LA CRUZ DE EUROPA
La Masonería continental trazó el 28 de marzo de 1936 una línea de sombra, tendiendo entre París y Moscú el hilo de araña que supieron tejer los camaradas Potemkin y Litvinov. Pero la creciente entente entre Roma y Berlín ha cruzado aquella línea con otra perpendicular. Y amor sobre odio, y por el tiempo que dure, hoy está Europa bajo esa cruz simbólica de brazos imantados, en cuyos campos respectivos se van agrupando las limaduras de naciones sembradas a boleo por los Tratados de 1919. Curiosa experiencia de laboratorio que parece resultar adversa a la acción conjunta del comunismo y de las Logias, pero que aún abrirá en tiempos próximos insospechados horizontes a la filosofía de la Historia. Esta ha registrado los orígenes y las causas de la gran guerra y solamente por ignorancia o mala fe se puede todavía culpar a Alemania de haberla desencadenado.
Eslavismo y germanismo, en sus respectivos modos agudos y racistas, no podían caber en el mapa. Pero las Sociedades secretas de la Europa Oriental, y en particular la célebre Mano Negra, agitadas por la Masonería internacional, precipitaron la catástrofe. En realidad lo que interesaba era dar un golpe de muerte al catolicismo, acabando con la Casa de Habsburgo y poniendo en juego todas las monsergas revolucionarias e imperiales del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos y del principio de las nacionalidades. La Monarquía dualista de Viena era el blanco de todas las iras. El profesor Masaryk, que podía pasar por un alumno aprovechado de nuestra ex Institución Libre de Enseñanza, lo dice con toda claridad en su libro La Resurrection d’un Etat: “Di mi primera lección en Londres el 19 de octubre de 1915… El desmembramiento de los Habsburgo aparecía como el objeto principal de la guerra mundial”.
Parte de la prensa francesa estaba ya comprada para esta triste causa desde 1912, pero el ingenuo temor ruso de que aún prevaleciese en la Patria de Luis XV un resto de la herencia diplomática de los Choiseul y de Bernis, le hizo a Sazonov en 1914 escamotar a Poincaré y Viviani, a la sazón en San Petersburgo, los manejos de concentraciones militares que, de acuerdo con Serbia, venía realizando desde el 8 de julio.
El ultimátum alemán al Zar fue enviado el 30, y ante su negativa a desmovilizar la escuadra del Báltico, Guillermo II decretó la movilización general el primero de agosto. Pero ese mismo día y una hora antes había tomado Francia idéntica medida.
A los tres años de guerra, solamente las Logias deseaban proseguirla para llegar hasta la meta señalada del alumbramiento de Checoeslovaquia. Francia seguía creyendo, sin embargo, que únicamente se trataba de un duelo a muerte entre ella y Alemania, pero la iniciativa de paz de Carlos de Habsburgo, tramitada a partir de marzo del 17, por intermedio de su cuñado el príncipe Sixto de Borbón, descubrió las cartas del juego. Los Reyes de Inglaterra, de Italia y de Prusia, el Presidente francés, Lloyd George, Bethmann, Holvegg y Cardona, se adhirieron a la generosa idea. Pero la Masonería hizo campo aparte, y Sonnino y Ribot y Masaryk y Benes y todos los hh .·. a quienes no convenía la paz austriaca, la paz monárquica, se pusieron en juego y ganaron la partida. Semanas después, a fines de junio, el Congreso de las Masonerías aliadas y neutras, celebrado en el Gran Oriente de París –en el mismo antro tenebroso de la Rue Cadet en que se firmó la sentencia de muerte de Calvo Sotelo-, puso los cimientos de la Sociedad de Naciones, que debía ser el epílogo de aquella guerra en que “luchaban Democracia e Imperialismo, Libertad y Autoridad”.
