Futurismo y cuenta nueva
por Juan Bonilla
100 años del Manifiesto futurista
No se trataba de pintar cuadros impetuosos, de escribir poemas enérgicos ni de diseñar edificios vertiginosos o componer sinfonías de aullidos: se trataba de crear un hombre nuevo. La reflexión de Meyerhold sobre el futurismo sigue hoy tasando la estatura de aquel movimiento que, nacido de la hiperactividad y las dotes innegables para el marketing del poeta italiano Marinetti, encontró el cauce exacto para expandirse y hablar idiomas, contagiar a generaciones distintas y escandalizar e imponerse como uno de los episodios fundamentales de la estética del siglo XX. Meyerhold abogaba por el proyecto político del futurismo: por la estética, por cambiar la vida. Por mucho que en su ímpetu Marinetti sentenciase que había que abolir el pasado, es evidente que en el pasado pueden rastrearse los trampolines que los futuristas utilizaron para modular su voz: los poemas de Whitman, la ironía de Laforgue, las pinturas más atrevidas de Cezanne y, sobre todo, el movimiento fotografiado de Jules Murey y de Muybridge, dos científicos. En su afán por decir las nuevas cosas de maneras nuevas, los futuristas pretendieron formular recetas para todo: desde cómo debían construirse los edificios a cómo debían escribirse los poemas. Por supuesto, recurrían a la exageración para meter el susto en el cuerpo a los demás, pero en ese mismo afán demostraban que habían captado cuál era el arte que más y mejor había que practicar para llegar a la médula de la sociedad a la que se dirigían: la publicidad. De ahí que lo mejor de la propia obra de Marinetti haya que buscarlo en los eslóganes impactantes que produjo: “Matemos el claro de luna”, “Guerra: única higiene del mundo”, “Un coche es más hermoso que la Victoria de Samotracia”.
El 20 de febrero del 1909 es lanzado en Le Figaro de París el primer manifiesto futurista. Le seguiría enseguida una bandada de manifiestos. A fuerza de escándalos en veladas que terminaban a mamporros, el futurismo ganaba adeptos entre una juventud desafiante, harta de postales y rimas caras. Bajo el palio del futurismo caben, desde luego, muchas cosas: la potencia elegante de Boccioni, la capacidad para la ilustración de Depero, Balla, Carra, y esa cuenta nueva que se pone en marcha entonces, salpicando aquí y allá, a un Marcel Duchamp que siempre defendió que no conocía a los futuristas y que su desnudo bajando la escalera no debía nada a los italianos.
Como movimiento político el futurismo era también atrevido: una caricatura que generaba horror. Mussolini acabó convirtiendo en una especie de bufón a Marinetti, que terminó sentándose en la Academia italiana, mientras los jóvenes italianos seguían llamándose futuristas.
Cien años después de su fundación, ¿qué queda de aquella fiesta? En el plano plástico, muchas cosas. Los capitanes del movimiento son nombres imprescindibles del siglo XX. En el plano literario menos, salvo el juguete de las palabras en libertad. Quienes fueron futuristas abandonaron pronto el barco: Papini, el gran Ardengo Soffici, Aldo Palazzeschi. Y queda otro plano: el de la arquitectura. El gran artista del futurismo puede que lo encontremos ahí: Antonio Sant Elia. Murió joven pero dejó dibujos suficientes para que su influencia haya ido empapando todo el siglo XX. Miren a su alrededor, busquen en las imágenes de algunos edificios de Dubai o Qatar, aunque no los firme Sant Elia, parecen demostrar que su sueño se ha cumplido. Como de alguna manera se ha cumplido el sueño de los futuristas en tantos otros ámbitos. Por ejemplo, no llegaron a publicar el manifiesto Automóviles para todo el mundo. Ahora miren a la calle y díganme qué ven sino un paisaje aburridamente futurista cien años después de que, precisamente por su poca destreza al volante, Marinetti se fuese a una cuneta y, embarrado y borracho, tuviera la epifanía de la que brotó el futurismo.
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