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Tema: Los fundamentos del imperialismo británico

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    Los fundamentos del imperialismo británico

    LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (1º PARTE)

    "El último de Gibraltar": Sargento Mayor de Batalla D. Diego de Salinas, 1704. Cuadro de Augusto Ferrer Dalmau


    GRAN BRETAÑA Y ESPAÑA:
    LA HOSTILIDAD MULTISECULAR

    Por Manuel Fernández Espinosa
    Más allá de las fricciones -históricas o actuales- entre Inglaterra y España a cuenta del contencioso de Gibraltar (algo que desde 1713 a 2013, como puede suponerse, ha acumulado tantos episodios que sería prolijo enumerar y comentar en particular), me propongo con estos renglones averiguar las razones profundas de esta enemistad multisecular entre Inglaterra y España. Se trata de una hostilidad anterior al año en que los ingleses se apoderaron de Gibraltar (1704). Una hostilidad que parece aplacarse –sin disolverse nunca del todo- tan solo cuando en Inglaterra o en España (en España, con mayor frecuencia) ocurre un gobierno que, por debilidad o ineptitud, renuncia a la tradición geopolítica de su respectiva nación.

    En adelante, a lo largo de este artículo, vamos a emplear el nombre de Inglaterra como sinónimo de Gran Bretaña, a sabiendas de que no son lo mismo; pero por comodidad y, simultáneamente, reconociendo que Inglaterra es el factor aglutinante de todos los territorios que vendrían a formar en el curso de la historia lo que llamamos Gran Bretaña.

    Como su título indica, el artículo también pretende ofrecer, a manera de aproche, una aproximación a los pilares ideológicos y a las personalidades inglesas que pusieron los cimientos sobre los que reposó el imperialismo inglés. Y esta indagación no se hará desde el punto de vista histórico (que nos parece accesible a través de la historiografía vulgar y que sería fácil de historiar), sino que se acometerá desde un punto de vista meta-político, tratando de patentizar los fundamentos meta-políticos; y esta cuestión –lo diremos- no nos parece suficientemente estudiada en España, pese a irnos tanto en ello. La ignorancia de esta cuestión entre el público español nos parece de por sí un indicio de la idiotez en la que ha vegetado, a lo largo de siglos, nuestra endogámica casta dirigente, esa supuesta elite que –cuando ha sido de signo derechista o centro-derechista, como ahora prefieren autodenominarse- ha padecido un constante achaque: el ridículo complejo de inferioridad frente a la cultura inglesa (al igual que las izquierdas lo tienen frente a la cultura francesa). Esto ha sido así, hasta intolerables extremos de lacayuno sometimiento a los dictados culturales de nuestros enemigos históricos y, en política, se ha traducido muchas veces en un deplorable mimetismo, imitando a los ingleses, como monos de feria (aquí, baste recordar a Antonio Cánovas del Castillo, trasplantando el modelo parlamentario británico, o a Manuel Fraga Iribarne con bombín).

    Los españoles siempre hemos rendido honor a nuestros enemigos y eso está bien por ser prueba de nobleza. En este respeto al adversario no hemos inventado leyendas negras contra él ni hemos tenido la picardía de propagar las barbaridades históricas que ha cometido. Al revés, siempre nos ha complacido reconocer las virtudes del adversario. Diego Saavedra Fajardo, un autor que no fue escritor de gabinete, sino hombre práctico, con mucho mundo recorrido en su labor como diplomático, escribió de los ingleses:

    “Los ingleses son graves y severos. Satisfechos de sí mismos, se arrojan gloriosamente a la muerte, aunque tal vez suele movellos más un ímpetu feroz y resuelto que la elección. En la mar son valientes, y también en la tierra cuando el largo uso los ha hecho a las armas” (1).

    Con anterioridad a Saavedra Fajardo, otro viajero español, el jaenero Pedro Ordóñez de Ceballos, quedó muy gratamente impresionado de lo que pudo ver en Inglaterra, cuando la visitó en el siglo XVI, escribiendo:

    “Tomé por el puerto de Adover (sic), en Inglaterra, y de allí fuimos seis compañeros a Londres, y me holgué mucho de ver aquella ciudad, y es lástima que gente tan buena, en lo moral esté errada. Yo tengo para mí, según vide sus tratos, buenas palabras y mejores obras, que es de las mejores naciones del mundo, y puede competir con franceses, italianos y otras muchas; y ellos se tienen, después de los españoles, por los mejores. Y poco valiera el pensarlo si no lo mostraran, como en efecto lo muestran, en las obras. Y, así, cuando vi su trato, proceder y personas, se me acordó del dicho de San Gregorio Magno, donde los llama ángeles en la tierra” (2).

    Pedro Ordóñez de Ceballos,
    aventurero y misionero español de Asia


    En estos renglones no asoma ni un resquicio de desprecio por los ingleses, todo lo contrario, el español reconoce su valentía. Pero también hubiera sido conveniente que, por nuestra parte, reconociéramos la inteligencia de que hizo gala el imperialismo británico en el curso de los siglos. No fueron exclusivamente hazañas de valentía las que levantaron el imperio británico, sino que lo construyó la tenacidad y la prudencia de una excelente aristocracia que, además de cultivar su autoestima, conocía su tradición y se cuidaba de tener a punto su inteligencia, en exquisitos ámbitos que iban desde las universidades hasta sus selectos clubes: una aristocracia que era consciente de una tradición política y que se había educado en la perpetuación de esas líneas maestras que trazaron el edificio de un gran imperio: el “Rule Britannia”. Unas elites dirigentes que no se permitían la improvisación más allá de lo justo y que obedecían de consuno, por encima de diferencias partidistas, a un gran plan de dominio universal.

    Sin embargo, en España, qué otra sería nuestra suerte. Nuestra aristocracia decadente (Quevedo ya lo denunciaba en su tiempo) fue languideciendo, degenerando en esa caricatura repugnante del “señorito”, extranjerizándose y negándose, hasta tal punto que, llegado aquel año de la gran prueba, año 1808, el bajo clero y el pueblo mostraron que eran los auténticos valedores y portadores de los valores y virtudes de la raza hispana.

    Solo pocos hombres vieron con claridad lo que nos estaba sucediendo y las razones por las que nos ocurrían las cosas. Una de las mentes más portentosas de la deplorable escena política de finales del XIX y principios del XX fue Vázquez de Mella.