A este ideal de justicia democrática y de libertad, igualdad y fraternidad internacionales, colaboró el presidente Wilson, presionado por Masaryk, declarando la guerra a Austria-Hungría al finalizar el año y lanzando en enero de 1918 a todos los vientos de la Rosa sus inolvidables –inolvidables por pérfidos y destructores- catorce puntos calcados sobre las conclusiones del Congreso de las Masonerías y transplantados después a los Estatutos de Ginebra. Y creo que fue Lasing, su secretario de Estado y firmante con él del Tratado de Versalles, quien, no mostrándose conforme con la labor realizada, predijo que los Tratados de Paz serían el origen de una nueva guerra. O, mejor dicho, de una contrarrevolución gigantesca, como lo había sido la contienda europea de 1914, a la que masones tan autorizados como Masaryk llamaban revolución en lugar de guerra. Revolución en que se despojó de una manera vil, precisamente, a aquellos países en donde nació la idea generosa de poner límite a la lucha, desmebrándoles en nombre del hipócrita principio de la nacionalidades y de unas prácticas democráticas que se tomaban y dejaban a medida de las ambiciones que se habían de servir. Así fue martirizada la carne viva de Hungría y repartidos sus hijos entre Checoeslovaquia, Yugoeslavia y Rumanía. Y así el hoy arrepentido Tardieu había de escribir más tarde, justificando la negativa de la Conferencia de Neuilly a la petición del conde Appony: “Teníamos que elegir entre el referéndum y la creación de Checoeslovaquia”. Eligieron, naturalmente, la creación de esta República, “indispensable –en frase de míster Bouglé- para mantener la idea laica en la Europa central”.
Las incidencias de la vida europea, tan falseada y arbitraria, el renacimiento de una fuerza católica y monárquica como la Italia de Letrán y de Abisinia, y la resurrección potente de una Alemania que ha sabido romper las ligaduras de Versalles, elevándose sobre los cimientos recompuestos del Gran Estado Mayor de la anteguerra, han ido dictando nuevas tácticas a los directores del judaísmo masónico aliados a las fuerzas del Komintern. A la Pequeña Entente y a la Entente Balkánica sucedió el Pacto francorruso, que si alejaba a París de sus antiguos aliados, Londres, Bruselas y Roma, y de su antiguo enemigo Berlín, la aproximaba en cambio de Moscú y de Belgrado, de Praga y de Ankara. Pero el paneslavismo armado de Vorochiloff acaba por intimidar a Rumanía que se ha incorporado la Transilvania, y Bratiano interpela en la Cámara a Nicolás Titulesco, ansioso por saber si su país no servirá de puente, en virtud de algún posible pacto militar con Moscú, entre la U.R.S.S. y Checoeslovaquia. ¿Acaso eran infundados los temores de Bratiano? ¿No pretendía precisamente esto el gobernante rumano, siguiendo las rutas que le trazara Mr. Benes en su Pacto de Asistencia con los Soviets, firmado en 1935? Un libro publicado en Praga el pasado mes de junio por Mr. Seba, ministro de Checoselovaquia en la Corte del Rey Carol, y antiguo secretario de Masaryk, ha descorrido el secreto al elogiar a Titulesco, justamente por sus esfuerzos en pro de semejante negociación. Y el resultado ha sido provocar en Rumanía una reacción anticomunista, denunciar en el Parlamento y en la Prensa la caducidad de la Pequeña Entente y la aproximación de la Monarquía a la zona de influencia de Roma y de Berlín, ya muy acentuado en los Balkanes por el reciente Tratado búlgaro-yugoeslavo y por una política iniciada por Mussolini, que yendo contra el comunismo ha despejado las nieblas que oprimían a Austria y a Hungría.
El discurso del canciller Schuschnigg, pronunciado en Viena el pasado día 14 de febrero, confirma la enorme variación que el paisaje político de la Europa Central y Oriental ha sufrido respecto a esta cuestión de la libertad austríaca para restaurar la Monarquía de Otón, que únicamente tropieza ya con el obstáculo de Berlín y de la Masonería francesa, ajena, y más que ajena, enemiga de las auténticas necesidades de Francia, cuyo más vivo interés histórico está ligado al renacimiento del catolicismo federador de Viena.
Si se quiere que el Continente vuelva a su cauce, hay que destruir la labor de los Tratados. Habrá de desaparecer Checoseslovaquia y que volver a unir los pedazos rotos de la Casa de Habsburgo y que restaurar en el Trono de San Luis al heredero legítimo del conde de Chambord, que tiene ante la Historia bastantes más títulos para regir a su país que el demoníaco Mr. Blum. Hurtada España a la trágica y reiterada experiencia de la República, nada tan urgente como la restauración del nieto de María Teresa, en cuyo momento comenzará la convalecencia de Europa, según predijo Sir Charles Petrie en su libro Monarquía, que, en plena anarquía democrática, supo publicar, en Madrid, Acción Española.
EL MARQUÉS DE QUINTANAR
ABC 7 marzo, 1937 |
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