Quito y el Emperador Carlos V. HISTORIA (XLVII) y CUANDO LOS ECUATORIANOS PENSABAN (XIV)
Noviembre 28, 2009 - Una respuesta
Reproducimos a continuación el siguiente texto con ocasión de celebrarse este 6 de Diciembre (2009) los 475 años de fundación hispánica de San Francisco de Quito (la capital más antigua de Sudamérica –con derecho de primogenitura según muchos), cual como Fénix después de su destrucción y arrasamiento, resurgió de la anterior Quito Inca e Imperial basada en la más aun antigua Quitu, en aquella fecha fundacional que rememoramos con emoción y orgullo en estos días:
Quito y elEmperador Carlos V*
Escudo de Quito. Ciudad Imperial, concedido por Carlos V del Sacro Romano-Germánico Imperio "...(mandamos que reconozcan las armas) a los ynfantes nuestros muy caros hijos y hermanos ya perlados Duques, Marqueses, Condes, rricos omes maestres de las Ordenes, priores, comendadores y sub-comedadores, Alcaydes d elos castillos y cassas fuertes y llanas y a los del nuestro consejo d' presidentes y oidores de ntas. Audiencias....etc... y a culesquier omes buenos de todas las ciudades, villas y lugares, destos dichos nuestros rreynos y señorí*os y de las dichas nuestras yndias, yslas y tierra firme, así a los que agora son COMO A LOS QUE SERÁN de aquí* adelante, y a cada uno y a cualquier dellos en sus lugares y Jurisdiciones que sobre ello fueren rrequeridos, que guarden y cumplan la dicha merced que así* hazemos a las dichas armas (de Quito)..." MANDATO IMPERIAL
Por Jorge Salvador Lara**
- “No haré yo el elogio de este excelso monarca. Voces más autorizadas que la mía señalarán la luminosa huella de su paso por el mundo. Heredero de Carlomagno, soberano católico y ecuménico, bien hace el universo en recordarle. Y Quito, a la que él amó particularmente, a la que dio nombre de ciudad, pendón y escudo de armas, obispado y título de lealtad y nobleza, monasterios y dones, bien hace en consagrar -con ocasión del IV centenario de su fallecimiento- una semana entera a su memoria”.
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- “Se ha discutido mucho -dice Pemán, estudiando el significado del imperio del César Carlos si le hubiera sido mejor a España seguir nada más que el camino americano, que le señaló Isabel, o el camino europeo que le señaló Fernando. Pero España no se paró, entonces, a pensar esto. Aceptó las dos herencias, los dos caminos. Abrió, hacia un lado y otro, sus brazos, como quien se crucifica, para salvar a la humanidad. Se abrió como una flor -concluye el poeta gaditano- y el mundo se llenó de su aroma”.
“¡Y es cierto! Porque mientras en El Escorial rezan por su alma los corazones españoles, en San Francisco de Quito se oyen nuestras plegarias de americanos. Y unas y otras se alzan en el mismo alado idioma castellano que conquistó el corazón de Carlos V, tan español, ya para siempre, como quiteño es, hasta ahora, el fecundo trigo que nos legara aquel humilde frayle franciscano, paisano y amigo del Emperador”.
CARLOS V
“Nuestro Señor la muy alta e muy poderosa imperial persona de Vuestra Majestad guarde por muy largos tiempos e le haga Señor del Mundo”
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América y Europa en Quito se fundieron bajo un mismo Imperio
Casi ocho años después de que el iluso y místico y extraordinario Almirante de la Mar Océana descubriera el Nuevo Mundo, se enciende en Gante aquella luz portentosa que llegaría a ser la Sacra, Cesárea, Católica Majestad de Carlos V. La Reina Isabel, acosada ya por las penas, recibe la consoladora nueva: a rompe cinchas de brioso corcel un mensajero le anuncia el nacimiento del hijo primogénito de la Princesa Juana acaecido en Flandes aquel 25 de febrero de 1500. Pero la ilustre soberana no conoció a su nieto, y cuando entregó su excelso espíritu al Creador, recordando al Rey Fernando que le esperaba “en el otro siglo” (1), su pensamiento poderoso e íntegro hasta la hora postrimera, debió depositarse con insistencia en la figura lejana de aquel Príncipe, que crecía en los Países Bajos, lejos de la imperial meseta de Castilla.
