Fuente: León XIII, los carlistas y la Monarquía liberal (Tomo II). Máximo Filibero. Páginas 161 – 165.
[CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA SOLLICITUDO ECCLESIARUM DE GREGORIO XVI]
El cuidado de la Iglesia universal que mueve asiduamente a los Romanos Pontífices en virtud de la custodia del pueblo cristiano, que por ordenación divina les ha sido confiada, les impele a que procuren con todas sus fuerzas resolver lo más conveniente en toda la tierra para la recta gestión de las cosas sagradas y para la salvación de las almas. Sin embargo, tal es a veces la condición de los tiempos, y tales vicisitudes y cambios ocurren en el gobierno y condición de los Estados, que con frecuencia se ven imposibilitados de atender pronta y libremente a las necesidades espirituales de los pueblos. Porque su autoridad podría hacerse odiosa, principalmente por aquéllos que juzgan según la humana prudencia, como si los Romanos Pontífices movidos por espíritu de partido juzgasen en algún modo acerca los derechos personales cuando, disputándose muchos la primacía, decreten algo respecto las iglesias de aquellos Estados y especialmente acerca el nombramiento de obispos en trato para eso con los que de hecho ocupan el poder. Esta odiosa y perniciosísima sospecha la han combatido en todos los tiempos los Romanos Pontífices, a quienes interesa poner de manifiesto su falsedad, tanto como interesa la eterna salvación de aquéllos a quienes por esta causa se les negarían o por lo menos se les retardarían más de lo que es justo los auxilios oportunos.
A esto ciertamente se refería nuestro predecesor Clemente V, de feliz memoria, quien en el Concilio general de Viena decretó en una muy saludable Constitución, que si el Romano Pontífice por ciencia cierta, de palabra o por escrito, o en constituciones, nombrase, honrase o de cualquier otra manera tratase a alguno con el título de cualquier dignidad, no se entiende que le reconoce con este hecho en aquella dignidad o que le confiere ningún nuevo derecho.
Testimonio elocuentísimo de esta verdad tenemos en Juan XXII cuando escribió que al dirigirse a Roberto Bruce que ocupaba el trono de Escocia, dándole el título de Rey para estipular un concordato, sabía perfectamente que por semejante título ningún derecho nuevo adquiría, ni el rey de Inglaterra perdía nada en el suyo, según lo prescrito en la Constitución Clementina. Lo cual no sólo lo declaró en dos cartas a dicho Roberto, sino que también en otra carta llena de expresiones de afecto manifestó a Eduardo, rey de Inglaterra, contra quien se había armado la lucha sobre la dominación de Escocia, que no creyese que por haber dado semejante título a su competidor se hubiese acrecentado o disminuido el derecho de éste.
Igual proceder empleó Pío II cuando andaba en litigio el trono de Hungría entre el emperador Federico y Matías, hijo de Juan Huniades. Puesto que respondió que él, según costumbre, llamaba rey a aquél que ocupaba el trono, con cuyo acto, dijo, a nadie juzgaba inferir ningún detrimento.
Y esta regla de conducta que desde los primeros siglos vemos observada por la Santa Sede la ratificó Sixto IV, igualmente predecesor nuestro de feliz memoria, en una constitución que declaró perpetuamente válida e irrefragable, y especialmente confirmó que si alguno fuese reconocido, designado o tratado como rey o constituido en alguna dignidad por los Romanos Pontífices, ya por sí, ya por sus Nuncios, o a sí propio se diere semejante título y, por cualesquiera otros fuere reconocido, llamado o tratado como tal, y si personalmente o por medio de sus representantes fuere colocado o admitido en algún consistorio u otro cualquiera, aún delante del Romano Pontífice, no adquiera por semejantes actos ningún nuevo derecho al reino o a cualquiera otra dignidad, ni se infiera ningún perjuicio a los otros derecho-habientes.