    Inglaterra, en palabras de Vázquez de Mella:

    “No puede ser grande, por la desproporción entre su población y los productos de su suelo, si viviera replegada dentro de sí misma: tiene que ser grande dominando el mar, y para dominar el mar necesita dominar el Estrecho, y para dominar el Estrecho necesita dominar la Península Ibérica, y para dominar la Península Ibérica necesita dividirla, y para dividirla necesita sojuzgar a Portugal y sojuzgarnos a nosotros en Gibraltar. Y eso ha hecho. Recorred su historia; miradla con relación a España, y veréis que, para dominarla y dividirla, no empieza por Gibraltar ni por el Estrecho: empieza por Portugal.” (3)

    En este sentido, un pensador alemán, Oswald Spengler, observaba que:

    “El que poseía los puntos de apoyo de la flota, con sus docks y sus reservas de material, dominaba el mar, independientemente de la fuerza de sus escuadras. El Rule Britannia reposaba, en último fondo, en la cantidad de colonias de Inglaterra; colonias que existían para los buques, y no al contrario. Esta fue en adelante la importancia de Gibraltar, Malta, Aden, Singapur, las Bermudas y muchos otros apoyos estratégicos antiguos.” (4)

    La multisecular hostilidad entre Inglaterra y España no es asunto de antipatías ni caprichos. Se trata, más bien, de un imperativo geopolítico que primero lo supo ver Inglaterra, antes que España. Por muchas razones históricas, España había llegado a alcanzar la hegemonía universal, con antelación a Francia y a Inglaterra. La gran política inglesa (y toda “gran política” es asunto de supervivencia) no podía ser tal sin entrar en conflicto con la primera potencia mundial, en aquel entonces España. Es por ello que, incluso más que Francia, Inglaterra necesitaba hostigar a España, dividir a España (para vencerla) y someterla por las vías que fuese menester (mediante la introducción en España de las más mortíferas ponzoñas: la masonería, el protestantismo, el liberalismo, alimentando los nacionalismos centrífugos de las regiones españolas), hasta alcanzar su objetivo: hundir a España, impedir que levantara cabeza y, si era necesario, aniquilar España. El imperialismo británico no hubiera podido ser imperialismo mientras existiera la amenaza española.

    La clave de la gran política británica para lograr y conservar su hegemonía mundial fue siempre la eliminación de España y su estrategia una luenga política de desgaste. Y esto ha sido así hasta nuestros días. Y de tal manera que los problemas generados por Inglaterra casi siempre nos sorprendieron por desprevención. Los españoles, más ingenuos y cándidos, incluso llegamos a pensar, en algunos momentos históricos, que los intereses de Inglaterra y España convergían y, por lo tanto, éramos aliados. Pero las alianzas con Inglaterra nunca fueron cumplidas con lealtad, de ahí nació el famoso dicho: “La pérfida Albión”. Y tal ocurrió, por ejemplo, con la Guerra de la Independencia contra el invasor napoleónico. Sobre esta alianza entre Inglaterra y España, contra Napoleón Bonaparte, escribía Karl Marx:

    “Es un hecho curioso que la mera fuerza de las circunstancias empujara a estos exaltados católicos [los españoles] a una alianza con Inglaterra, potencia que los españoles estaban acostumbrados a mirar como la encarnación de la herejía más condenable, poco mejor que el mismísimo Gran Turco. Atacados por el ateísmo francés, se arrojaron a los brazos del protestantismo británico”. (5)

    La agresión napoleónica pudo hacernos compañeros de viaje a ingleses y españoles, pero el viaje lo pagamos bien caro. Además de hacer creer que sin su presencia nunca hubiéramos expulsado a los franceses, las tropas aliadas británicas destrozaron en España –y sin necesidad militar- todo el tejido industrial que encontraron a su paso y que se había ido levantando en España desde Carlos III. Así fue como Wellington ordenó bombardear la industria textil de Béjar; en Madrid, después de la evacuación napoleónica, los ingleses también destruyeron la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro.

    Mientras que Wellington y sus hordas aprovechaban su estancia en la península para destruir las infraestructuras españolas que -industrial y comercialmente- eran potenciales competidoras de las inglesas, no cesaron tampoco los ingleses de inocular el virus ideológico. De esta guisa fue como contaminaron, a través de la clandestina e incipiente red masónica que urdieron en España, los cuadros militares del ejército español, llenándoles la cabeza de pájaros a los oficiales y suboficiales de nuestro ejército y, una vez ganados a la causa liberal, se convirtieron –consciente o inconscientemente- en los principales colaboracionistas del imperio británico contra nuestros propios intereses nacionales. El nefasto liberalismo político, tan extraño a nuestras raíces, fruto tan ridículo y bastardo pese a todo el prestigio que nuestros actuales tontos y traidores le conceden, fue el que, andando el tiempo, se convirtió en el foco de alteraciones constantes, de pronunciamientos militares, de golpes de mano, de conspiraciones y asaltos al poder, protagonizados por esos españoles desnaturalizados que habían abrazado las mentiras liberales: ese fue nuestro siglo XIX y el liberalismo fue nuestra pesadilla constante desde 1812 a nuestros días, fuente inagotable de derramamientos de sangre entre españoles. Las guerras carlistas no fueron otra cosa que la reacción, diríamos que biológica, del cuerpo social más sano de España contra ese veneno que reptaba en los antros masónicos y que pugnaba por encaramarse a las cámaras legislativas y, una vez arriba, desde nuestros mismos órganos dirigentes, ejecutar nuestra destrucción.

    Casi todo se lo debemos al imperialismo inglés.

    NOTAS:

    Diego Saavedra Fajardo, “Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas” (año 1640)

    Pedro Ordóñez de Ceballos, “Viaje del mundo” (año 1614). Pedro Ordóñez de Ceballos nació en Jaén, muy posiblemente el año 1547, y tras recorrer el mundo, regresó a Jaén, para escribir sus libros de viaje y morir en su tierra natal el año 1635. Desde muy joven zarpó de Sevilla y emprendió una vida aventurera, siendo el primero que daría la vuelta al mundo desde América. Ejerció como comerciante, como soldado, como conquistador y, una vez ordenado sacerdote, fue misionero en Asia, destacando en la evangelización de la Conchinchina. Cuando Ordóñez de Ceballos dice “Adover” hay que entender “Dover”. Cuando cita a Gregorio Magno, Ceballos alude al episodio en que el Papa Gregorio, visitando el mercado de Roma, se encontró con un grupo de esclavos ingleses que iba a ser vendidos, preguntó su procedencia y alguien le respondió al Romano Pontífice: “Son anglos”. Gregorio Magno contestó: “Non angli sed angeli” (“No son anglos, son ángeles”). Además de “Viaje del mundo”, en edición y con prólogo del argentino Ignacio B. Anzoátegui, de la Colección Austral, España-Calpe Argentina, es muy recomendable el estudio monográfico “Pedro Ordóñez de Ceballos. Vida y obra de un aventurero que dio vuelta y media al mundo”, de Raúl Manchón Gómez, publicado por la Universidad de Jaén, año 2008.