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América y Europa en Quito se fundieron bajo un mismo Imperio
Cuando en 1516, a la muerte del Rey Católico llega España a ser heredad de Carlos, ya Vasco Núñez de Balboa había descubierto la Mar del Sur. El nuevo Rey ni siquiera sabía hablar el
castellano: flamenco por nacimiento y por educación, germano por temperamento y por herencia, he aquí que la corona del primer reino unificado de Europa le venía a las sienes. Instruido por hombres eminentes -Florentino Boyers llegaría a ser Papa con el nombre de Adriano VI-, y aconsejado por validos de Flandes, nadie pensaba, cuando desembarcó por vez primera en Asturias, que este adolescente de largos cabellos castaños, de frente cubierta por infantil cerquillo, de prominente mandíbula casi absurda, de ojos de raro mirar y labios carnosos y abultados (2), llegaría a ser el timbre de orgullo de la Península, la nota imperial de su historia, el arco clave de su política futura. Más bien le recibieron como a extraño: sus consejeros le conquistaron antipatías; las necesidades económicas, urgidas por su elección como Emperador de Alemania, le acarrearon resistencias; y el desconocimiento del carácter hispano, de los fueros de sus ciudades, del orgullo y la altivez peninsular -Sagunto, Numancia y Covadonga son hitos de ese modo de ser despertaron la ronca insurgencia popular de las Comunidades. Pero siete años -los de su segunda permanencia en España: 1522-1529 bastaron para afincarle definitivamente en la parda tierra de Castilla; el idioma se le entró muy a lo hondo, conquistándole; el paisaje le iluminó las miradas; y el afecto de sus vasallos le rodeó con el mismo empuje con que antes se rebelara contra él.
Cuando Carlos V murió en Yuste, el día de San Mateo, 21 de setiembre de 1558, vestido del burdo sayal de los Padres Jerónimos, era ya, es cierto, una figura ecuménica -como en su hora, lo fueran Alejandro, Julio César, Carlomagno- pero era más que nunca, español. Español en el hablar, en el pensar, en el sentir; español en la hidalguía, en las ambiciones y en la fe. Un hondo clamor se levantó entonces en el mundo: en Flandes y los Países Bajos, en Alemania, en Cerdeña, en Nápoles y en Sicilia: pero en ninguna parte fue tan señalado el sentimiento como en sus Castillas: la peninsular, la antigua; y la americana, la nueva, nombre que se daba al lejano Reino de Quito y al Perú. O en sus Españas: la europea, vieja como la historia, y la del Nuevo Mundo, México, prometedor y esperanzado.
¡La Nueva España! ¡La Nueva Castilla! Una y otra se habían descubierto y conquistado bajo su reinado. Una y otra le habían provisto de recursos para sus campañas defensivas en Europa. Ambas habían iniciado bajo su nombre el camino de la fe, de la cultura occidental y del progreso. Y en ambas, Moctezuma y Atahualpa, monarcas universales como él, cada uno en su órbita, habían caído ante el coraje -ciego, rapaz, avasallador: era el signo de la época- de sus capitanes, mezcla de centauros, de aventureros y de apóstoles.
La extraordinaria figura de Carlos V es, en nuestra historia inicial, el augusto panorama de fondo. Apenas vuelto a España, en 1522, recibe informes completos de la extraordinaria hazaña de Hernán Cortés. Y, aunque lamenta la pérdida del tesoro de Moctezuma robado por corsarios franceses en alta mar, le nombra, desde Valladolid, “Gobernador e Capitán General de la Nueva España e Provincias della” (3), mediante provisión de 15 de octubre de 1522. De inmediato empieza a poner su preocupación y entusiasmo en aquellas Indias apartadas y misteriosas, que un extraño navegante ofrendara a su ilustre abuela. Y no solamente le agrada que de ellas empiecen a llegarle cuantiosos recursos: se compenetra también con la ambición de la Reina Isabel, expresada en varios codicilos y en su testamento: “atraer a los moradores de las dichas islas e tierra firme a que se conviertan a la nuestra Sancta Fee Cathólica”; “tratar muy bien e amorosamente a los dichos indios, sin que les fagan nengún agravio”; “no consentir ni dar lugar a que los indios vecinos e moradores de las dichas Indias, ganadas e por ganar, reciban enojo alguno en sus personas e bienes, mas sean bien e justamente tractados” (4).
