, la novedad es tan amplia que ha afectado “el sentido de la vista, en cuanto se han cambiado las formas de los vestidos, los ornamentos sacros, los altares, la arquitectura, las luces, los gestos. Para el sentido del tacto la gran novedad ha sido poder tocar aquello que la reverencia hacia lo Sagrado hacía intocable. Al sentido del gusto le ha sido concedido beber del cáliz. Al olfato, por el contrario, le resultan casi vetados los olorosos incensarios que santificaban a los vivos y a los muertos en los ritos sagrados.
Finalmente, el sentido del oído ha conocido la más grande y extensa novedad jamás operada en cuestión de lenguaje sobre la faz de la tierra, habiendo sido cambiado por la reforma litúrgica el lenguaje de millones de personas. Y la música ha pasado además de melódica a percusiva, expulsándose de los templos el canto gregoriano, que desde hacía siglos suavizaba a los hombres la edad del enmudecimiento de los cánticos (cfr. Ecl, 12, 1-4) y rendía los corazones” (Cfr. “Iota Unum - Studio delle variazioni della Chiesa católica nel secolo XX”, Ricardo Ricciardi Editore, Milán – Nápoles, 1985; edición española, gráficas Verona, Salamanca, 1995. pp. 83, 86, 87, 480, 482).
Yves Marsaudon, gran maestre de la masonería:
“Los católicos (…) no deben olvidar que todos los caminos llevan a Dios. Y van a tener de aceptar que esta animosa idea del libre pensamiento, al que podemos realmente llamar una revolución, difundida a través de nuestras tiendas masónicas, se esparció de forma magnífica sobre la cúpula de San Pedro” (Cfr. “Oecuménisme vu par un Maçon de tradition”, Vitiano, París, 1964).
El escritor Jean Guitton, miembro de la Academia Francesa, amigo personal de Paulo VI (autor de una célebre entrevista con el Papa), y uno de los pocos seglares invitados a participar del Vaticano II:
“En nuestros días, aquello que se llama modernismo en la historia religiosa tiene un sentido muy particular. Se llama por ese nombre una doctrina y un partido que fueron condenados por el Papa Pío X en la encíclica Pascendi. El Papa Pío X — que fue canonizado — designa al modernismo como una herejía que tiene un doble carácter: el de ser una síntesis de todas las herejías, y el de esconderse en el interior de la Iglesia como una traición".
"Cuando releo los documentos concernientes al Modernismo tal como fue definido por San Pío X, y los comparo con los documentos del Concilio Vaticano II, no puedo dejar de quedar desconcertado. Porque lo que fue condenado como una herejía en 1906 es proclamado como siendo y debiendo ser de ahora en adelante la doctrina y el método de la Iglesia. Dicho de otro modo, los modernistas de 1906 me aparecen como siendo precursores. (…)¿Cómo pudo San Pío X repeler a aquellos que ahora me aparecen como precursores?" (Cfr."Portrait du Père Lagrange", Robert Laffont, Paris, 1992, p. 55 – 56).
Cardenal Giacomo Biffi, quien fue llamado por Benedicto XVI para predicar los ejercicios espirituales al Papa y a la curia romana en febrero del 2007:
“El Papa Roncalli había asignado al Concilio, como tarea y como meta, la “renovación al interior de la Iglesia”; expresión más pertinente del vocablo “aggiornamento” (también de este Papa), pero que tuvo una inmerecida fortuna.
Ciertamente no era la intención del Sumo Pontífice, pero “aggiornamento” incluía la idea que la “nación santa” se propusiera buscar su mejor conformidad no al designio eterno del Padre y su voluntad de salvación (como había siempre creído que debía hacer en sus justos intentos de “reforma”), sino a la “jornada” (a la historia temporal y mundana); y así se daba la impresión de consentir a la “cronolatría” (...)
El Papa Roncalli murió en la solemnidad de Pentecostés, el 13 de junio de 1963. También yo lloraba, porque tenía una invencible simpatía por él. Me encantaban sus gestos “irrituales”, y me alegraban sus palabras frecuentemente sorprendentes y sus salidas extemporáneas.
