Los sindicatos y el 1 de Mayo: ¡Arriba, parias de la tierra!
Es para morirse de risa contemplar las manifestaciones y proclamas por la fiesta del 1 de Mayo. En pie, famélica legión, cantan unos líderes sindicales que le bailan el agua al poder.
En Madrid, los líderes de CCOO y UGT han recurrido una vez más a la verborrea pseudo rebelde, a la profusión de banderas republicanas y demás quincalla, y a la consabida y patética marcha -La Internacional- para ocultar su mansedumbre con el capital global. No obstante, la puesta en escena es perfectamente creíble a juzgar por los miles de personas que, haciendo gala de unas tremendas tragaderas, acuden cada año a tan insigne celebración. El baño de multitudes retroalimenta el ego de unos líderes sindicales, totalmente pagados de sí mismos (y de nuestros impuestos), que no alcanzan a comprender que les siguen principalmente porque no hay otra cosa y porque la "opción" es el primitivismo subnormal de los "okupas" o la trampa neoliberal.
Los sindicatos "de clase" han conseguido hace tiempo narcotizar a los trabajadores españoles, desfogando sus energías cada 1 de mayo con una cháchara ritual, que secuestra, primero, y luego esteriliza toda ansia de cambio real que los españoles cada vez más necesitan. La coartada sindical consiste en erigirse en defensores de la "clase trabajadora" frente a unos "empresarios" que son, por definición establecida en los arcanos del propio sistema, necesariamente sospechosos de explotación de los trabajadores. Naturalmente, el "empresario" como enemigo es selectivamente definido: por ejemplo, las empresas que solo contratan a inmigrantes, discriminando a los españoles y explotando una mano de obra barata, dócil y reubicable, reciben como mucho una crítica meliflua, de manera que el sistema que permite esa fechoría –un fenómeno que tiene un calado mucho más hondo de lo que parece- se salva dirigiendo la reflexión hacia la necesaria falta de derechos de los inmigrantes; nunca al papel que juega la inmigración como estrategia del capital global para vaciar a los pueblos de sus derechos. No es de extrañar que Cándido Méndez diga que "necesitamos inmigrantes hasta 2030" (El Periódico de Aragón, 1.5.2008). Al final su discurso no difiere esencialmente del de Esperanza Aguirre.
Los sindicatos, instalados así en su filosofía "de clase", azuzan la envidia igualitaria contra los sectores productivos para derivar el debate hacia lo superficial, de modo que finalmente se difunde urbi et orbe un discurso estéril que converge con esa falta de crítica sobre lo esencial que el sistema necesita. Así, lo que el PP hace desde la derecha para neutralizar la reivindicación de lo nacional y de las raíces identitarias de nuestro pueblo, los sindicatos lo hacen desde la izquierda para tornar a los trabajadores en una masa dócil para con el poder. Del PSOE mejor no hablar porque sus intereses están tan imbricados con la estrategia de las clases financieras que ya ni se molesta en ocultar su papel de mero peón del dinero (Me dice un amigo que Prisa es el único grupo mediático que tiene un partido político). Unos y otros cumplen con la misión de impedir que el pueblo se reconcilie consigo mismo.
Mientras esto se perpetra, oímos a Cándido Méndez arremeter contra los empresarios y bramar cosas tan ridículas como que "no aceptamos ningún mensaje para la moderación salarial", cuando el hecho es que las nuevas generaciones no han conocido otra cosa que el mileurismo, los salarios precarios y el endeudamiento de por vida, pese a que se nos hace creer que la existencia de estos sindicatos es poco menos que una necesidad cósmica. Méndez añade: "Si quiere el Banco Central Europeo y los dirigentes políticos moderación salarial que empiecen a dar ejemplo y pidan a los ejecutivos de las multinacionales que se aprieten el cinturón". Resulta que al final, la culpa de todo la tiene la codicia de los empresarios, caricaturizados aquí como "las multinacionales". Si nuestros sindicalistas estuvieran realmente comprometidos con lo que dicen defender no hubieran cedido todos estos años en una concesión tras otra –a lo largo de un sutil pero inexorable pendiente- hasta conducir a los trabajadores españoles a la situación de pérdida de derechos y de postración que hoy conocemos. Méndez haría muy bien en denunciar el poder absolutamente omnímodo que los políticos de izquierda y derecha de toda Europa, sin discrepar lo más mínimo (en esto sí que se pusieron de acuerdo), otorgaron a un Banco Central Europeo cuya esencia se basa en el dislate de que la función del organismo emisor es "mantener la estabilidad de los precios". Podría denunciar que ese cargo tan poderoso se sustrajo al control democrático sin que ni un solo sindicato europeo levantara la voz y que todos los sindicalistas como él prefieren echarle la culpa a los salarios de las multinacionales, quizás porque no entienden nada y porque ignoran la naturaleza casi exclusivamente política de nuestros problemas económicos.
De este silencio cómplice, de éste escamotear lo esencial, los sindicatos españoles han hecho un negocio rentable gracias al cual el sistema les ha convertido en sindicatos homologados para recibir las prebendas pagadas con los impuestos de todos.
Sería interesante ver, por ejemplo, a José María Fidalgo decir, no que confía en el gobierno como ha dicho este 1 de mayo, sino que no se fía de éste gobierno ni de ninguno similar porque, al igual que todos los otros gobiernos de la democracia, tolera que cuando a los humildes les va de mal en peor, los bancos aumenten sistemáticamente sus beneficios en un 20% o más ¿Cómo puede ser eso? Podría denunciar, también por ejemplo, que la crisis mundial de las "subprime" es un problema, consustancial al sistema liberal de mercado irrestricto, generado por la errónea concepción del dinero como una mercancía más, por el afán de lucro ilimitado y por la ausencia de control político sobre una clase financiera, que ha inventado la "titulización" y los "conduits" para pasarse por el arco de triunfo el escaso control que les imponen las denominadas "normas de Basilea".
Claro que si hicieran eso los sindicatos serían otra cosa muy diferente a la que estamos acostumbrados. Posiblemente ya no les tendrían en cuenta en las ceremonias de catarsis colectiva que el poder planifica y permite para que todo siga igual. Significaría que por fin han entendido que el único valladar efectivo contra la locura del capitalismo es la afirmación de las identidades de los pueblos –no la monserga internacionalista que ellos profesan- y, en consecuencia, el control político de la economía; un control que no significa, como afirman los neoliberales, la vuelta a la estúpida planificación soviética, sino el hecho incontrovertible de que una nación no puede dejar de ser soberana sobre aquellos sectores y resortes de la economía que son imprescindibles para la supervivencia del pueblo y para la independencia de sus decisiones.
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