    Juan Vázquez de Mella, “Dogmas nacionales”, Obras Completas del Excelentísimo Señor Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul, Volumen Duodécimo, Junta de Homenaje, año 1932, pp. 141-142.

    Oswald Spengler, “Años decisivos. Alemania y la evolución histórica universal”, Colección Austral, Espasa-Calpe, traducción de Luis López-Ballesteros, año 1962, pág. 58.

    Karl Marx, “La España revolucionaria”, edición de Jorge del Palacio, Alianza Editorial, año 2009, pág. 49.

    RAIGAMBRE: LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (1º PARTE)
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

  2. #2
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    Re: Los fundamentos del imperialismo británico

    LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (2ª PARTE)



    Dedicado a la gloriosa memoria de todos los españoles muertos ante la Roca de Gibraltar en lucha contra el imperialismo inglés y por la integridad territorial de la Sagrada España.


    Es segunda parte del artículo LOS FUNDAMENTOS
    DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (1º PARTE)

    Por Manuel Fernández Espinosa
    Estamos acostumbrados a entender el imperialismo inglés como un fenómeno moderno (en efecto, el imperio británico llega a su paroxismo en el siglo XIX), pero sus precedentes son bastante remotos. Uno de los primeros prohombres ingleses que convierte la eliminación de Castilla en imperativo geopolítico (para Inglaterra enseñorearse de los mares sin rival) es Juan de Gante (1340-1399), hijo de Eduardo III de Inglaterra y Duque de Lancaster. Tras la Tregua de Brujas (año 1375), uno de los hitos de la Guerra de los Cien Años que enfrentó a Inglaterra y Francia, Castilla había salido reforzada, el gran historiador D. Luis Suárez Fernández comenta sobre el particular: “la tregua de Brujas incluyó el reconocimiento de que Inglaterra ya no era dueña del mar, sino que éste, para los próximos doscientos años, sería dominado por los españoles”. Así las cosas, Juan de Gante (que por poco si llega a ser rey de Castilla por su matrimonio con Constanza de Castilla, hija de Pedro I) convence a los Comunes de la necesidad inexcusable de poner fuera de juego a Castilla, para recobrar el dominio de los mares. Era menester, a juicio del Duque de Lancaster, llevar la guerra a Castilla, avivar los conflictos peninsulares.


    Juan de Gante, Duque de Lancaster

    Empero no se trataba de una cuestión tan simple que se limitara a factores estrictamente económicos y políticos (lo cual sería una interpretación reduccionista), en la cuestión estaba involucrada desde temprano la herejía. El Duque de Lancaster protegía al hereje John Wycliff (circa 1320-1384) que, en correspondencia al amparo de su señor, combinaba sus proposiciones heréticas en conformidad a las conveniencias de Juan de Gante. Wycliff es considerado, en justicia, como precursor de Martin Lutero (aunque no esté del todo claro si Lutero lo llegó a conocer en profundidad, los postulados heréticos de Wycliff se anticiparon a los del alemán). Para apoyar las propuestas del Duque de Lancaster y allegar dinero con el que afrontar la intervención en la Península Ibérica, Wiclyff sugería que se expropiara las rentas eclesiásticas para acometer las empresas que Juan de Gante proponía como necesarias para recobrar el dominio del mar, incrementar el comercio exterior insular y que esto redundara en la prosperidad inglesa. Como vemos, Castilla era un obstáculo para los intereses ingleses y el obstáculo había que removerlo. Sin embargo, aunque los ingleses lo intentaron no lograron alcanzar sus propósitos. Lo cual no quiere decir que, en los sucesivos siglos, depusieran la línea principal de su política: la talasocracia eliminando a Castilla (o, en su momento, España). Causa admiración la tenacidad y la constancia de la política inglesa que, en las más adversas circunstancias puede silenciarse, pero que persiste latentemente, como una corriente subterránea, y que, cuando considera llegado el momento oportuno, se hace manifiesta. Esta estrategia inglesa que, de antemano cuenta en su perfidia con la traición a todos los pactos, es la que Baltasar Gracián atribuía al carácter inglés, cuando escribió “La Inconstancia aportó a Inglaterra”. Inconstancia, se entiende, a la hora de cumplir los pactos.
    John Wycliff

    

    La unificación de las coronas de Castilla y Aragón, sentadas las bases del dominio marítimo castellano en el Atlántico y del aragonés en el Mediterráneo, la culminación de nuestra reconquista con la toma de Granada, el descubrimiento de América y la expulsión del factor desestabilizador de la comunidad judía, todo ello en el año 1492, bajo la égida gloriosa de nuestros Reyes Católicos, dejaría a Inglaterra mucho más atrasada de lo que quedó en la Tregua de Brujas. Era prácticamente imposible alcanzar a España en su carrera. Con Felipe II como Rey de Portugal el poderío de España llegaba a su máximo esplendor: la hegemonía española era total (aunque tenía muchos frentes abiertos, instigados todos ellos por el odio y el rencor judaico que no ha perdonado todavía hoy, siglo XXI, la expulsión decretada por los Reyes Católicos). Toda Europa miraba con envidia y odio a España en su supremacía y una de las naciones que más nos maldecía era Inglaterra.

    EL HUMANISMO RENACENTISTA QUE LLEGÓ A INGLATERRA


    El Renacimiento había supuesto una revolución cultural (en sus dimensiones literaria, artística, científica, etcétera…) difícil de comprender en su cabal alcance. Para que se produjera esa eclosión había sido clave el divorcio de Fe y Razón y en esta ruptura una figura había sido decisiva: el franciscano inglés Guillermo de Ockham (circa 1280-1349). El foco del Renacimiento, indudablemente, hay que localizarlo en la península itálica, pero si la expresión de las artes plásticas se desarrolla en toda su exuberancia en territorio italiano particularmente, el “humanismo renacentista” pronto cundió por toda Europa. Sin embargo, el “humanismo renacentista” no era un producto cultural uniforme e inocuo: traía consigo un desprecio por todo lo medieval (que incluía, como no podía ser menos, el rechazo a la filosofía de Aristóteles) y asimismo traía consigo una fuerte carga de filosofía hermética, donde no faltaban la alquimia y la magia. Hasta en los países donde la ortodoxia católica era más férrea –como España, con su Inquisición- la recepción del humanismo trajo incorporados elementos esotéricos (es el caso de nuestro Arias Montano).