Solo la evaluación de algunas frases me dejaba titubeante. Y eran precisamente las que más fácilmente que otras conquistaban las almas, porque se presentaban conformes a las instintivas aspiraciones de los hombres.
Estaba, por ejemplo, el juicio de reprobación sobre los “profetas de desventura”. La expresión se hizo y se mantuvo popularísima y es natural: a la gente no le gusta los aguafiestas; prefiere a quien promete tiempos felices en vez de quien presenta temores y reservas. Y yo también admiraba el valor y el empuje espontáneo de este “joven” sucesor de Pedro en los últimos años de su vida.
Pero recuerdo que casi inmediatamente me asaltó una duda. En la historia de la Revelación, usualmente también los anunciadores de castigos y calamidades fueron los verdaderos profetas, como por ejemplo Isaías (capítulo 24), Jeremías (capítulo 4), Ezequiel (capítulos 4-11). Jesús mismo, leyendo el capítulo 24 del Evangelio de Mateo, sería contado entre los “profetas de la desventura”: las noticias de futuros hechos y de próximas alegrías no se refieren como norma a la existencia de aquí abajo, sino a la “vida eterna” y el “Reino de los Cielo”.
En la Biblia son más bien los falsos profetas los que proclaman frecuentemente la inminencia de horas tranquilas y serenas (véase el capítulo 13 del libro de Ezequiel).La frase de Juan XXIII se explica con su estado de ánimo del momento, pero no debe ser absolutizada. Por el contrario, estará bien escuchar también a aquellos que tienen alguna razón de poner alerta a los hermanos, preparándoles para las posibles pruebas, y aquellos que consideran oportunas las invitaciones a la prudencia y la vigilancia.” (Cfr. “Memorie e Digressioni di un italiano cardinale”, 2006, p.187 y 173)
Al inaugurar el Concilio, se le atribuye al Papa Roncalli una frase que dio la vuelta al mundo: “Recibiendo hace poco a un visitante que le preguntaba qué esperaba de este Concilio, Juan XXIII le mostró la ventana diciendo: “una corriente de aire fresco en la Iglesia” (Cfr. Fesquet, H., “Le journal du Concile”, U. Mursia , Milán, 1967, p. 44). Al iniciar la magna asamblea Juan XXIII afirmó: “El Concilio que ahora se inicia se eleva a la Iglesia como una aurora, un anticipo de la más espléndida luz. Esto es solo el albor”, y rechazó a los “profetas de la desventura” que sólo ven males en la época moderna. Más tarde, en su discurso del 11 de octubre de 1962, prometerá con la renovación Conciliar “una irradiación universal de la verdad, la recta dirección de la vida individual, familiar y social”. Estaba seguro de que el Concilio traería “prodigios como en un nuevo Pentecostés”.
El sucesor de Juan XXIII, Pablo VI, no sólo continuó y concluyó el Concilio, sino también lo puso en práctica, dándole una interpretación auténtica. El Papa Montini sostendrá que “las palabras más importantes del Concilio son “novedad” y “puesta al día”. La palabra “novedad” nos ha sido dada como una orden, como un programa” (Cfr. “L´Osservatore Romano”, edición del 3 de julio de 1974).
Y utilizó los sagrados poderes que Nuestro Señor entregó a Pedro y a sus sucesores para promover los profundos cambios conciliares en la Iglesia: en la Misa y en la liturgia en general, en la forma de impartir los sacramentos, en la devoción de la piedad popular, en la disposición de las cosas sagradas, en la música sagrada, en la estructura de la Curia romana, en la disciplina religiosa y sacerdotal, en la formación de los seminarios, en el calendario de los santos, en el lenguaje magisterial, en la catequesis, en la pastoral, en las relaciones con los no creyentes y con los no cristianos, en las relaciones del Vaticano con el comunismo soviético y sus satélites, etc. Se comentaba que alguien quería otro rostro, otras manos, otros ojos para la Iglesia.