Tal vez hacia 1526 debe haber oído el Emperador, por primera vez, hablar de Pizarro: “Tengo enviada a la Mar del Sur una armada”, (5) le escribe Pedrarias Dávila, Gobernador de Panamá, dándole cuenta de la empresa organizada por aquél, en unión de Luque y Almagro. Y dos años después conocería la primera relación que de aquel importante viaje se hace, escrita por Francisco López de Jerez, y largo tiempo atribuida a Juan de Sámano (6). ¿Cómo y cuándo llegó esta Relación a la Biblioteca Imperial de Viena, en donde actualmente se halla? No lo sabemos, pero seguramente el Emperador la envió a la capital del Archiducado –que había heredado de su padre-, sea para alentar a los vieneses en su lucha contra los turcos -que bajo el mando de Solimán amenazaban a la ciudad, luego de apoderarse de Belgrado-, sea para, en vista de las prometedoras tierras cuyas riquezas se vislumbraban en la Relación, poder negociar algún empréstito. A nuestros ojos, las páginas escritas por Xerez son de incalculable valor histórico: constituyen la primera descripción de las costas ecuatorianas, descubiertas por Bartolomé Ruiz. Se oyen, en ellas, citar por vez inicial los nombres- que hoy nos son tan propios -Atacámez, Coaque, Jama, Caráquez, Charapotó, Salango- y otros muchos que la toponimia no ha conservado. Y i extraña coincidencia!, en la balsa manabita que encontrara el piloto español -según se lee en la Relación- los navegantes aborígenes llevaban ya estos tres colores: “gualda, azul e carmesí”, ¡que hoy constituyen la bandera del Ecuador! (7 y 8).
¡Cómo habrán ido pasando, uno a uno, los episodios descritos en esas páginas, ante los ojos del Emperador, absorto en la lectura! Está en plena juventud: sus 28 años se han, visto ya obligados a la guerra, para defenderse de Francisco, su primo, desilusionado por no haber sido él quien ciñera la corona imperial. En Quiroz, primero, pero sobre todo en Pavía, las fuerzas del monarca español habían vencido a las del Rey francés y éste, llevado preso a España, conoció la generosidad cristiana de su primo y suscribió el Tratado de Madrid. Carlos V era- ya, pese a sus pocos años, un soberano no sólo poderoso sino además prudente, previsor, sagaz. Lejos quedaban los nombres de Chiévres, el valido flamenco, tan odiado de los españoles; y el venerado del Cardenal Cisneros, gran paladín de la catolicidad de España. . Ahora Carlos V decidía por sí mismo y se veía obligado al tejemaneje de la política europea: aliados de ayer eran los enemigos de hoy; la paz de ahora, pretexto de sus adversarios para las guerras de mañana; unas veces le apoyaba el Pontífice y otras estaba contra él. Con tanta preocupación, ¿no era, pues comprensible el interés que ponía, en las alucinantes noticias de las Indias?
Para la angustia que le causó la triste nueva del saqueo de Roma (Nota editorial: ?), donde muriera asaltando las murallas de la Ciudad Eterna el Condestable de Borbón, debieron servir de consuelo las cartas que le llegaban desde Panamá: ese mismo Pizarro y aquel mismo Bartolomé Ruiz habían descubierto nuevas tierras al Sur de Salango, hasta donde habían llegado la primera vez: una isla, llamada Puná y un pueblo, de nombre Túmbez, anunciaban prometedoras conquistas; corrían rumores sobre un fabuloso imperio y un monarca todopoderoso, pero la empresa era difícil. Pizarro había quedado, con trece compañeros fieles, en una isla inhóspita. Pedrarias, que apoyó la exploración al comienzo, ahora la denunciaba. ¿Sería cierto que habla una mina de esmeraldas en tan remotos lugares? Se hablaba, además, de oro y plata en abundancia. De joyas riquísimas. De canela y especierías.
