Ferrándiz y la antigua costumbre de escribir tarjetas navideñas

20 Dic 2017
/MARIA FIDALGO CASARES




Este año que se nos va debería haberse conmemorado el centenario deJuan Ferrándiz, el ilustrador más difundido del siglo XX. Sin embargo ningún acto le ha recordado.

Tal vez su impronta eminentemente religiosa, poco afín a los tiempos que corren, ha frenado cualquier tipo de homenaje. Jamás se le cita en los libros de arte, y no existe más bibliografía que el libro recopilatorio llamado La Navidad de Ferrándiz, que rescató parte de su legado, publicado hace más de una década.


Independientemente de ello, su valor ha trascendido el ámbito artístico para entrar en la esfera de la etnoantropología, ya que creó la iconografía de la Navidad de todos aquellos que fueron niños en las décadas centrales del siglo XX.


Sus imágenes navideñas permanecerán totalmente ligadas a un tiempo y un espacio en el que las familias escribían tarjetas de felicitación.


La Navidad en el imaginario de la infancia


Estudios recientes de la psiquiatría conductista subrayan la importancia de las vivencias y del imaginario de la infancia en el corpus mental de las personas. La huella indeleble de los primeros años de vida ha sido también una constante literaria. De clásicos como Rilke o Baudelaire a escritores contemporáneos como Ramiro Fonte, han señalado sin ambages que «la infancia es la patria del hombre”.


Dentro de este imaginario habría que destacar las especiales connotaciones emocionales que adquieren en la infancia las costumbres navideñas, que suelen quedar grabadas en la memoria durante el resto de la vida. Incluso en la madurez, cuando se acercan estas fechas, hay un cierto revival, y los adultos sienten emociones encontradas. Se vuelve la vista atrás para recordar con intensidad y añoranza las navidades vividas de niño, y tal vez porque, como escribió la “pulitzer” Edna St. Vincent Millay, «la infancia es el reino donde nadie muere», los ausentes se hacen más presentes. Hay una segunda etapa en aquellos que conviven con niños, quienes vuelven a revivir con ilusión a través de sus miradas lo que ya se ha denominado el «espíritu navideño».

En este panorama existieron costumbres y ritos que, pese a su aparente intrascendencia, jalonaron episodios imborrables en todos los que fueron niños alguna vez en la España urbana de mediados del siglo XX, símbolos reconocibles de forma masiva en un tiempo y en un espacio. Algunos han desaparecido y trascienden al campo de la etnografía por ser imposible su retroacción. Entre ellos, algo que fue tan entrañable y cotidiano como fue el rito de escribir felicitaciones navideñas y que vienen marcadas por la extraordinaria impronta visual de las iconografías creadas por el artista catalán Juan Ferrándiz.

Origen y desarrollo de las tarjetas navideñas

El invento de las tarjetas navideñas suele atribuirse a Sir Henry Cole, director del museo Victoria and Albert. Veinte años después, se imprimían en serie en toda Inglaterra. Las razones de su gran difusión se explican por la confluencia de factores técnicos, estructurales y sociales, como fueron los avances en la imprenta y el desarrollo del servicio de correos, el espaldarazo mediático de la reina Victoria y el gran éxito del relato A Christmas Carol de Charles Dickens. En estas primeras tarjetas se alternaban escenas religiosas con paisajes nevados, flores, hadas e imágenes divertidas y sentimentales de niños y animales.

Tarjeta de Henry Cole

El gran éxodo rural, efecto de la industrialización, hizo que prosperara la práctica, ya que los familiares quedaban muy dispersos territorialmente y las comunicaciones no eran fluidas. Escribir estas tarjetas se convirtió en la toma de contacto anual para conocer el devenir de los parientes. Durante todo el siglo XX la costumbre se fue generalizando en todas las naciones de Europa y en EE.UU. En Rusia quedaron prohibidas tras la revolución.

En la década de 1950, las tarjetas de Unicef supusieron todo un revulsivo. Se convertirían en las más editadas de toda la historia, con cientos de millones de tarjetas impresas.