Pablo VI
Pablo VI recibe cordialmente a Tito, dictador comunista Yugoslavo, en 1971
Las reformas de este Pontífice abandonaron en varios aspectos el “sello” secular y característico de la Iglesia Católica, y al ser entronizadas a nombre del Papa, desconcertaron a los ámbitos más fervorosos del catolicismo. En la estructura eclesiástica, al menos en Occidente, pocos obispos resistieron a las transmutaciones más dolorosas. Muchos presintieron las consecuencias desastrosas que la mayor parte de las reformas traerían, pero no alzaron su voz de manera oportuna, y el sigilo no es la madera con la que ordinariamente se tallan los santos. El propio Pablo VI beatificó a San Ezequiel Moreno (1848-1905), el célebre obispo de Pasto, Colombia, que juzgó deber de conciencia no callar aún cuando la Santa Sede le ordenó en su tiempo, por razones diplomáticas, silenciar sus fuertes censuras al liberalismo.
Las estadísticas oficiales del mundo católico se muestran incontrovertibles a este propósito y revelan en los primeros veinte años de la Iglesia posconciliar la disminución de la vida religiosa católica en Occidente, la defección sacerdotal, el abandono de la vida monástica, la confusión doctrinaria, el escepticismo dogmático, el relativismo moral y la trivialización litúrgica.
Juan Pablo II es elevado a la cátedra de Pedro en 1978 y se compromete a seguir la línea del Concilio Vaticano II. Le tocará administrar esta herencia del posconcilio, imprimiéndole su sello personal de todos conocidos. Lo mismo puede decirse, a su modo, de Benedicto XVI.
Veamos lo que los Papas han afirmado de la crisis de la Iglesia en el posconcilio:
1) 7 de diciembre de 1968.- Anuncia Pablo VI en su célebre Alocución al Seminario Lombardo:
“La Iglesia atraviesa hoy un momento de inquietud. Algunos practican la autocrítica, se diría que hasta la autodemolición. Es como una perturbación interior, aguda y compleja, que nadie habría esperado después del Concilio. Se pensaba en un florecimiento, en una expansión serena de conceptos madurados en la gran asamblea conciliar. Hay aún este aspecto en la Iglesia, el de florecimiento. Pero, puesto que “bonum ex integra causa, malum ex quocumque defecto”, se fija atención más especialmente sobre el aspecto doloroso. La Iglesia es golpeada también por quienes de Ella forman parte”.
2) 29 de junio de 1972.- En la Alocución “Resistite fortes in fide”, Pablo VI declara que el humo de Satanás ha penetrado en la Iglesia.
El Pontífice tiene “la sensación de que por alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Lo que existe es la duda, la incertidumbre, lo complejo de los problemas, la inquietud, la insatisfacción, la confrontación. No se confía más en la Iglesia; se confía en el primer profeta profano (ajeno a la Iglesia) que nos venga a hablar, por medio de algún diario o movimiento social, a fin de correr tras de él y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida. Y no nos damos cuenta de que ya la poseemos y somos maestros de ella. Entró la duda en nuestras conciencias y entró por ventanas que debían estar abiertas a la luz.
También en la Iglesia reina el estado de incertidumbre. Se creía que, después del Concilio, vendría un día soleado para la historia de la Iglesia. Vino, por el contrario, un día lleno de nubes, de tempestad, de oscuridad, de indagación, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo, y nos apartamos siempre más los unos de los otros. Procuramos cavar abismos en vez de llenarlos.
¿Cómo sucedió esto? El Papa confía a los presentes un pensamiento suyo: el de que haya habido la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que alude San Pedro en su Epístola”.
El Cardenal Pericle Felici, quien había sido el Secretario General del Concilio, en una entrevista en el décimo aniversario del Vaticano II, señaló estos misteriosos y espantosos dichos:
“Estoy seguro de que cuando pronuncié en el Concilio las palabras rituales Exeant Omnes (salgan todos), que todos recuerdan, el que no obedeció fue el demonio… El siempre está donde triunfa la confusión, para agitarla y beneficiarse de ella”. (Citado por Davies, Michael, “Pope Johns Council”, Augustine Publishing Company, Devon, 1977. Existe edición castellana de Iction, Buenos Aires, 1981, p. 33).