    Pierre de la Ramée

    El retórico, lógico y humanista francés Petrus Ramus (Pierre de la Ramée, 1515-1572) fue el exponente más furibundo del anti-aristotelismo. Ramus murió, habiendo abrazado el protestantismo, víctima de los tumultos de la masacre de San Bartolomé. La obra de Ramus logró un éxito inusitado en Inglaterra, cuya intelectualidad, con los antecedentes del anticlerical Chaucer, del nominalista Ockham y el hereje Wycliff, estaba predispuesta a recibir con agrado toda crítica que enfatizara el descrédito de la tradición escolástica, fundada en la interpretación que Santo Tomás de Aquino había hecho de Aristóteles. Y con los antecedentes más arriba mencionados, en el ambiente de convulsión religiosa que se vivió durante el siglo XVI en Inglaterra (a cuenta del cisma de Enrique VIII), era de esperar que la mayoría de intelectuales ingleses fuesen fatalmente atraídos por la filosofía hermética, por la magia y la heterodoxia. Y estos, precisamente, son los fundamentos meta-políticos del imperialismo inglés:

    1. La herejía: John Wicliff y los wicliffitas se anticipan incluso a los protestantes –stricto sensu- del continente europeo: Lutero, Calvino, etcétera. Y la corriente herética, propuesta por Wicliff, presenta los rasgos que se definirán en los llamados “reformadores”: odio al Papado (que identificaba con el Anticristo, en la típica tradición protestante), demagógica predicación de la pobreza (proponiendo el expolio sistemático del clero: Wicliff tenía pingües beneficios que mantuvo a salvo, sin aplicarse a sí mismo la enajenación de bienes que invocaba para el resto del clero inglés), la Biblia (que tradujo al inglés como le dio la gana: Wicliff no era un traductor solvente), negación de la transustanciación y, en eclesiología, esa especie de “comunidad eclesial invisible” formada por los predestinados a ser salvos. Los wicliffitas continuaron, tras su condenación papal y persecución civil a cuenta de las alteraciones revolucionarias en que se vieron involucrados, enquistados en la universidad de Oxford. En Inglaterra el protestantismo (de John Knox, 1514-1572) encontró un terreno fértil para dar sus frutos; en la isla las proposiciones calvinistas no eran novedades.

    2. El anti-aristotelismo (que tanta tradición tenía en Inglaterra) y que se afianzará luego en el empirismo (John Locke; padre del liberalismo político) con todo su rechazo de la metafísica (en el caso de David Hume; con su emotivismo moral) y, posteriormente, entre el XVIII y el XIX, esta tradición tan inglesa desembocará en el utilitarismo inglés (Bentham, Stuart Mill, etcétera). Este anti-aristotelismo hay que considerarlo en tanto que pone las bases de una ciencia que prescinde de la metafísica, que se hace contra la metafísica y que busca, en último término, la aplicación técnica.

    3. La filosofía hermética (entendiendo como tal algo poco sistematizado, pero que fluía como una corriente en todas las actividades intelectuales y científicas. Hay, por un lado, una pretensión de instaurar los cimientos de la ciencia moderna, pero –esto bien lo ocultan- estas ideas no dejan de ser deudoras de una concepción mágica del universo. Es manifiesta la voluntad de intervenir en la naturaleza, para ponerla al servicio del científico (un brujo); y tengamos en cuenta que la voluntad es el poderoso secreto de toda magia.

    GALERÍA DE PROTO-IMPERIALISTAS INGLESES

    Sí. Parece increíble, disparatado. Pero el imperialismo inglés se fundó, desde sus inicios, en: 1. La herejía; 2. El anti-aristotelismo y 3. En la magia. Y vamos a poder verlo presentando muy someramente a las personalidades que consideramos precursores conscientes de ese imperialismo inglés. Podríamos incluir a muchos más, pero por mor de la brevedad, queremos presentar a: John Foxe (1516-1587), John Dee (1527-1608), Walter Raleigh (1552-1618) y Francis Bacon (1561-1626).



    John Foxe

    John Foxe (1516-1587) era un furibundo y declarado anti-español. Su anti-españolismo lo compartía con la gran mayoría de sus compatriotas, pero ninguno de ellos contribuyó como él a crear una monumental obra que rebosaba odio anti-católico y anti-español y titulada “Actes and Monuments of these Latter and Perillous Days, touching Matters of the Church” (publicado en 1563, más conocido como “El libro de los mártires” de John Foxe). Esta obra de Foxe tuvo muchas ediciones y, además de su envergadura (la segunda edición se dio a la estampa en dos volúmenes con 2300 páginas), estaba profusamente ilustrada, lo cual fue un éxito en tanto que lograba excitar el odio a la Iglesia católica (los papistas) y fomentar la hispanofobia. Ahí es nada, John Foxe llegó a identificar a España con el Anticristo y la influencia de su aversión visceral penetró en el corazón de muchos ingleses que hicieron del odio a España algo consustancial a su patriotismo inglés (se pueden encontrar vestigios de Foxe en el poeta John Milton, como en tantos otros nombres de la cultura inglesa).



    John Dee en plena invocación necromántica


    John Dee (1527-1608) es uno de los precursores del imperialismo inglés, hasta tal punto que se le atribuye a Dee el haber acuñado la expresión “imperio británico”. Fue filósofo hermético, astrólogo (le hizo una carta astrológica a nuestro Felipe II), estudió en Cambridge y Amsterdam, profesó en el Trinity College y enseñó astrología judiciaria en Lovaina. Ser uno de los matemáticos más prestigiosos de su época no le impedía dedicarse con fervor a todas las artes nigrománticas, desde la astrología hasta la alquimia, pasando por la necromancia precursora del espiritismo. Su sociedad con el supuesto alquimista Eduardo Kelly fue calamitosa para John Dee. Fue consejero de Isabel I.



    Walter Raleigh

    Walter Raleigh (1561-1626), fue conocido en la España de la época como “Guantarral” y sus muchas operaciones de piratería contra España redujeron su figura al papel de pirata. Pero Raleigh no fue un pirata cualquiera, como los de las películas. Raleigh era un hombre de gran cultura, que cultivaba a su vez varias ciencias desde la medicina hasta la ingeniería y toda su actividad intelectual y “científica” estaba ordenada según un sentido pragmático, por eso experimentó para conseguir remedios contra el escorbuto (lacra de la marinería), intentó fórmulas para conservar los abastecimientos, también se las ingenió para perfeccionar aparatos varios para una mayor eficacia en la navegación… Todo lo que Raleigh investigaba no era por amor al conocimiento, sino que era para ponerlo en práctica; y él mismo lo ponía en práctica, pues Raleigh concibió la colonización inglesa de América del Norte y en 1584 fundó la colonia de Virginia. Alrededor de Raleigh, cuando éste estaba en Inglaterra, se fue formando un grupo anti-español de literatos, científicos y librepensadores. El grupo se llamó la Escuela de la Noche y, entre los más eminentes miembros, estuvo en él el dramaturgo y poeta Christopher Marlowe (1564-1593), al que volveremos más abajo. Raleigh terminó mal sus días, fue encarcelado en tiempos de Jacobo I bajo la acusación de conspirar contra el rey inglés. Puesto en libertad, comandó una segunda expedición a iniciativa propia contra la Nueva Andalucía (con la pretensión de conquistarla y convertirla en Guayana Británica). Los buenos oficios de nuestro embajador en Londres, D. Diego Sarmiento de Acuña, Conde de Gondomar, lograron que fuese prendido por hostigar los intereses españoles y, si Gondomar no consiguió que lo ahorcáramos en España, el rey inglés –entonces en buenas relaciones con España- mandó ejecutarlo en Londres.