Las tarjetas navideñas en España



El origen en España se vincula a las imágenes en papel con las que los operarios de diferentes oficios felicitaban las Pascuas. Las repartían con la nada disimulada intención de obtener una gratificación o propina, llamada aguinaldo. Se tiene constancia de una primera felicitación en 1831 de los repartidores del Diario de Barcelona, que tendría el valor añadido de ser una década anterior a la de Henry Cole.

A partir de mediados del siglo XIX, el avance de la técnica cromolitográfica inundó de color estas felicitaciones de servidores públicos, peluqueras, panaderos, modistas, lecheros, electricistas, aprendices, barberos, repartidores de periódicos… llegando a conformar una estética de características propias.



En la mayoría de las tarjetas, el trabajador era el protagonista absoluto que, ataviado con uniforme de gala o atuendo de faena, desempeñaba las actividades propias de su oficio. En viñetas laterales aparecían escenas, alimentos y bebidas típicas navideñas como turrón, pavo, uvas o champán. Más tarde, estas escenas irían evolucionando y adquirirían importante presencia otros elementos: objetos decorativos como bolas o espumillón, así como el abeto y escenas de familias que compraban figuritas del nacimiento.
A principios de siglo XX, junto a las tarjetas «corporativas» de oficios, las empresas y organismos también enviaban sus felicitaciones. Pero no es hasta mediados de siglo cuando en todas las ciudades españolas se normalice en las familias esta costumbre de escribir a parientes, amigos y a «compromisos» varios.

Las tarjetas domésticas y los ritos infantiles

A mediados de los 50, las postales navideñas comenzaron a llamarse vulgarmente christmas, pronunciado “crismas”… palabra que hasta la fecha solo había sido un sinónimo de “cráneos”, y que solía utilizarse para advertir a los niños traviesos de una posible rotura, pero que era sencillamente la versión españolizada y abreviada del sajón Christmas Card. A comienzos de diciembre, semanas antes de la Navidad oficial, los niños ansiaban con ilusión revisar el correo cuando volvían del colegio para encontrarse con las tarjetas navideñas. Cuando llegaban las vacaciones, las casas se llenaban de dulces, se dejaba de ir a clase sin estar enfermo, se escribía la carta a los Reyes Magos, y se podía ver en persona al cartero, que solía portar un maletón de cuero grueso y recurtido, que llevaba siempre colgado en bandolera, que traía decenas de postales navideñas.



Las tarjetas se enviaban dentro de un sobre franqueado por el sello correspondiente. Los sellos (hoy elementos casi desconocidos para aquellos menores de 25 años) también tenían su atractivo para los niños, ya que eran elementos codiciados… Aun usados, se aprovechaban para fines solidarios (aunque antes no se llamaban así y se preferían las palabras “caritativos” o “humanitarios”). Se recogían en todos los colegios religiosos y en gran parte de los públicos. Aquellos niños que los portaban se sentían importantes o se les daba cierto reconocimiento en el aula por su contribución… Se decía que eran «para los negritos» (hoy expresión políticamente incorrecta), o «para las misiones». «La Santa Infancia» o la curiosa «los paganitos», como les llamaba Ramiro Fonte en su trilogía

Vidas de Infancia o Frank McCourt en Las Cenizas de Ángela.


El texto de las tarjetas acostumbraba a escribirlo el que tenía mejor letra de la casa y, una vez concluido, se iba pasando a todos los miembros para que firmaran. Hoy resulta muy conmovedor constatar cómo convivían en el mismo espacio las letras inmaduras de los niños, las más redondeadas de los adultos, junto a las picudas de los más ancianos… Si había prisa, algunas veces se hacía trampa y la madre firmaba por todos imitando la letra de los distintos miembros, aunque muchas veces «se notaba».



