Describe aquí el maestro Azorín, en visita a la basílica de Loyola (Guipúzcoa), a principios del siglo XX, el clásico ambiente y disciplina jesuitico “de toda la vida”.

Fervor y devoción de antaño, apocalípticamente desaparecidos hace bastante más de medio siglo, o aun peor, mutados en burla y mueca satánica de la Orden hacia sí misma y las metas que impulsara San Ignacio:


(
...) En Loyola

… Cruzamos Azpeitia (…) y luego, por una estrecha calleja, salimos otra vez al campo. Allá, en el fondo, sobre el verdor de las montañas, aparece una enorme masa grisácea, trepada por diminutos cuadros de sombra. Es el Monasterio de Loyola. En los días del invierno vasco, cuando el horizonte se enfosque y la lluvia caiga perenne, toda esta mole de sillares grises se tomará negra, tenebrosa, y en todas estas espaciosas estancias y claustros largos, de paredes desnudas, ahora en estío en penumbra, se hará un lóbrego ambiente, cruza do y recruzado por sombras calladas, ligeras, cuyos pasos resonarán sonoramente en las anchas tablas de roble del pavimento...

Entremos en el monasterio. Ante la puerta principal se alza una escalinata que conduce a un pórtico de columnas jónicas; pero hay otra puertecita lateral que es la que nosotros hemos traspuesto. Un patizuelo silencioso y limpio se ha ofrecido a nuestra vista; en el fondo, sobre una puerta, rezan las letras doradas de una lápida negra: «Casa solar de Loyola».

Estamos frente a la casa en que nació el esforzado guerreador místico. Nos acercamos a la puerta, claveteada con agudos y amplios chatones; en una de las hojas pende un blanco cartel con una larga lista manuscrita. J. H. S. — dice ante todo a la cabeza.

Y luego sigue: «Distribución del tiempo durante los santos ejercicios. — «Mañana: cinco y media, levantarse; seis, meditación; siete, misa; siete y media, desayuno, tiempo libre; ocho y media, lectura espiritual; nueve y cuarto, puntas de la meditación; nueve y media, meditación; diez y media, examen, tiempo libre; once y tres cuartos, examen; doce, comida». «Tarde: dos y cuarto, rosario o «Via Crucis»; tres, lectura espiritual; tres y tres cuartos, puntos; cinco, examen, paseo en silencio; seis, preparación para la confesión; seis y tres cuartos, puntos; siete y cuarto, tiempo libre». Y al final, en letras grandes, enérgicas, resaltantes: A. M. D. G.

La casa de San Ignacio ha sido conservada en su exterior, intacta; mas dentro, las estancias, los pasillos, las alcobas, la cocina, todas, todas las piezas se han convertido en oratorios, capillas, altares, sacristías. Grandes lienzos de una pintura infantil cubren las paredes; en los techos resalta el vigamento barroco, tallado, dorado, repleto de rostros, figuras, santos, vírgenes, soles eucarísticos, ángeles, nubes. De trecho en trecho un retablo destaca con su pesadez enorme y recargada; las lámparas titilean mortecinas; veis la figura de un jesuíta callado, recogido, en la penumbra de un rincón, que ora con la cabeza inmóvil sobre el breviario; oís el crujir de una falda o el tintineo de un rosario, y seguis pasando, pasando de una estancia a otra, de uno a otro altar.

Y penetráis en la diminuta alcoba en que el místico torturado sintió el primer Ímpetu de su sino: otro altar, igualmente pesado, igualmente recargado, cubre el paño del fondo. Ya en esta estancia no queda ni un hálito, ni un rezago lejano del hombre aquí nacido. Serán inútiles vuestros esfuerzos imaginativos; no intentéis evocar su figura. Los retablos, las columnas, las pinturas, las lamparillas, los cortinajes, las hórridas vidrieras de colores han traído un ambiente de piedad y de religiosidad femenina, blanduzca y anodina, a este paraje donde habitara un temperamento férreo, indomable, audaz, incontrastable.

Salid de estas capillas y oratorios; entrad en el convento. La piedra gris vuelve a saltaros a los ojos en la grande escalera, chata y maciza, en los largos claustros de bóvedas rechonchas, en los anchos patios de eminentes muros desnudos, en los salones vastos, pavimentados con recias tablas.

Un jesuíta pasa, a intervalos, a lo largo de las paredes, encorvado, juntas las manos. Os asomáis a una ventana y contempláis el vasto panorama de la huerta conventual. Por sus rectos caminos van, vienen las manchas negras de los ejercitantes, que en estos días limpian y sahuman sus conciencias en el retiro...

Y volvéis, después de esta visión rápida, a recorrer los claustros interminables y obscuros, las salas anchas, las escaleras lóbregas. Deteneos un minuto en este patio adornado de un jardincillo: allá, enfrente, una puerta de cristales acaba de abrirse y por ella van surgiendo dos largas filas de novicios, delgados, finos, un poco pálidos, un poco inclinados, con los brazos en cruz, con la vista en el suelo. Un pedazo de cielo gris, plomizo, se columbra en lo alto, encuadrado por los muros altísimos de piedra gris...

La tarde ha ido enfoscándose. Cuando salís veis que una densa neblina vela las cercanas montañas. Los grises sillares de la inmensa edificación se han tornado negruzcos y resaltan formidables sobre el verde obscuro del monte. Va llegando el crepúsculo. El campo está en silencio. Densos y anchos vellones se van partiendo y desgarrando en los castañares. Las aguas del río forman, bajo el ramaje corvo, anchos remansos negros. Una rana hace «croá-croá», y el grito de un boyero re suena en el valle callado: «¡aidá! ¡aidá! ». (...)


Extraído de “Los Pueblos”, obra de J. Martínez Ruiz, "Azorín" (año 1905)