Miradas en blanco
Juan Manuel de Prada
Muy poco después de dimitir como ministro de las maltrechas finanzas de su país, Yanis Varufakis concedía una entrevista en la que describe las discusiones que tuvieron lugar en el llamado (con denominación tan mostrenca como inorgánica, como corresponde a un ente sin humanidad) 'eurogrupo', antes de que Grecia fuese por completo rendida. Por supuesto, las simpatías que el mencionado Varufakis nos despierta son por completo nulas (aunque le reconocemos algo más de dignidad y vergüenza torera que a su jefe de filas, que después de organizar una pantomima de referendo se allanó ante las exigencias del 'eurogrupo' como un patético felpudo); pero hay en su entrevista una autenticidad impetuosa de la que resulta difícil dudar.
Por supuesto, Varufakis es un iluso (o un demagogo) que sigue alimentando el sueño de una democracia de fantasía. Así se percibe, por ejemplo, cuando define ese mefítico 'eurogrupo' como un ente «sin existencia legalmente reconocida, sin un tratado que lo sustente, pero con el máximo poder para decidir sobre las vidas de los europeos». Y añade: «No responde ante nadie, no hay actas de las reuniones, y es confidencial. De modo que ningún ciudadano se entera nunca de lo que se discute, a pesar de que sus decisiones son casi de vida o muerte». La descripción de Varufakis, amén de pavorosa, es muy atinada; pero delata su propensión demagógica cuando establece una distinción implícita entre este protervo 'eurogrupo' y las instituciones políticas cuyos miembros son nombrados mediante procesos democráticos y cuyo funcionamiento se rige legalmente, al estilo de los parlamentos o los gobiernos. Esta distinción implícita es grotesca; y como prueba tenemos, sin ir más lejos, la actitud adoptada por el gobierno y el parlamento griegos, que se pasaron por la cruz del pantalón el muy democrático resultado del referendo que ellos mismos habían convocado. En realidad, este execrable 'eurogrupo', al igual que los parlamentos y gobiernos, no son sino expresiones diversas (unas más descaradamente opacas, otras más fingidamente democráticas) de una amalgama de poder oligárquico al servicio del Dinero en donde el pueblo, reducido a masa cretinizada sin representación efectiva (¡ciudadanía!) es un mero paisaje de fondo al que se le arroja la carnaza de la demogresca, para que se desfogue. Y el Dinero sólo permite que alcancen poltrona en tales instituciones (lo mismo en las descaradamente opacas que en las fingidamente democráticas) aquellos sujetos cuyas dotes de felpudo ha probado previamente, aunque a veces a las masas cretinizadas se les ofrezcan unos tipos con retórica comunista, que tras mucho aspaviento acaban arrojando a sus pueblos a las fauces del Dinero, igual que haría el liberal o socialdemócrata de turno.
En su entrevista, Varufakis explica cómo obra este 'eurogrupo': «Se negaban por completo a debatir argumentos económicos. Era plantear un argumento que te habías preparado mucho para asegurar su coherencia lógica y encontrarte con miradas en blanco. Como si no hubieras hablado». Y concluye: «La negociación fue interminable porque la otra parte se negaba a hacer concesiones. Insistían en un acuerdo global, es decir, en hablar de todo, que, en mi opinión, equivale a no querer hablar de nada. No hacían ninguna propuesta. Por ejemplo, con el IVA. Después de pedirnos que les diéramos todos los datos de las empresas estatales, que rellenáramos infinitos cuestionarios y presentáramos nuestras ideas, antes de poder negociar un acuerdo cambiaban de tema y empezaban a hablar, por ejemplo, de privatizaciones. Les presentábamos nuestra propuesta, la rechazaban y pasaban a hablar de las pensiones, o del mercado de trabajo, y así sucesivamente». Es una descripción que parece salida de la pluma de Kafka, tan vívida y pesadillesca que no puede ser inventada. Esos tipos con «miradas en blanco», programados como un electrodoméstico, zombis impasibles que llegan a las reuniones con las decisiones tomadas (con las decisiones de su Amo interiorizadas de un modo robótico) son simples sicarios de la plutocracia, marionetas sin otro designio que sacrificar a los pueblos y abastecer las apetencias del Dinero.
Este es el meollo último de la amalgama de poder que nos tiraniza, tras el decorado retórico en donde las masas se agotan, enzarzadas en una demogresca con sus negociados de izquierdas y derechas: unos tipos con la mirada en blanco, como recién salidos de una sesión de hipnosis, que sirven a su Amo. Y las masas, entretanto, votando como descosidas, para lograr (risum teneatis) el «cambio»; que, como nos enseñaba Gómez Dávila, consiste en avanzar más rápidamente en la misma dirección.
Miradas en blanco
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