3) 23 de noviembre de 1973.- Pablo VI confiesa que “la apertura al mundo fue una verdadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia”. Esta ahora se debilita y pierde fuerza y fisonomía propias: “tal vez hemos sido demasiado débiles e imprudentes”.
Continuó, sin embargo, en lo fundamental, imprimiéndole a la barca de Pedro el mismo rumbo.
Cuando Juan Pablo II es elegido Pontífice se compromete a seguir la línea del Concilio Vaticano II. De hecho, adopta los nombres de los dos Papas que llevaron a cabo el Concilio.
4) 24 de febrero de 1980. Juan Pablo II en la carta apostólica “Dominicae Cenae” se ve en la obligación de expresar:
“Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón —en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado— por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles”.
5) 6 de Febrero de 1982.- En Alocución a los religiosos y sacerdotes del I Congreso nacional italiano sobre el tema “Misiones al pueblo para los años 80”, Juan Pablo II afirma:
“Es necesario admitir realísticamente y con profunda y sentida sensibilidad que los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten perdidos, perplejos, confundidos y hasta desilusionados: fueron divulgadas pródigamente ideas que contrastan con la Verdad revelada y desde siempre enseñada, fueron difundidas verdaderas y propias herejías, en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones y rebeliones; se alteró incluso la Liturgia; sumergidos en el relativismo intelectual y moral y por consiguiente en el permisivismo, los cristianos son tentados por el ateísmo, por el agnosticismo, por el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva”.
6) 13 de mayo de 1982.- Juan Pablo II peregrina a Portugal, al Santuario de Nuestra Señora de Fátima, para agradecer, según expresa, a la Santísima Virgen por haberle salvado la vida en el atentado del 13 de mayo de 1981.
Durante la misa en la explanada del Santuario, consagra el mundo al Inmaculado Corazón de María, pero sin nombrar a Rusia, como lo había pedido la Virgen (petición que Pío XII había cumplido sólo parcialmente). Parece tener clara conciencia de que el elemento humano de la Iglesia y la humanidad no han cumplido con lo pedido por la Señora del Cielo. El Papa Wojtyla advierte respecto de “amenazas apocalípticas que pesan sobre las naciones y sobre la humanidad”. Y en la homilía de la Misa sostiene:
“La llamada materna, la ardiente llamada del corazón de María, resonó en Fátima hace 65 años. Sí, lo repite con corazón trepidante porque ve cuántos hombres y sociedades, cuántos cristianos están yendo en dirección opuesta a la indicada por el mensaje de Fátima. El pecado en el mundo y la negación de Dios se ha difundido muy ampliamente en las ideologías y programas humanos. La invitación de la Madre es más actual y urgente hoy que hace 65 años".
7) 1984.- El Cardenal Ratzinger, en su “Informe sobre la fe”, reconoce la situación en que se encuentra la Iglesia después del Concilio:
“Resulta incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia Católica. Los resultados que se siguieron al Concilio (Vaticano II) parecen cruelmente opuestos a las expectativas de todos, comenzando por las del Papa Juan XXIII y Paulo VI. Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad.
Los Papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que – en palabras de Paulo VI- se ha pasado de la autocrítica a la autodemolición. Se esperaba un nuevo entusiasmo y en lugar de él se acabó con demasiada frecuencia en el fastidio y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia delante y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto “espíritu del Concilio.
La Iglesia del posconcilio es como un gran astillero; pero un espíritu crítico añadía a esto que es un gran astillero donde se ha perdido de vista el proyecto y donde cada uno continúa trabajando a su antojo. El resultado es evidente.
Hay que afirmar sin ambages que una reforma real de la Iglesia presupone un decidido abandono de las vías erradas que han conducido a consecuencias indiscutiblemente negativas.
Se han desatado al interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que han confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral. Y, en el exterior, el choque de una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva “burguesía del terciario”, con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista”.