¿Pero de qué servía todo eso, así fuese cierto, si sus tropas, las de un príncipe católico, habían vulnerado los reductos del Papa? ¿No era aquel un escándalo sin precedentes? Contrito, escribió a Clemente VII, excusándose. Mas Francisco I seguía con sus ataques y sus argucias. ¡Cuántos recursos malgastados en defenderse de él! ¡Y cuántas energías! El francés, de una parte; el turco, de otra. ¡Qué de problemas para el Emperador, que aún no había sido solemnemente coronado!
Mas, de pronto, he aquí que aquel remoto y ya legendario Francisco Pizarro golpeaba los enclavados portones- del Palacio Real. Venía aureolado de fama, por un lado; de oprobio, por otro: que siempre van juntos, en torno a los grandes, los que adulan y los que envidian. Y traía unos extraños animales, nombrados “llamas”, y adornos de oro y plata, y exóticos tejidos de lana, y dos indios diferentes de los hasta entonces vistos, y una sugestiva “carta de marear”, dibujada por Bartolomé Ruiz, y un compañero tan estrafalario como él, cretense de nacimiento, llamado Pedro de Gandía, que aseguraba haber doblegado animales feroces, en aquella ignorada misteriosa tierra, con el solo nombre de la Santa Cruz.
La entrevista realizóse en Toledo, la ciudad imperial. Ya están frente a frente el Emperador y el caudillo. Pizarro se halla librando los últimos combates entre la madurez y la ancianidad: se encuentra al borde de los 60 años, tal vez los ha cumplido ya, nadie lo sabe; la luenga barba es blanquinegra: mil aventuras y percances la han poblado de canas; magro el rostro, como que ha pasado muchas hambres; alto y enteco, más bien desgarbado de que atlético; los desiertos, las selvas, el esguazar de los ríos, el sortear ignotas encrucijadas y el vencer cien peligros le han dado esa figura, que no se sabe si es de monje o de guerrero. Carlos V, en cambio, bajo el imperial dosel, acompañado de su madre, la Reina Juana -siempre absorta, como si estuviese navegando mares ultraterrenos- simboliza la juvenil gallardía: apenas tiene 29.años; aún no se deja crecer la barba, que años más tarde inmortalizaría el Tiziano; entreabierta la boca, como era su costumbre, tan criticada, aún en, su presencia por los burlones castellanos; aguzada la imperial nariz; algo lejanos los ojos, como si estuviese avizorando los desenlaces del futuro; la leonada melena encuadrándole el rostro; y el áureo toisón ciñéndole el cuello. Todo en él es majestuoso: no hay duda: ¡es el César! (9). Ya cuenta Pizarro sus aventuras; ya hace sus peticiones; ya recibe la aprobación del Rey; ¡está asegurada su conquista! Y la mística Reina Juana, que al diario mezcla sus plegarias, sus lágrimas y sus alucinaciones, he aquí que de pronto está animadamente interrogando a Candía, ¡entusiasmada con los milagros de la Cruz! Hacia marzo de 1529 sale el Emperador de Toledo, pasa la Semana Santa en Montserrat, pidiendo auxilios a la Virgen para enfrentar con eficacia la herejía de Lutero, que empieza a extenderse, y en agosto parte para Italia, donde Clemente VII había de ceñirle la corona imperial.
Poco antes, con fecha 26 de julio, la Reina suscribe en Toledo las capitulaciones con Pizarro, dándole licencia para que prosiga la conquista, concediéndole títulos y privilegios, premiando -aunque en muy menor grado- a quienes le acompañasen, inclusive Almagro, Luque y Bartolomé Ruiz, nuestro descubridor, elevado a Piloto Mayor de la Mar del Sur (10). Ya con el documento en el bolsillo, y con 300.000 maravedíes que le dio como apoyo la Corona, vuelve -el conquistador a la América, donde le esperan las hazañas, la gloria, la fortuna y también la muerte a mano armada, porque -como dice Carlos Pereyra- “Pizarro acaparó todo para sí”, en menoscabo de los otros socios de la empresa (11).