    Francis Bacon

    No podemos finalizar esta galería de precursores del imperialismo inglés sin mencionar a Francis Bacon (1561-1626). Tal vez el más conocido de los que hemos presentado, afamado por su labor filosófica. En él se resumen herejía, anti-aristotelismo y magia, todo ello concentrado en su filosofía, la misma que trató de aportar un “Novum organum” (año 1620) como alternativa al “Organum” aristotélico; también escribió Bacon una obra considerada como utópica: la “Nueva Atlántida”, donde se especula sobre una sociedad totalmente transformada por la ciencia aplicada, la técnica. El concepto de ciencia que barajaba Francis Bacon no estaba desprovisto de componentes mágicos. Francis Bacon desempeñó importantes cargos políticos.



    Christopher Marlowe

    Hemos aludido más arriba al dramaturgo Christopher Marlowe (que en su tiempo fue considerado como un ateísta y libertino homosexual) y dijimos que volveríamos a él. Queremos cumplir con ello, pero abreviando mucho. Marlowe ofrece en su producción dramática, mejor que cualquier otro, el prototipo humano del imperialista inglés (que no es el gentleman, sino una figura fáustica). Marlowe escribió “La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto” (siglos después Goethe haría su propia versión). En la psique del doctor Fausto puede resumirse el espíritu que animó a Inglaterra a dominar el mundo: el pacto con Satanás, habiendo perdido el temor de Dios y prometiéndose con las malas artes de la magia todo el poder de la tierra, ese poder que envidiaba al verlo en las manos de España, la potencia católica por excelencia.

    Con estos versos de su “Fausto” se expresa todo lo que Inglaterra ha ambicionado y ha querido y, hasta cierto punto, ha tenido, pero -no lo olvidemos- pactando con las fuerzas más siniestras: la herejía y la magia.

    “Aunque tuviera tantas almas como estrellas,
    Todas las daría a cambio de Mefistófeles.
    Con él seré yo el gran emperador del mundo;
    Tenderé un puente sobre el viento
    Para cruzar el océano con mi ejército;
    Uniré las cumbres que ciñen la costa africana
    Y será un solo continente con España,
    Tributarias ambas de mi corona.
    No vivirá el Emperador sino por mi deseo,
    Como los demás potentados de Alemania”.

    No se ha podido declarar una voluntad de poder con más sinceridad que la que pone Marlowe en boca de Fausto.

    Pero que no lo olviden nunca: el diablo termina cobrándose su parte, llevándose el alma de quien pacta con él.

    BIBLIOGRAFÍA:

    "Raíces históricas del luteranismo", Ricardo García-Villoslada, S. I. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1976.

    "Historia de la Filosofía", Emile Bréhier, Editorial Tecnos.

    "El Criticón", Baltasar Gracián.

    "La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto", Christopher Marlowe, Editorial Cátedra Letras Universales.

    "La filosofía en la Edad Media", Étienne Gilson, Editorial Gredosç.

    "La revolución cultural del Renacimiento", Eugenio Garin, Crítica Grupo Editorial Grijalbo.

    "Historia Universal", "De la crisis del siglo XIV a la Reforma", bajo el cuidado de Luis Suárez Fernández, Eunsa.




    Escrito el 3 de agosto de 2013, 309 años después de la conquista de Gibraltar por las fuerzas piratas y ocupantes de la Pérfida Albión.

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  3. #3
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    Re: Los fundamentos del imperialismo británico

    Acerca de Juan de Gante, habrá algo más que decir.

    En 1383, el último rey portugués de la dinastía de Borgoña, Fernando I el Formoso, ha fallecido sin dejar heredero varón. Su única hija Beatriz, se casó ese mismo año con Juan I de Castilla y, del tratado de Salvaterra por lo cual se ha decidido la unión, se ha destinado también que el heredero de la corona portuguesa sería el primogénito varón de dicho matrimonio, lo que consumaría la unión personal de las coronas de Castilla y Portugal. Mientras no naciese dicho primogénito, asumiría la regencia la reina viuda, D. Leonor Telles.

    No así quiso el pueblo, la burguesía y parte de la baja nobleza portuguesas, que se han levantado en armas contra sus mayores - el maestro D. Francisco Elías de Tejada, en su libro La Tradición Portuguesa: los Orígenes, lo calificó de "reconocimiento de que, por ese tiempo, la más antigua nación de la Europa ya existía". No así lo quiso también el primer gran enemigo inglés de Castilla: Juan de Gante. El apoyo militar que prestó a los partidarios de la independencia portuguesa, que en la Batalla de Aljubarrota han sido liderados por el Condestable D. Nuno Álvares Pereira (San Nuno de Santa Maria), ha representado menos de 10% del total de efectivos; pero entre las tropas inglesas se contaba una división de arqueros veteranos de Crécy, que han deshecho la caballería pesada castellana, tal como en Crécy habían deshecho la francesa. Con ello, han largo contribuido para una vitoria decisiva en la batalla y en la guerra, tan graves han sido las pérdidas sufridas, aquél 14 de agosto de 1385, por el ejército de Castilla.