(Cfr. "Informe sobre la Fe”, BAC, Madrid, 2ª Ed., 2005, pp. 35-37).
8) 11 de Octubre de 1992.- Juan Pablo II publica la Carta Apostólica “Laetamur Magnopere”, en la que se aprueba y promulga la edición típica latina del Catecismo de la Iglesia Católica. Se dedica un inusual análisis a los últimos tiempos, designando las señales de la apostasía. En el Nº 675 se lee:
"Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc. 18, 8; Mt. 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc. 21, 12; Jn. 15, 19-20) develará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3; 2 Jn. 7; 1 Jn. 2, 18.22).”
9) 10 de Noviembre de 1994.- Juan Pablo II publica la Carta Apostólica “Tertio Millennio Adveniente”, como preparación del Jubileo del año 2000. En ella se reconoce:
"No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia”.
En la Encíclica “Veritatis Splendor” sostiene:
“Ha venido a crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral.
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas -difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas- sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana.
En la Exhortación Apostólica “Christifideles Laici”:
”Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo -si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria- inspiran y sostienen una existencia vivida "como si no hubiera Dios".
Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana -aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales- tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. (...)
En otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas”.
10) En la Encíclica “Redemptoris Missio” Juan Pablo II se atreve a ser más explícito y constata que el impulso misionero se ha ido “deteniendo” en la Iglesia después del Concilio, y que, en la historia, tal disminución “es signo de una crisis de fe.”
11) 13 de mayo del 2000.- Juan Pablo II viaja a Fátima, por tercera vez, para beatificar a los pequeños videntes Francisco y Jacinta. Pronuncia una misteriosa homilía, en un lenguaje inusual. Incluso habla del infierno, realidad que, como se sabe, ha sido barrida, desde el Vaticano II, de la pastoral posconciliar:
“Por designio divino, "una mujer vestida del sol" (Apocalipsis 12, 1) vino del cielo a esta tierra (...)
“Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón" (Apocalipsis 12, 3). Estas palabras de la primera lectura de la misa nos hacen pensar en la gran lucha que se libra entre el bien y el mal, pudiendo constatar cómo el hombre, al alejarse de Dios, no puede hallar la felicidad, sino que acaba por destruirse a sí mismo. (...)
El mensaje de Fátima es una llamada a la conversión, alertando a la humanidad para que no siga el juego del "dragón", que, con su "cola", arrastró un tercio de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra (cf. Apocalipsis 12, 4) (…) Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres que "no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido". Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: "Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas".
Juan Pablo II escoge los términos. “El dragón arrastró con su cola a un tercio de las estrellas del cielo” y pide “no seguir el juego del dragón”. Según los mejores exegetas del texto sagrado, este trecho hace alusión a la apostasía de los ángeles, y por traslación a la apostasía de los buenos, a la apostasía al interior de la Iglesia.
12) 28 de junio del 2001: En carta del 28 de junio del 2001 al Padre Timothy Radcliffe, superior de la Orden de Predicadores, Juan Pablo II afirma:
“Vivimos en un tiempo caracterizado, a su manera, por el rechazo de la Encarnación. Por primera vez desde el nacimiento de Cristo, acontecido hace dos mil años, es como si él ya no encontrara lugar en un mundo cada vez más secularizado. No siempre se niega a Cristo de manera explícita; muchos incluso dicen que admiran a Jesús y valoran algunos elementos de su enseñanza. Pero él sigue lejos: en realidad no es conocido, amado y obedecido; sino relegado a un pasado remoto o a un cielo lejano. Nuestra época niega la Encarnación de muchos modos prácticos, y las consecuencias de esta negación son claras e inquietantes”.
13) 17 de abril del 2003: Juan Pablo II publica la encíclica “Ecclesia de Eucharistia”. Es un documento importante porque evalúa las luces y sombras sobre el Santísimo Sacramento durante su Pontificado. Debemos convenir que las “luces” que menciona no son sino los ecos de la tradición católica que aún no han sido demolidas. De hecho, a partir de los años sesenta cayeron en desuso todas las formas de devoción para-litúrgicas del Santísimo Sacramento, sean públicas o privadas: las procesiones, las visitas, las cuarenta horas, las devociones reparadoras, etc. Algunas medidas beneméritas tomó en este sentido el Pontífice algunos años antes de morir.