El 16 de noviembre de 1532 -año en que Carlos V firma la paz de Nüremberg, statu-quo con los príncipes protestantes, para poder enfrentar a Solimán, y sus ejércitos que asediaban Viena- tiene lugar el drama de Cajamarca, en el que Atahualpa -la máxima figura de nuestra historia aborigen pierde la libertad y Pizarro asegura la conquista del Incario. El monarca quiteño, vencedor de su hermano Huáscar en larga y crudelísima guerra, acepta la invitación del caudillo de Extremadura, aposentado de su orden en Cajamarca. Lleno del boato propio de la dinastía del sol, aquel en quien se habían fundido las estirpes de los Incas del Cuzco y de los Shiris de Quito, entra en la plaza de la ciudad, sobre sus andas de oro, cargado por sus fieles guerreros quiteños. El diálogo con el Padre Valverde, capellán de Pizarro, es harto conocido, y la lejana figura de Carlos V ocupa en él destacado lugar: el dominico explicó al Inca que era sacerdote del verdadero Dios, que había muerto para salvar a los hombres; que quería enseñarle la Religión Cristiana, para lo cual había venido, enviado por el más poderoso monarca del universo, a quien el Pontífice había cedido todos los derechos sobre aquellas tierras. (12)
-¡Quien tal hace -habríale respondido Atahualpa, aludiendo al Papa-; ha regalado lo que no es suyo! (13)
Un escritor ecuatoriano ha reconstruido, en mérito de los varios Cronistas de Indias que se refieren al asunto, la gallarda respuesta del Inca:
-”Yo soy el primero de los reyes del mundo, y a ninguno debo acatamiento” había dicho, añadiendo para referirse, a Carlos V: “Tu rey debe ser grande, porque ha enviado criados suyos hasta aquí”… Y en relación a la prédica religiosa: “Yo no adoro a un Dios muerto. Mi Dios, el Sol, vive y hace vivir a los hombres, los animales y las plantas. Si él muriera, todos moriríamos con él, así como cuando él duerme, todos dormimos también…” (14).
Bien sabéis cómo culminó aquel día y los trágicos episodios subsiguientes: preso Atahualpa, ofrecido y reunido el fabuloso rescate, el monarca quiteño fue condenado a la pena capital -en ausencia de Hernando de Soto, el generoso centauro con quien hiciera tan grande amistad- y murió agarrotado -el infausto día 29 de agosto de 1.533 (Nota editorial: la fecha real de la muerte de Atahualpa es muy discutida). ” iChaupi punchapi tutayaca!”, fue el desconsolado grito que se extendió entonces por todo el Tahuantinsuyo: “¡Anocheció en la mitad del día!”. “Chaupi punchapi tutayaca”, lloran, desde aquel año, cada 29 de agosto, todos los indios que habitan la Sierra del Ecuador. ¡Y conforme pasan los tiempos, más grande, más gallarda, más quiteña y más imperiosa se nos aparece la figura del sacrificado Inca!
Verificada la partición del rescate, Pedro Sancho levantó el acta minuciosa de los valores en plata y oro que correspondieron a cada uno de los blancos testigos de la tragedia de Cajamarca (15). Prescott hizo el cálculo del tesoro: 1′326.539 pesos de oro; y Pereyra, por los años 30 de este siglo (siglo XX), redujo la cifra a dólares: 1′500.000, que en sucres vendrían a ser, aproximadamente, 250 millones. ¡Pensad en lo que eso significaría ahora, y reflexionad en que tal vez habría que duplicar la cifra! (16).
De ella, -la quinta parte, de acuerdo con la legislación vigente, correspondió a Carlos V (Nota editorial: El judío Diego de Almagro para evitar pagar este “quinto real”, maquino la muerte de Atahualpa y estafó de hecho a la Corona Hispánica, pues el tesoro real nunca fue tasado por ningún otro español). Se hizo -el escrupuloso de las piezas de oro y plata que se remitirían al Emperador, y Hernando Pizarro fue el depositario de esta fortuna que, a la época, ¡sumaba 153.000 pesos de oro y 5.048 marcos de plata! (17).