De ahí que en el siglo pasado Clemente XI, Pontífice de inmortal memoria, según la norma prescrita en estas constituciones, no sólo diese el título de rey católico al serenísimo archiduque de Austria, Carlos, sino que advirtió que en lo sucesivo de ninguna manera le negaría el ejercicio de los derechos que le estaban anejos por lo que se refiere a los territorios que ocupaba o pudiera ocupar en adelante, declarando expresamente en un consistorio que aprobaba y renovaba las precitadas constituciones de sus predecesores, de modo que sobre todo quedasen igualmente a salvo los derechos de los que se disputaban la sucesión al trono de España.
Empero, si tal ha sido siempre la costumbre y práctica de la Sede Apostólica, promover en todas partes la recta gestión de las cosas sagradas bajo las indicadas condiciones, sin que de ahí se entendiese sancionada disposición alguna para el conocimiento y discernimiento de los derechos de los gobernantes; ciertamente mucho más debemos procurarlo Nos en medio de tanta movilidad de las cosas públicas y en los frecuentes cambios de las mismas para que no parezca que de alguna manera abandonamos la causa de la Iglesia por humanos respetos.
Por lo cual habiendo oído a la distinguida congregación de nuestros venerables Hermanos los cardenales de la santa Iglesia Romana, con la plenitud de la potestad Apostólica motu proprio y con madura deliberación, siguiendo el ejemplo y adhiriéndonos completamente a lo que en ocasiones semejantes sobre litigio acerca del derecho a algún gobierno hicieron los demás predecesores nuestros Juan XXII, Pío II, Sixto IV y Clemente XI, aprobando y confirmando la precitada Constitución de nuestro predecesor Clemente V, de feliz memoria, de la misma manera la aprobamos y sancionamos de nuevo, declarando igualmente para lo venidero: que si alguno para arreglar asuntos concernientes al régimen espiritual de las iglesias y de los fieles fuese designado u honrado por Nos o por Nuestros sucesores con el título de cualquier dignidad, aunque fuese la dignidad real, con ciencia cierta, de palabra o por escrito en alguna constitución, o por legados o embajadores enviados de una a otra parte o de cualquier otra manera o acto por el que de hecho se reconozca en él semejante dignidad; o si por iguales causas ocurriese estipular o sancionar algún acuerdo con los que por cualquier otro género de gobierno dirigen los negocios públicos, ningún derecho les sea atribuido, adquirido o reconocido por los actos, ordenaciones o convenciones de este género, ni pueda juzgarse inferido perjuicio alguno a los derechos, privilegios o patronatos de los demás ni servir de argumento en daño o cambio de los mismos; cuya condición acerca la incolumidad de los derechos de las partes contendientes, establecemos, decretamos y mandamos que siempre se tenga por entendida en semejantes actos, declarando de nuevo en nombre Nuestro y de los Romanos Pontífices sucesores nuestros, que en semejantes circunstancias de tiempo, lugar o personas sólo se busca lo que pertenece a Cristo, y que únicamente se tiene a la vista como fin de los acuerdos que se tomen lo que más fácilmente conduzca a la felicidad espiritual y eterna de los pueblos.
Declarando que estas letras existan y sean siempre firmes, válidas y eficaces, y que tengan y produzcan sus efectos íntegros y plenarios, y que deban inviolablemente ser observadas por aquéllos a quienes conciernen o concerniesen en lo sucesivo; sin que obsten cualesquiera letras en contrario, aunque sean dignas de expresa, particular e individual mención. Por tanto, a nadie absolutamente sea lícito infringir o con temeraria osadía contravenir esta página de nuestra aprobación, sanción, declaración, denuncia, decreto, mandato y voluntad. Si alguno, empero, presumiere atentar a esto, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo.
Dado en Roma en Santa María la Mayor, en el año de la Encarnación del Señor, de mil ochocientos treinta y uno, a cinco de agosto, año primero de nuestro Pontificado.– B. cardenal Pacca, proto-notario.– Th. cardenal Bernetti.– Vissa de Curia.– D. Testa.– V. Cugnonius.– Lugar del sello.
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