Las “sombras” que indica la Encíclica, si se analizan con atención, representan una verdadera tragedia:
“Hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio.
También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”.
14) 28 de junio del 2003.- En la Exhortación Apostólica “Ecclesia in Europa”, Juan Pablo II vuelve a invocar el Apocalipsis y afirma: “La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera”.
Algo parece agotarse. Es que los bonitos discursos tampoco bastan. Una estructura eclesiástica meramente parlante no es reconocible en la historia del catolicismo. “Nuestro Evangelio no se anunció a vosotros sólo con palabras, sino también con milagros y dones del Espíritu Santo, con eficaz persuasión” (Tesalonicenses, 1, 5)
El Cardenal Ratzinger, que aludió el año 1984 al desastre de la catequesis posconciliar, confiesa el año 2003 que nada ha cambiado en este punto tan central. Exponiendo la necesidad de enseñar el nuevo catecismo, el Purpurado constata:
“Sin condenar a nadie (sic), es patente que hoy la ignorancia religiosa es tremenda, basta hablar con las nuevas generaciones. Evidentemente, en el posconcilio no se ha logrado transmitir concretamente los contenidos de la fe cristiana” (Cfr. “La Razón”, edición del 28 de mayo del 2003. www.conoze.com/doc.php?doc=1806)
El 19 de abril del año 2005, el Cardenal Ratzinger es elevado a la Cátedra de Pedro. Los medios divulgan que pide oraciones para tener fuerzas y “no ceder” ante “los lobos”. Pronto, sin embargo, y al contrario de lo que esperaban algunos sectores, se compromete a seguir en toda la línea el Concilio Vaticano II.
15) 22 de diciembre del 2005.- A los cuarenta años de concluido el Concilio, en una declaración sin precedentes, que parece clamar por ulteriores precisiones, Benedicto XVI, dirigiéndose a los cardenales, obispos y prelados de la curia romana, sostuvo que dos “hermenéuticas” del Concilio han luchado en todo este tiempo al interior de la Iglesia: la "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura", que “corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar” y la "hermenéutica de la reforma", de la “renovación dentro de la continuidad”, que ha dado frutos.
Lo sorprendente es cómo caracteriza la "hermenéutica de la reforma" que sería la que los Papas posconciliares han seguido, y en la cuál el Santo Padre se incluye. Benedicto XVI, rompiendo, sin duda, con la imagen mediática de ser un Pontífice tradicionalista, llega a declarar que el Concilio Vaticano II ha “corregido” a la Iglesia. Estas son sus palabras textuales (las negritas son destacados nuestros):
“Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable (...)
El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad".
Esta tendencia a situar las reiteradas condenas pontificias al mundo moderno como materia “contingente”, como meras “decisiones históricas” (es decir, infra-históricas) a fin de soslayar su obediencia vinculante, fue algo que ya había manifestado Benedicto XVI como doctor privado mucho antes de ser elevado al trono pontificio. En sus “Principios de Teología Católica” publicada a finales de la década de los sesenta, emplea también el término “corrección” en el mismo sentido, acusando a los Papas Pío IX y San Pío X de ser “unilaterales” en sus posiciones respecto del mundo moderno. Asimismo, el año 1992, ya como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la importante “Instrucción sobre la Vocación” sostiene:
“Existen decisiones del Magisterio que no pueden ser una última palabra sobre la materia en cuanto tal (…) Su núcleo sigue siendo válido, pero los puntos particulares sobre los cuales han influido las circunstancias de los tiempos pueden tener necesidad de una rectificación ulterior (Cfr. Pascendi y Lamentabili de San Pío X contra el modernismo). Como grito de alarma ante adaptaciones apresuradas y superficiales, mantienen plenamente su justificación (…) pero, en los puntos concretos de su contenido, fueron superados”
Sin entrar en las complejas consecuencias magisteriales, canónicas e históricas que todo esto puede significar si se lo interpreta literalmente, un conjunto de interrogantes de sentido común afloran en el corazón del católico, fiel a la Iglesia y al Papado:
i) ¿Cómo es esto posible? ¿Se equivocó entonces el Espíritu Santo asistiendo al magisterio pontificio ordinario antes del Concilio Vaticano II? Y si fue así, entonces, ¿por qué no habría de equivocarse ahora, con Benedicto XVI?