    Cabalgando "su" vitoria, a diligencias de Juan de Gante es firmado en 1387 el tratado de Windsor, en que se ha acordado el casamiento de Juan I de Aviz con su hija Felipa de Lancaster, y en que ha establecido la más antigua alianza en vigor en el mundo: la alianza luso-inglesa. Alianza que todos sabemos lo cuan perniciosa ha sido para Portugal y para la Hispanidad - la ultima vez en 1982, cuando Portugal, bajo dicha alianza, ha dado permiso de utilización de sus bases aeronavales para las tropas británicas enviadas a atacar los hermanos argentinos en las Malvinas.
    Última edición por Irmão de Cá; 06/08/2013 a las 03:04
    res eodem modo conservatur quo generantur
    SAGRADA HISPÂNIA
    HISPANIS OMNIS SVMVS

  4. #4
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    Re: Los fundamentos del imperialismo británico

    LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (3ª PARTE)

    Oliverio Cromwell

    Por Manuel Fernández Espinosa

    Gustaba de contar Thomas Hobbes (1588 - 1679) que su madre lo había traído al mundo en un parto prematuro, por el miedo que a la madre le inspiraba la noticia de la aproximación a Inglaterra de una poderosa cuanto sobrecogedora Armada Española, como nunca se había visto, con el propósito de invadir la isla. Esta Armada Española es vulgarmente llamada en la historia universal con el nombre de "Armada Invencible". Y teniendo en cuenta que no obtuvo su propósito suena a hiriente ironía llamarla así: es uno más de los goles que nos ha metido la excelente propaganda inglesa, siempre tan chauvinista y humorística.
    Hobbes fue alumbrado por el terror de su madre y por eso el controvertido filósofo inglés llegó a decir: “El miedo y yo nacimos mellizos”.
    Como a nadie se le oculta, la filosofía de Hobbes, además de ser un materialismo declarado que, cabalmente por su nulo recato, se ganara la fama de ateísmo, cristalizó en la fundamentación del absolutismo político. Esta fue la más imperecedera de las contribuciones de Hobbes a la filosofía: su teoría política. Sin los precedentes filosóficos presentados en LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (2ª PARTE) su filosofía no hubiera podido ser la que vino a ser. Estos antecedentes los hemos considerado con antelación, pero conviene recordarlos: herejía, anti-aristotelismo/anti-escolasticismo (en su vertiente nominalista y empirista) y pragmatismo embrionario (con su concepto de ciencia como “saber es poder”, técnica-magia en Francis Bacon).

    Cuando Hobbes enunció aquella terrible frase que lo haría famoso (“El hombre es un lobo para el hombre”) el filósofo inglés estaba pensando, a no dudar, en el truculento fenómeno de la guerra civil, la guerra civil que tuvo lugar sobre suelo insular en vida de Hobbes; pero la efectista reducción del hombre a depredador (en estado de naturaleza el hombre es contemplado como un lobo carnicero que ataca al otro) se puede aplicar perfectamente a Inglaterra que, con la insofocable voracidad de un lobo, acechaba los territorios bajo dominio de la Monarquía Católica e Hispánica. Y con esa misma condición de lobo que acecha su ocasión para caer sobre su presa fue como el mismo Hobbes, por aquel entonces, inspiró el plan de posesionarse de alguna isla propincua al continente americano. "Hobbes fue uno de los que idearon el plan gigantesco de la conquista de Sudamérica ara Inglaterra; y aunque no llegó a ejecutarse y se redujo a la conquista de Jamaica, queda a su autor la gloria de haber sido uno de los fundadores del imperio colonial inglés" -nos recuerda Oswald Spengler. Apoderándose de una isla caribeña podría instalarse una base desde la que lanzar las naves de la piratería inglesa a la conquista del Nuevo Mundo. Y tal propósito de conquistar América, en esos años, implicaba entrar en conflicto con España.

    Hobbes seguía con ello la estela de sus más ilustres compatriotas, aquellos que habían sido formados en el odio a España difundido en los libros con ilustraciones de John Foxe. Hobbes es, en este aspecto de la política práctica (dejemos a un lado su teoría política), un eslabón más de la cadena de filósofos ingleses que fundamentan el imperialismo británico y, antes de considerar los fundamentos del imperialismo británico más moderno, no podíamos soslayar al "mellizo del miedo", del miedo a España. La base que los ingleses tomarían para sus incursiones de hostigamiento a España, a la postre, sería Jamaica. Ésta había sido atacada en un primer intento frustrado el año 1596 y, tras sucesivos ataques, los ingleses vieron culminados sus esfuerzos en 1655 a manos del almirante William Penn y el general Robert Venables. Y ahora atendamos a las dos fechas: la de 1596 (primer intento infructuoso de tomar Jamaica) y 1655 (cuando por ende los ingleses granjean su presa). En los años que van del 1596 al de 1655 la misma Inglaterra había sido escenario de una revolución (larga y sanguinaria) que se cobró la testa de Carlos I de Inglaterra en el año 1649. Los graves conflictos (económicos, sociales, políticos y religiosos) que produjeron la revolución inglesa y las guerras civiles que se sucedieron en la isla británica no alteraron apenas la política exterior de Inglaterra en lo que atañe a España.
    Desde tiempos del cisma de Enrique VIII era Inglaterra un hervidero. Y no había dejado de serlo en la primera mitad del siglo XVII. Bien lo sabía nuestro Francisco de Quevedo, cuando allá por 1636, en “La hora de todos y la fortuna con seso”, ponía en la boca del rey inglés: “Yo me hallo rey de unos estados que abraza sonoro el mar, que aprisionan y fortifican las borrascas; señor de unos reinos públicamente de la religión reformada, secretamente católicos”. La profusión de sectas, el catolicismo soterrado y perseguido, en definitiva: la escisión religiosa de la sociedad inglesa sería fuente de conflictos internos que la precipitarían en una larga revolución.


    
    Carlos I de Inglaterra

    Cuando el malhadado Carlos I era todavía Príncipe de Gales, Carlos vino a España (corría el año 1623) con el Duque de Buckingham. El propósito del principesco viaje era tantear el terreno con miras a concertar un matrimonio real del joven príncipe inglés con María Ana, la hija menor de Su Católica Majestad Felipe III de España. Cuando Carlos y el de Buckingham regresaron a Inglaterra, el coronel Henry Bruce expuso al Príncipe de Gales el concienzudo plan de conquistar la fortaleza y plaza de Gibraltar. Existía el antecedente de los holandeses que, en el año 1621, habían intentado tomar Gibraltar pero que felizmente habían sido repelidos por las naves de don Fadrique de Toledo.
    A finales del mes de abril de 1656 (Carlos I había sido ejecutado mucho antes, en 1649) Oliverio Cromwell escribía al almirante Montague:
    “Acaso sea posible atacar y rendir la plaza y castillo de Gibraltar, que en nuestro poder, y bien defendido, serían a un tiempo una ventaja para nuestro comercio y una molestia para España; haciendo posible, además, con solo seis fragatas ligeras establecidas allí, hacer más daño a los españoles que con toda una gran flota enviada desde aquí…”.
    No es nuestro propósito recorrer exhaustivamente la historia inglesa, por eso nos basta con recordar estos hitos a manera de muestra. Fijando nuestra atención en estos episodios históricos deducimos que una sola fue la política exterior de Inglaterra para con España: hacernos la guerra a todo trance, incluso plantando a las bravas sus bases en el Caribe, pero también atreviéndose a plantarla en la península. Y esta política era así, con independencia de que Inglaterra padeciera las más tremendas turbulencias y guerras civiles dentro de sus fronteras, no sin graves consecuencias de todo orden derivadas de un conflicto interno. Bien estuviera bajo un monarca o bien se convirtiera transitoriamente en una república, Inglaterra mantenía su hostilidad contra España sin varianza y el plan maestro de John Dee, de Walter Raleigh, de Francis Bacon, de Thomas Hobbes, el plan de aniquilar a España, para adueñarse del mundo, permanecía inalterado.