“No está por demás enumerar las piezas -dice Pereyra-: Había 38 vasijas de oro y 48 de plata, entre las que llamaron mucho la atención dos enormes ollas, una de oro y otra de plata, “que en cada una cabrá una vaca despedazada”. Una de las vasijas de plata tenía forma de águila, y en su cuerpo cabían dos cántaros de agua. Había un ídolo de oro del tamaño de un niño de cuatro años y dos costales del mismo metal con capacidad de dos fanegas cada uno. La muchedumbre se agolpó en el muelle -termina el historiador mexicano- para ver la descarga del tesoro, que fue llevado, en carretas de bueyes, a la Casa de Contratación” (18).
Ese día era el 9 de enero de 1.534. El puerto, Sevilla. Y la nave, la “Santa María del Campo”.
¿Qué hizo el Emperador con el rico botín que le tocó de la empresa de Pizarro? No es difícil la respuesta: Carlos V, para entonces, se hallaba en la fase más avanzada de la lucha contra los turcos. Detenidos éstos en Viena, un año más tarde en 1535 ya puede organizar el Emperador la formidable armada que captura Túnez, y da libertad a 20.000 cristianos. A poco de lo cual, vuelve a encenderse la guerra con Francisco I, sorprendido en turbios convenios con Barbarroja, el pirático almirante de Solimán. Las luchas defensivas contra Francia y el Imperio Otomano y las campañas para contener el desborde protestante agotaron los recursos de España: los propios y los que de Indias le venían. La península, en vez de enriquecerse con los tesoros de América, se empobreció aún más y sólo sirvió de canal de paso al oro y a la plata sacados de las conquistas, pues ¡todo fue a parar a los prestamistas usurarios y a los traficantes y mercaderes! de las guerras, i ¡que no se hallaban, por cierto, en España! (19).
Uno de los capitanes de Pizarro, que recibió no menguada parte del botín cajamarquino, tenía sin -embargo una pupila aún más zahorí que la de su jefe: se llamaba Sebastián de Benalcázar, y soñaba secretamente ser el condotiero de sus propias mesnadas. El había observado mejor que ninguno la prometedora realidad: Atahualpa era el conquistador del Perú, el vengador de su ecuatorial estirpe: los cuzqueños le odiaban: el centro de su poder se hallaba al Norte, en Quito. Los españoles fueron recibidos más bien con júbilo en el Perú, casi como libertadores (20). Y el Cuzco, cuyas riquezas debían haberse volcado para rescatar a Atahualpa, fue hallado intacto por los españoles, que añadieron en esa ciudad un nuevo botín al que ya tenían acumulado. El origen del cuantioso rescate del monarca era por tanto otro: ¡debía hallarse al Norte! En la tierra nativa del malogrado monarca: en la patria de donde eran originarios todos los generales que se empeñaron en salvarle, los únicos que quisieron salvarle: Quizquiz, Shiricuchima (Calicuchima) y Rumiñahui (21). Y porque Quito estaba al Norte, al Norte se lanzó Benalcázar, desde San Miguel de Piura, deseoso de conquistar su propia Gobernación.
Sólo una sombra le amenazaba: la noticia del viaje de don Pedro de Alvarado, noble conquistador de legendaria fama, bien habida en Cuba y México, quien había firmado Capitulaciones con el Rey, hacia 1532, para “descubrir, e conquistar, e poblar cualesquier Isla que hay en el Mar del Sur de la Nueva España, questán en su parage; e todas las que halláredes hacia el Poniente dellas, no siendo en el parage de las tierras en que hoy hay proveída Gobernadores” (22). Benalcázar ignoraba la existencia de esta autorización, y el 11 de Noviembre de 1533, desde San Miguel, se dirige al Emperador denunciando la venida de Alvarado, “Nuestro Señor la muy alta e muy poderosa imperial persona de Vuestra Majestad guarde por muy largos tiempos e le haga Señor del Mundo”, termina diciendo en su -epístola el futuro fundador d de Quito (23) y se lanza incontenible al Norte, a ganar de mano al famoso héroe de la Noche Triste, quien por su parte se había también dirigido al Emperador, primero el 25 de abril de 1533, desde el Golfo de Fonseca, y luego el 18 de enero de 1534, para anunciarle su viaje (24).
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