No es la economía, capullos
JUAN MANUEL DE PRADA
SI yo heredase mañana el trono de España, lo primero que haría sería «misericordiar» a todos los cortesanos que han defendido la institución monárquica fundándose en razones económicas, al modo en que lo hacía la Reina de Corazones de Lewis Carroll: «¡Que les corten la cabeza!». Y seguiría, naturalmente, por los patriotas de chichinabo que, para combatir la segregación de Cataluña, evacuan informes en los que «se demuestra» que Cataluña, separada de España, sería mucho más pobre. Decapitación sin posibilidad de indulto ni apelación, e incluso sin juicio previo. Y hasta me pensaría muy mucho si permitirles confesión; pues, ahora que la teología recreativa nos enseña que el infierno no existe, mandar a la gente al otro barrio sin confesión tampoco se me antoja excesivamente inmisericorde.
El daño que los cortesanos han hecho a la monarquía española es incalculable y, a estas alturas, tal vez también irreparable e irreversible. Pero, entre todos los pelajes de lameculos borbónicos, ninguno tan deplorable y trapalón como el de los cortesanos economicistas que, para defender la institución, repitieron durante años (¡durante décadas!) aquella matraca: «Bajo el reinado de Juan Carlos I, hemos disfrutado del período más próspero de nuestra historia». Lo repitieron tanto que la gente terminó asumiéndolo, viendo en el Rey una suerte de talismán mágico que les garantizaba la prosperidad; y ha bastado que llegue la crisis para que se dispare la desafección a la monarquía. Pues, si como nos decían, la monarquía es digna de elogio por estar ligada a la prosperidad, ¿por qué habríamos de mantenerla en época de vacas flacas? No se me escapa que aquellos cortesanos tartufos, antes que monárquicos, se proclamaban «juancarlistas» (como también hay papólatras tartufos que antaño se declaraban «juanpablistas», u hogaño «francisquistas»); pues, mediante el culto idolátrico a la personalidad, disimulan su desapego hacia la institución (a la que fingen servir para servirse de ella). Ya nos advertía Thibon que, cuando las instituciones están sanas y fuertes, se puede execrar sin temor a quienes coyunturalmente las encarnan, como hace Dante en La Divina Comedia, enviando a algún papa dimisionario al infierno; por el contrario, cuando las instituciones se han debilitado y nadie cree en ellas (salvo para servirse de ellas), surge como una putrescencia la exaltación grosera y grotesca de las personas que coyunturalmente las encarnan (y, cuanto más nefasta e indignamente las encarnan, más grosera y grotescamente se las exalta).
Este economicismo infausto, que tanto daño ha hecho a la institución monárquica, se invoca ahora también para impedir la segregación de Cataluña. En los últimos meses, se han multiplicado a modo de floración de hongos ponzoñosos los informes que alertan sobre el descalabro económico que sufrirían los catalanes si se segregasen de España; informes de los que tácitamente se desprende que, cuando tal descalabro pueda conjurarse, la segregación sería deseable. Por no mencionar que, con frecuencia, las promesas de prosperidad (o las amenazas de perderla) no son sino subterfugios que emplean los tiranos para privar a sus sometidos de otros bienes más altos, o para que la privación de esos bienes más altos resulte más llevadera.
La gran tragedia española es que nuestros bienes más altos la institución monárquica, la unidad de la patria son defendidos por gente sin principios que sólo es capaz de defenderlos envueltos en la coartada económica. Y cuando alguien esconde su falta de principios en tal coartada es porque quiere llenarse los bolsillos.
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