En la mayoría de los hogares, los christmas se convirtieron en importantes elementos decorativos, junto al espumillón, bolas y nacimientos. Algo más tarde llegarían los abetos, naturales o artificiales, que se unirían a la decoración navideña… En algunos salones pudientes, los christmas se situaban encima de la chimenea, que parecía ser su lugar natural, pero, como la mayoría de los hogares urbanos no tenían, se ponían sobre el televisor, en la mesita de la entrada o en algún otro lugar destacado. Normalmente se colocaban abiertos por la mitad para que se mantuvieran de pie. Cuando era una cantidad importante, existía un orgullo inherente en exhibir ante propios y extraños lo que simbolizaban: la demostración fehaciente de tanta gente que se había acordado de ellos en esa época, consecuencia del gran afecto y consideración del que gozaba la familia.

En el núcleo familiar se solía comentar lo bonita que había sido la de Fulanita, se echaba en falta la del que siempre solía felicitar y este año no se había recibido, o se comentaba la diligencia de Zutano, siempre el primero que llegaba al buzón. En ambientes destacados política o socialmente solía presumirse de recibirla nada menos que del “mismísimo Caudillo”, y más tarde de la Casa Real.

El mensaje solía ser estándar: «Feliz Navidad y próspero año nuevo»; los más lacónicos: «Felices Fiestas», el hoy olvidado “Felices Pascuas” y otros incluían mensajes personales más o menos informativos de la situación familiar. Muchas empezaban: «Espero que al recibo de esta estén todos bien. Nosotros bien, gracias a Dios…». Algunos se salían un poco de lo normal: se escribían torcidos en ascendente, en la cara opuesta, o incluían una participación de lotería o algún billete, pero todos terminaban con palabras más o menos afectuosas dependiendo de la proximidad del destinatario: «Os quieren», «No os olvidan, «Con cariño», «Recibe nuestro afecto»… o incluso el hoy incomprensible y cuasifeudal «Su más humilde servidor». En muchos casos, era la única toma de contacto anual entre parientes y amigos de localidades distantes.
Una vez terminado el proceso, venía el pegado de los sellos. Aunque en muchas casas había una especie de esponjita en un pequeño envase redondo que se mojaba con agua, los niños solían preferir hacerlo con el básico método del lametón, aunque dejara mal sabor de boca y a veces los sellos así pegados quedaran un poco torcidos.



Después venía el broche de oro: ir a echar las cartas a Correos. En la mayoría de las ciudades españolas, los edificios destinados al servicio postal solían tener cierto empaque. Abundaba el estilo ecléctico y los brillantes «neos» y regionalismos refulgían en sus construcciones. A la puerta principal solía accederse por una escalinata que, con las dimensiones de los niños, asemejaba a una escalera palaciega. También era habitual la presencia de puertas giratorias de madera —hoy desaparecidas en la mayor parte de ellos o sustituidas por las de burdo aluminio— que hacía las delicias de los más pequeños, quienes solían aprovechar para dar más vueltas de la cuenta a modo de gratuita atracción infantil.

Otro hito del ritual era el hecho físico de echar las cartas al buzón, que casi rozaba lo mágico… Como solía estar a cierta altura, los niños eran cogidos en brazos, aupados, y ellos mismos las depositaban en las aberturas diseñadas para ello, que eran nada menos que grandes fauces abiertas de majestuosos leones de bronce.

Ante los leones, los niños sentían gran curiosidad por aquella boca terrible que presagiaba un gran abismo, y cierto miedo inconfesable de introducir la mano; de hecho, todos la quitaban muy rápido —por si acaso— cuando depositaban allí las cartas.
El hecho, casi un acontecimiento, les daba un protagonismo indiscutible en el proceso y la gran satisfacción del deber cumplido, aunque también les surgía la incertidumbre agridulce de si las cartas llegarían felizmente a su destino.