ii) ¿Cuáles errores que constituyen el sistema modernista, condenado con la plenitud de su poder magisterial por San Pío X como “suma de todas las herejías” (condena reiterada expresamente por Benedicto XV y Pío XII), deben ser ahora rehabilitados y por qué?
iii) ¿Qué principios derivados del depósito de la fe, explicitados por los Papas durante más de un siglo y medio, para condenar el liberalismo y los errores constitutivos del mundo moderno, no son ya válidos y de qué modo el Concilio pudo abolirlos?
iv) ¿Cómo la opción pastoral e históricamente contingente del Concilio, de acomodarse al mundo moderno, explicitada especialmente en la Gaudium et Spes, se ha convertido ahora en un principio doctrinal capaz de “corregir” el magisterio anterior?
v) ¿Qué significa, en realidad, sin figuras retóricas, la renovación conciliar caracterizada por Benedicto XVI como un medio término “de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles” ? ¿Qué extraño tipo de continuidad es ésta –la del Concilio- que a juicio del Pontífice tiene “diferentes niveles en la discontinuidad” con la Iglesia?
Benedicto XVI no precisa más su discurso. No sabemos tampoco si el pontífice emite juicios definitivos, prudenciales o contingentes. Lo cierto es que no es fácil de compaginar esto con lo que sostenía Juan Pablo II en 1988, en un documento en el que fue asesorado por el mismo Cardenal Ratzinger:
“Las amplias y profundas enseñanzas del Concilio Vaticano II requieren un nuevo empeño de profundización, en el que se clarifique plenamente la continuidad del Concilio con la Tradición, sobre todo en los puntos doctrinales que, quizá por su novedad, aún no han sido bien comprendidos por algunos sectores de la Iglesia” (Motu Proprio Ecclesia Dei, AAS 80 (1988) p.1497).
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En la misma línea, Monseñor Walter Brandmüller, nombrado por Benedicto XVI como Presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, y director del “Annuarium Historiae Conciliorum”, había sostenido para una publicación del Episcopado italiano:
“La contribución (de un Concilio) no puede, evidentemente, consistir en una amalgama de nuevos contenidos al patrimonio de la fe de la Iglesia. Y ni aún en una eliminación de las doctrinas transmitidas hasta aquel momento (…)
Con la asistencia de Espíritu Santo, todo Concilio, en su definitivo anuncio doctrinal, se inserta como parte integrante en la tradición comprensiva de la Iglesia. Por eso, los Concilios miran siempre adelante, para un anuncio doctrinal más amplio, más claro, más actual. Un Concilio no puede contradecir a sus anteriores, sino solamente integrarse y proseguir”.
“Todo esto vale también para el Concilio Vaticano II (…) Esto deriva del concepto que está en la base de la institución conciliar, que antes ve en la tradición su propia esencia. Esta convicción genuinamente católica se refleja en la Definición del Segundo Concilio de Nicea” (787) (…)
“Es preciso reafirmar con claridad que una interpretación de Vaticano II fuera de la tradición contrastaría con la esencia de la fe: la tradición, no el espíritu del tiempo, es el elemento constitutivo de su horizonte interpretativo. Ciertamente, no puede faltar la mirada sobre el tiempo actual. Son los problemas actuales que exigen respuestas. Pero estas no pueden venir sino de la revelación divina, que la Iglesia transmite. Esta tradición representa también el criterio al que cualquier nueva respuesta debe atenerse, si quiere ser verdadera y válida”.