    Guerra a España en el Nuevo Mundo y guerra a España en la misma Península Ibérica. De tal manera que el proyecto expresado por el coronel Bruce a Carlos I persistía, tras años y años, en la mente política de Cromwell que decapitaría al mismo Carlos.

    No fue, por lo tanto, una ocurrencia, no se trató de una eventualidad, en modo alguno fue una espontaneidad que, con la Guerra de Sucesión como telón de fondo, el almirante británico George Rooke se apoderara de Gibraltar en 1704: el sueño de Cromwell se hizo realidad, a partir de ese momento los daños para España serían incontables.

    BIBLIOGRAFÍA:

    -Thomas Hobbes, "The Leviathan".

    -Oswald Spengler, "La decadencia de occidente"

    -Francisco de Quevedo, "Los sueños".

    -Ph. Chasles, "Olivier Cromwell, sa vie privée, sa correspondence particulière".

    -Thomas Carlyle, "Letters and Speeches of Olivier Cromwell".
    CONTINUARÁ...


    Thomas Hobbes

    RAIGAMBRE

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    Re: Los fundamentos del imperialismo británico

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    LOS FUNDAMENTOS DEL IMPERIALISMO BRITÁNICO (4ª PARTE)

    Francesc Pi i Margall

    LOS MENTORES DE DOS NACIONES: JOHN RUSKIN Y FRANCISCO PI Y MARGALL

    Por Manuel Fernández Espinosa

    Si algún día nuestros pies nos llevan al cementerio civil de Madrid y ,buscando, encontramos la lápida fúnebre de Francisco Pi y Margall, podremos leer su epitafio, que reza:
    FRANCISCO PI Y MARGALL




    Nació en Barcelona el 28 de abril de 1824.
    Político, Historiador, Estadista
    Crítico, Filósofo y Literato.
    Maestro de los Liberales.
    Presidente de la República Española
    en 1873.

    Falleció en Madrid el 29 de noviembre de 1901.

    ¡España no habría perdido su Imperio
    Colonial de haber seguido sus consejos!



    Sorprende que para el sepulcro de un republicano federal se grabaran esos dos renglones finales que adquieren énfasis por los signos de exclamación que los abren y cierran:
    “España no habría perdido su Imperio Colonial de haber seguido sus consejos”.
    Haremos bien en pensar que lo de “Imperio Colonial” es una concesión a la moda de la época en que se escribió el epitafio, puesto que España tuvo un Imperio, sí, pero –bien entendido- nunca tuvo un “Imperio Colonial”; nuestra expansión en Hispanoamérica fue un desbordamiento natural de la España europea en la España de Ultramar. Pero, ¿acaso pudiéramos creer que si se hubieran seguido los consejos de Pi y Margall se hubieran podido conservar los últimos restos del Imperio?
    Los consejos de Pi y Margall hubieran llegado demasiado tarde. Cuando el eminente intelectual republicano catalán nacía (año 1824) la Iberoamérica continental había roto con España en lo que nuestros hermanos llamaron su “emancipación” y que, como demostró la historia, no fue otra cosa que pasar a ser codiciada presa del voraz imperialismo británico. Difícilmente, por buenos que hubieran sido sus consejos, hubiera podido Pi y Margall haber remediado la desintegración del Imperio Español. La sentencia del epitafio se entenderá mejor si atendemos a los sucesos históricos que se produjeron en vida de Pi y Margall y que, por encima de todas las turbulencias peninsulares, le otorgarán su sentido más cabal: el trauma de la conciencia nacional, producido tras la pérdida de Filipinas y Cuba. En ese caso, los consejos de Pi y Margall hubieran podido surtir efecto, pero tampoco lo sabemos, puesto que no fueron seguidos y otras fueron las directrices que nos llevaron al vergonzoso “Tratado de París”.
    Sin embargo, su epitafio nos presenta a este gran patriota, tan poco estudiado y tan poco entendido. Conforme más lo estudio, más convencido estoy de que Francisco Pi y Margall hubiera podido ser nuestro Ruskin, si otra hubiera sido la circunstancia. John Ruskin (1819-1900) es, en gran medida, el oculto y desapercibido ideólogo decimonónico del Imperio Británico. Ruskin no fue nunca un filósofo, es más sostuvo una actitud despectiva y hostil hacia todo lo que fuese “metafísica” y “filosofía”, como bien lo pone de manifiesto el breve ensayo de R. G. Collingwood, “La filosofía de Ruskin”. Sin embargo, pese a su explícito desdén por la filosofía, Ruskin formó toda una escuela estética que no se conformaba con la contemplación del arte, sino que trataba de aprehender la realidad toda: también la política, por lo tanto. Y de hecho, es congruo mencionarlo, Ruskin ejerció su magisterio en el íntimo círculo de sus amigos y muchas de sus amistades fueron eminentes prohombres de la época victoriana, muy relacionados con el imperio británico: así Robert Baden-Powell (conocido por fundar el Movimiento Escultista con pretensiones mundiales: el “boy scout”), así Cecil Rhodes (el empresario en que Oswald Spengler vislumbró el nuevo cesarismo que combinaba los negocios con la expansión imperialista), el historiador Arnold Toynbee y tantos otros que compusieron su discipulaje.