La temática de las tarjetas

Las tarjetas, en un principio, eran reproducciones de cuadros clásicos de tema navideño… La Adoración de los Magos era muy recurrente, al igual que escenas nevadas de pintores flamencos. Tenían carácter solemne y regio. Pero todo cambió cuando, en 1952, llegaron a las ciudades españolas las tarjetas de Ferrándiz, un ilustrador catalán que revolucionó por completo este ámbito introduciendo sorpresivamente unas escenas “monísimas” protagonizadas por unos personajes desproporcionadamente cabezones de ojos casi diminutos —siempre achinados y muy separados—, narices casi anecdóticas y rostros mofletudos, acompañados de un amplio espectro de animales de rostros expresivos y humanizados —ovejas, bueyes, vacas, conejos, pajarillos varios, perros callejeros, gatos y ratones que convivían con ángeles…— y que empatizaron rápidamente con el público de todas las edades. En algunos hogares eran los niños quienes elegían las postales que se adquirían en las papelerías, y las de Ferrándiz se convirtieron en las favoritas. A veces también se compraban a la vez unas cuantas tarjetas «serias», según quienes fueran a ser los destinatarios
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Porque, aunque los organismos siguieron mandando las felicitaciones clásicas, el éxito de Ferrándiz en el ámbito doméstico fue tal que podría decirse que fue el principal artífice del gran revulsivo que popularizó hasta lo inimaginable esta costumbre de escribir los christmas. Logró la implicación de toda la familia y se convirtió en un símbolo icónico que acompañaría durante décadas la celebración de las fiestas…


Llegaba la Navidad y las papelerías y los escaparates se llenaban de las caras de Ferrándiz como anuncio de las felices fechas que llegaban en unos años en que la vida era dura, sin apenas dispendios y con pocas celebraciones, pero en la que, para muchos, los sentimientos se vivían más a flor de piel. Junto a Ferrándiz, la lotería, la música de los villancicos, escribir y echar la carta a los Reyes Magos y visitar los belenes de la ciudad eran hitos de la Navidad de los niños urbanos.
Pocos entonces sabían el nombre de Ferrándiz, aunque firmaba todas sus tarjetas en mayúsculas, y hoy posiblemente lo sigan desconociendo, pero puede afirmarse con rotundidad que nadie que fuera niño y no tan niño en estas décadas pudo olvidar este universo de imágenes y escenas beatíficas que quedaron grabadas en el imaginario colectivo de las navidades de antaño para no irse jamás, siendo parte inherente de los recuerdos navideños de un siglo, de una manera silenciosa e inconsciente… pero asombrosamente nítida en la memoria.







El ilustrador, dibujante y escritor Juan Ferrándiz Castells (Barcelona, 1917-1997) estudió en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona. Durante unos años se dedicó a la realización de dibujos animados y de películas de contenido educativo, donde perfeccionó el dominio del dibujo de animación. Ferrándiz se consideraba artista, y, aparte de la ilustración, escribió medio centenar de cuentos en castellano y catalán, poemas e hizo alguna incursión en la escultura.

Aunque obtuvo un gran éxito en las decoraciones de cuentos troquelados (Mariuca la castañera, El urbano Ramón, La ardilla hacendosa), fue en su iconografía de la Navidad donde alcanzó cotas de popularidad nunca vistas. Las claves de su gran aceptación fueron su gran originalidad, su perfección técnica y su facilidad para idear variaciones inagotables del mismo tema.

Las figuras de Ferrándiz irradiaban humildad, sencillez, e, inexplicablemente, carecían de rasgos de cursilería, que sin embargo sí tuvieron sus centenares de plagiadores. Sin recurrir a complejas técnicas gráficas, lograba transmitir ternura, calidez y humanidad a sus animales y a sus populares pastorcillos de mirada pícara y vestidos con pantalones llenos de remiendos de colores, a sus ángeles descarados, a sus vírgenes niñas maravillosas de caras ladeadas o a sus etéreos Niños Jesús.

Sus escenas parecían inspiradas por una varita mágica que lograba imbuirlas de un aura mística. Su especial captación ambiental anímica y emocional venía potenciada por una hermosa luz dorada que inundaba las composiciones. Sus composiciones verticales de parejas de rostros —normalmente Virgen y Niño— fueron de una exquisitez infrecuente en este tipo de tarjetas. Este esquema vertical lo llevaría posteriormente, y asimismo con un éxito sin precedentes, al mundo del recordatorio de comunión, convirtiéndose también en este campo en el ilustrador más estimado y reconocible.