Como se ve, si se comparan estos dos últimos textos con el de Benedicto XVI que estamos citando, la confusión no puede ser sino mayúscula. Una continuidad discontinua es algo inquietante.
Benedicto XVI concluye su discurso explicitando lo que ningún Pontífice posconciliar había afirmado sin ambages: que el Vaticano II (a diferencia del Magisterio Pontificio pre-conciliar, desde Pío VI a Pío XII, constatamos nosotros) constituye un “"sí" fundamental a la edad moderna”. Aquí está, probablemente, la esencia de la cuestión, y la clave de interpretación de las palabras del Pontífices.
Enseñanzas de todo eso:
Primera:
que lo que durante el Vaticano II (1962-65) parecía escandaloso en los medios de comunicación solo parecía una cuestión interna eclesiástica de papas, cardenales y obispos (de los que siempre se opinaba con veneración y respeto) fue en los años posteriores cuando se comprobaron los desastrosos resultados. Se pensaba entonces que la sangre no llegaría al río.
Segunda:
que una vez comprobados los calamitosos resultados ya era demasiado tarde para rectificar nada: el papa y todos los obispos eran prisioneros de la aprobación que habían dado al monstruo conciliar que habían contribuido a crear (de mayor o menor grado, para el caso daba lo mismo).
Tercera:
a pesar de todo, seguían confiados los obispos y curas en que todo pasó así porque Dios (“el Espíritu Santo”¿¿??) así lo quiso... por lo cual pasaba como en el “cuento del emperador que iba desnudo”: que ninguna jerarquía se atrevía a contradecir al resto por temor de ser considerado hereje (al cuestionar la teoría sobre la infalibilidad de los concilios ecuménicos)... agravando así el efecto de bola de nieve, que se acumulaba año tras año: que las contradicciones los defectos eran solo aparentes; se empezaba a distinguir entre la excelencia del Vaticano II y su “mala aplicación”, causa del caos que los ojos veían entonces (y siguen viendo ahora).
Cuarta: Sería digna de estudio una contradicción palmaria y sobre la que nadie hace hincapié:
No olvidemos que el Vaticano II se convocó por Juan XXIII, en 1959, con el único fin de explicar la Fe católica al hombre moderno.
Posteriormente sin embargo, una vez reunidos los obispos todos sabemos que el fin no fue ese en absoluto sino reformar la Iglesia para dejarla al gusto del hombre moderno (y total para nada, porque al “hombre moderno” la Iglesia ni le importaba entonces, ni le importa ahora ni le importará lo más mínimo) .
¿Qué tendría que ver "la explicación de los dogmas en un lenguaje claro" (1959)... con poner las bases para dar la vuelta a la Iglesia como un calcetín, que fue para lo que en realidad sirvió el Vaticano II (años 1962-65)?
¿por qué nadie denuncia eso?
Quinta:
La clave está en el “golpe de estado” del grupo de los obispos “del Rhin” nada más abrirse el Concilio en 1962. A partir de ahí el Concilio mutó de fines, y se transfornó en un “monstruo de Frankenstein” al servicio de los obispos heréticos modernistas franco-alemanes.
Es de suponer el espanto y el horror de los obispos italianos, españoles y sudamericanos en las primeras semanas de Concilio. Pero, asimilado el trago, de vuelta a sus diócesis y de cara a los fieles todo sonrisas y maravillas sobre el Concilio y la puesta al día...
Semejantes fenómenos de simulación, mutación y traición se pueden ver hoy día cuando antiguos obispos tradicionalistas se pasan al Novus Ordo: el entusiasmo la furia y el ímpetu con que concelebran: se “dan la paz”, “presiden”, aclaman y son aclamados (...gestos del vudú...), se creen protagonistas de algo importante.. y acaban más “conciliares” que los de toda la vida (hay está el caso del brasileño ex-tradicionalista Rifán), venerando, en fin (lo sepan o no) al “cristo cósmico” de los satanistas, ese personaje horripilante a la vista que aparece siempre en las paredes de los templos del Novus Ordo.
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