    John Ruskin
    Nuestro Francisco Pi y Margall hubiera podido ser un mentor, como lo fue Ruskin para el imperialismo británico, pero sus circunstancias familiares, personales y nacionales eran muy distintas. Pi y Margall nació en el seno de una familia humilde, estudió en el seminario sacerdotal hasta que lo abandonó y pasó a la universidad. Atravesó estrecheces económicas y tuvo que dar clases privadas para poder seguir estudiando y, hasta después de culminar sus estudios universitarios, tuvo que verse ofertando clases particulares y viviendo de lo que le granjeaban sus escritos siempre mal pagados. Hay que achacar a estas penalidades económicas por las que atravesó que sus posiciones políticas se radicalizaran, conduciéndole al pensamiento “democrático” y republicano federalista, con un fondo libertario y revolucionario debido a la recepción de Pierre Joseph Proudhon, entre otros. Esto hace de nuestro Pi y Margall, al margen de su personalidad política al frente del Partido Republicano Democrático Federal y presidente efímero de la I República Española, un antecedente del anarquismo español. Sin embargo, a diferencia de casi todos los republicanos españoles contemporáneos de Pi y Margall, el intelectual catalán no cayó en las redes del krausismo, por haber asimilado (a su manera) el hegelianismo y haber incorporado a su pensamiento revolucionario algunas de las claves aportadas por Proudhon (esto se echa de ver en la obra pimargalliana titulada “La reacción y la revolución”). Por eso, Menéndez y Pelayo que no perdonaba ni una a la pedantería krausista, muestra ante Pi y Margall un cierto respeto, cuando escribe sobre él:
    “[Pi y Margall] éste sí que es hegeliano, y de la extrema izquierda. Sus dogmas los aprendió en Proudhon ya en años muy remotos, y no los ha olvidado ni soltado desde entonces. Este agitador catalán es el personaje de más cuenta que la heterodoxia española ha producido en estos últimos años. Porque en primer lugar tiene estilo, y, aunque incorrecto en la lengua, dice con energía y con claridad lo que quiere” (Historia de los Heterodoxos, Marcelino Menéndez y Pelayo).
    Es cierto que, como catalanohablante nativo, a Pi y Margall se le reprocharía expresarse en castellano escrito con cierta dificultad. No sería Menéndez y Pelayo el único que lo note, también Josep Plá, Eugenio d’Ors, Guillermo Díaz-Plaja y otros llamaron la atención sobre esto. Pero considérese que Menéndez y Pelayo le concede “estilo”, “energía” y “claridad”.
    Al igual que Ruskin tuvo discípulos, Pi y Margall también ejerció su magisterio: “Se consagró entonces a dar lecciones de política y de economía. En su modesta habitación de la calle del Desengaño reuníase lo más ardiente, lo más entusiasta, lo más puro de la juventud democrática, que ha constituido después la fibra del partido republicano". (La Ilustración Española y Americana, semblanza de Francisco Pi y Margall, febrero de 1873). Pero la gran diferencia era que Ruskin gozaba de una posición estable en la Universidad de Oxford como profesor de alumnos que, lejos de ser unos pobres “muertos de hambre”, eran las camadas de la aristocracia y la alta burguesía británicas.
    El ideario de Ruskin consistía en formar una elite de académicos universitarios sostenidos por el poder financiero, para adquirir y conservar el imperio británico, cuya supuesta misión no era otra, según ellos, que la implantación del capitalismo oligárquico y filantrópico (socialismo fabiano). Los poderes económicos, calculando los beneficios que dimanarían de una colaboración entre este círculo de intelectuales formado por Ruskin con la banca y los empresarios, no escatimaron medios para realizar las iniciativas culturales que emanaban del círculo ruskiniano. La influencia de Ruskin llegó a Estados Unidos de Norteamérica, donde discípulos suyos lograron fundar el Ruskin College, sufragado por el Duque de Norfolk y Lord Rosebery , nieto del barón de Rothschild, entre otros: con lo que puede confirmarse que el imperalismo anglosajón no está exento de un componente esencial de sionismo.
    Una tupida red de contactos en las altas esferas universitarias, empresariales, administrativas fueron generando una telaraña que tenía sus principales centros en algunas sociedades de pensamiento, de carácter semisecreto: la Pilgrims Society, la Round Table, la Fabian Society... Y lo generado en Inglaterra, con la generosa aportación de los grandes capitales financieros (entre ellos los Rothschild), encontró pronto la gemelación de estas entidades u otras afines en Estados Unidos de Norteamérica: con ello se iba afianzando un ideario pananglosajón que es, en gran medida, el que ejerce todavía su influencia en la mayor parte del planeta. Y uno de sus instrumentos es la expansión de la lengua inglesa como lengua universal para ejercer el dominio sobre el mundo entero.
    Ruskin era un socialista utópico, lo cual no le impedía delinear unas directrices ideológicas y prácticas plenamente nacionalistas. Pi y Margall a su vez era, a su manera, un socialista utópico y -si lo sabemos comprender- también, incluso con su republicanismo federal, se mostró como un verdadero patriota español. ¿Qué falló entonces, para que Pi y Margall no pudiera obtener en España unos resultados tan óptimos como los que tuvo Ruskin en el mundo anglosajón?
    Ruskin estaba entroncado en su propia tradición: puede decirse que fue un reformista del imperialismo británico, no se implicó personalmente en aventuras políticas y gozaba de una autoridad indiscutida entre sus discípulos.
    Pi y Margall tuvo barruntos de la tradición española (por ejemplo: ahí tenemos las páginas que escribió como prólogo, firmándolo bajo sus iniciales -F. P y M- para las Obras Completas del Padre Mariana, publicadas por Rivadeneyra), pero su ruptura con la tradición católica (Pi y Margall se declaraba “panteísta”), su anticlericalismo, las ideas extranjeras que había incorporado a su sistema (hegelianismo, proudhonismo…), lo apartaron en gran medida de la corriente tradicional hispánica, extrañándolo. Se implicó en tantas conspiraciones, revoluciones y batallas políticas que terminó creándose enemigos incluso entre sus correligionarios republicanos (de suyo escindidos en unitarios, federales y federales intransigentes) y, por último, no supo o no pudo crear grupos de poder intelectual que se atrajeran el patrocinio del poder económico español, dado que es un rasgo atávico de nuestras grandes fortunas el mostrarse insolidarias con el destino nacional.
    Pi y Margall es un catalán, un patriota español al que nadie puede regatearle que hubiera hecho todo lo posible para que España no perdiera lo que le restaba de su vastísimo Imperio, pero su filosofía no sirvió para lograr la cohesión de las fuerzas nacionales, dotándolas de criterios para desarrollar una unidad de acción eficaz, sino que su filosofía sirvió a la fragmentación que sucede a todo lo que no está informado por el espíritu tradicional y genuino de una nación. De ahí que el pensamiento de Pi y Margall derivara al nacionalismo catalán de Valentí Almirall, al republicanismo supérstite que llega a nuestros días, al federalismo del socialismo marxista y al anarquismo español.
    Somos de la opinión de que en el legado de Pi y Margall se hallan todavía claves fundamentales para comprender el gran problema del nacionalismo centrífugo y, ¿quién sabe? Acaso también algunas soluciones. Si pudiéramos resolver esto incluso podríamos plantearnos la posibilidad de reconstruir todo lo devastado en más de dos siglos de perniciosa acción disolvente y tal vez, entonces, pudiéramos parafrasear el epitafio del eximio catalán, para lo que a Dios pedimos luces:
    “Leyéndolo a él España se reintegró a sí misma y reintegró su perdido Imperio”.

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