Ferrándiz habituaba a dibujar con un lápiz corriente marca Staedtler, del número 1 o 2, goma de borrar de nata Milán. Perfilaba las caras con pequeños trazos, buscando potenciar esas expresiones tan características con sus miradas de ojos achinados. Aquellos dibujos, sin técnicas de animación, adquirían el don del movimiento y lo más difícil, la transmisión de sentimientos. «Dentro de mí siempre ha latido un sentimiento profundo de comunicación hacia los demás. Quería expresar conceptos como paz, justicia, solidaridad, ternura, fraternidad…», afirmó en unas de sus escasas declaraciones. Después del dibujo, coloreaba a la acuarela
Falleció en agosto de 1997 a la edad de 79 años, y nunca alcanzó un reconocimiento personal paralelo a su éxito comercial, aunque su figura sí fue reconocida internacionalmente. Ferrándiz fundó, junto con otras celebridades, el primer comité de la Unesco en España. Fue galardonado en 1992 con la Cruz de San Jorge de la Generalitat y diez años después de su muerte, Correos, que tantos beneficios colaterales obtuviera con sus creaciones, emitió un sello con una ilustración navideña de su autoría.

En el año 2006, se publicó en la editorial Destino el libro recopilatorio llamado La Navidad de Ferrándiz, que rescató parte de su legado, y es el único que recoge su trayectoria. No existe más bibliografía sobre él, jamás se le cita en los libros de arte, aunque afortunadamente una página web comercial, Memory Ferrándiz, pone a disposición de todos todo tipo de artículos relacionados con sus ilustraciones.

La huella de Ferrándiz

Dado su apabullante éxito, fue plagiado hasta la saciedad. Muchos fueron a su zaga: algunos más brillantes que otros, todos reprodujeron sus esquemas. En el mundo de la juguetería también se dejó ver su innegable huella en la estética de los muñecos, muy acusada en la marca Famosa, en especial en la exitosa Nancy, o en las famosas cartas de familias de Fournier.



Todo el ámbito de la papelería y el mundo de la decoración infantil acusaron su influjo y, como curiosidad, su influencia llegó hasta en el ámbito militar… Miles de jóvenes que hacían “ la mili” adquirían muñecas ataviadas con uniforme para regalar a novias y madres.

El fin de los christmas


El sino de los tiempos acabaría con la costumbre doméstica de escribir felicitaciones en tarjetas navideñas, que parecía tan arraigada que jamás desaparecería. La generalización de las tarjetas de Unicef, los christmasque llevaban sobreimpreso un sobrecogedor «pintada con la boca» o «pintada con el pie», que indicaba la autoría de artistas mutilados (artismutis), marcaron el inicio de su decadencia. Luego llegaría la laicización de la sociedad, el abaratamiento de las conferencias telefónicas y, por último, la llegada de la mensajería móvil e internet que, junto a las redes sociales, acabarían de darle la puntilla.


Juan Ferrándiz, el ilustrador más difundido en el siglo XX y el artista más importante de la intrahistoria infantil española, logró que, durante décadas, generaciones de niños personalizaran con sus imágenes el espíritu de la Navidad, por lo que su valor trasciende el ámbito artístico para entrar en la esfera de la antropología.

Revisitar hoy las ilustraciones de Ferrándiz es toda una experiencia, un viaje entrañable a un pasado que desvela que aquellas imágenes aparentemente intrascendentes eran parte de un ritual mágico, todo un acontecimiento cargado de sentimentalismo, porque lo que uno ama de niño se queda en el corazón para siempre.

Y si es cierto, como afirmaba el nobel William Golding, que «el cielo se encuentra alrededor de nosotros en nuestra infancia», ese cielo, sin duda alguna, era el cielo de Ferrándiz.



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