Un santo de la Contrarreforma


Santo Toribio nació en 1538, en Mayorga, España, de una noble familia. Desde la infancia reveló gusto por la virtud y un extremo horror al pecado, al lado de una gran devoción a la Santísima Virgen. Cada día recitaba su Oficio y el Rosario, y los sábados ayunaba en su honor.

Con inclinación para los estudios, los hizo en Valladolid y Salamanca. SMC el Rey Don Felipe II pudo conocerlo, y notándole las cualidades, lo nombró primer Magistrado de Granada y Presidente del Tribunal de la Inquisición de esa ciudad, cargo que ejerció de forma excepcional durante cinco años. Habiendo vacado la sede episcopado en la ciudad de “Los Reyes” Lima, en el Reyno de Perú, el soberano lo llamó para el cargo. Asumió su puesto a los 43 años de edad.

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Su diócesis era inmensa y las costumbres de los súbditos e incluso del clero, dejaban mucho que desear.
Los nativos, a su vez, estaban abandonados o eran perseguidos. Santo Toribio no se dejó desanimar. Resolvió aplicar las decisiones del Concilio de Trento para reformar la región.

Dotado de excepcional prudencia y celo activo y vigoroso, comenzó por la reforma del clero, tornándose inflexible con cualquier escándalo que de allí viniese. Se tornó el azote de los pecadores públicos y el protector de los oprimidos. Fue duramente perseguido por ello.

Como algunos cristianos diesen a la ley de Dios una interpretación que favorecía las inclinaciones desarregladas de la naturaleza, les mostró que Cristo era la Verdad y no una costumbre, y que en su Tribunal todos nuestros actos serían pesados, no por la falsa balanza del mundo, mas por la balanza del Santuario.
Consiguió nuestro santo lo que quería, y se volvió a la práctica de las máximas evangélicas con enorme fervor, principalmente con la llegada del virtuoso Virrey Don Francisco Álvarez de Toledo, el 30 de Noviembre de 1569.

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“Infatigable por la salvación de la menor de las almas de su rebaño, no ahorraba ningún trabajo. Protegió a los nativos, llegando a aprender, en edad avanzada, varios de sus dialectos para poder enseñarles el catecismo (Muchic, Quechua, Aymará, Etc.). Toda esa actividad era iluminada por intensa piedad: Misa, larga meditación diaria, largas horas de oración y severas penitencias. Su oración era continua, pues la gloria de Dios era el fin de todas sus palabras y acciones.
Santo Toribio cayó enfermo en Zaña, ciudad norteña distante de Lima. Previó su muerte, y distribuyó sus bienes a sus criados y a los pobres. Repitiendo sin cesar las palabras de San Pablo, “Deseo ser libertado de los lazos de mi cuerpo para unirme a Cristo”, murió diciendo con el Profeta: “Señor, en tus manos entrego mi espíritu”. Era el 23 de marzo de 1.606 cuando expiró el gran apóstol del Perú”.

Es una tan bonita biografía que casi no provoca comentarla.

En todo caso, vamos a considerar algunos aspectos. El primero de ellos, naturalmente, es la excepcional devoción de Santo Toribio a la Santísima Virgen. Todos nosotros sabemos bien que sin devoción a Ella no hay santidad y que la santidad está, de algún modo, en la medida de la devoción a Nuestra Señora.
Pero después, pasemos un poco para la consideración de cosas del tiempo.
Este hombre tan piadoso es “notado” por SMC el Rey Don Felipe II; y tan pronto el Rey lo nota, lo convoca para el poder judicial.
Imaginen ustedes que alguien les contase una cosa así: “El presidente X, de tal país, estuvo en tal lugar, y oyó hablar de un hombre muy religioso, que ayunaba, que todos los sábados hacía tal penitencia así, rezaba el Oficio Parvo [de la Santísima Virgen]. Cuando el presidente oyó hablar de él, exclamó: « ¡Oh, aquí está el magistrado que busco!»”. ¿Ustedes lo creerían?

Si eso fuese publicado nadie lo creería, porque todo el mundo sabe que ningún jefe de Estado contemporáneo selecciona los hombres verdaderamente piadosos, verdaderamente religiosos.

Ahora, ¡maravilla de las maravillas! Él [SMC el Rey Don Felipe II] encontró un hombre piadoso, pero que no era para nada blando, sentimental, de cuello torcido... El Rey Don Felipe II, que era bien lo contrario de ese sentimentalismo —cualidad que no le puede ser negada en ningún caso—, viendo ese hombre tan bueno, lo llamó para el ramo especial de la judicatura, que era la Inquisición “contra la perfidia de los herejes” que se hacían pasar por católicos. Y he aquí entonces a nuestro hombre transformado en perseguidor de los herejes. Y este hombre sale de las sombras, del santuario, de las dulzuras de su piedad, para ser el azote de los herejes, y ejerce tan bien su cargo que es nombrado después obispo del Reyno de Perú.

Ustedes están viendo cómo esto significa, al fin de cuentas, toda una atmósfera, toda una época en que la virtud era procurada, era galardonada, era considerada como un instrumento para la buena marcha del gobierno de un reino. Y ustedes ven el acierto de SMC el Rey Don Felipe II mandando para el Perú a un hombre de estos.
Es decir, comprendiendo muy bien toda la corrupción a que estaba sujeta una nación del Imperio Español, con la permanencia de la élite en España, o en Portugal, y la venida de la “borra” para el Reyno de Indias. Entonces, su preocupación fue tomar un hombre eminente de esos para implantar el Reino de Cristo en el Perú; para consolidar los fundamentos del Reino de Cristo en el Perú. Ustedes, entonces, pueden percibir mejor cómo había verdadero celo de parte de SMC el Rey Don Felipe II en la propagación de la fe.

Hay por ahí unos agitadores que dicen que España y Portugal, cuando hicieron el descubrimiento, sólo se interesaban por dinero. ¿Qué ganaba en términos monetarios SMC el Rey Don Felipe II en implantar, en mandar a un hombre de ese valor para el Perú, para hacer reformas de carácter espiritual? ¡Nada Material!
Ese hombre comienza a actuar, ese hombre se transforma allí en el azote del mal, porque él es un santo auténtico, que sabe azotar. Él se transforma en el azote de los malos sacerdotes, reforma el clero, etc., pero su acción es prestigiada por otro hombre de altas virtudes, que SMC el Rey Don Felipe II manda para el cargo de Virrey del Perú y que es Don Francisco Álvarez de Toledo Conde de Oropesa y Conde de Lemos.

Ustedes están viendo un Rey al que Santa Teresa llamaba “nuestro gran Rey”, “nuestro santo Rey Felipe”. Están viendo un santo obispo Inquisidor, un santo Virrey. ¿Quién es que oye hablar de cosas de esas en los días de hoy?

¡Cómo hemos bajado! ¡Cómo caímos! ¡Cómo hemos llegado a un estado de cosas tan tremendo, que nuestra tentación es hasta de considerarlo natural! A veces se habla nativos de ciertos campesinos degradados que viven en la Amazonia, que son tan decadentes que hasta encuentran natural la vida que llevan. Nosotros, los hombres del siglo XXI, espiritualmente somos así. Estamos en una tal decadencia, que nos parece natural que haya ciertos entes de pesadilla por ahí, gobernado, mandando, hablando, dirigiendo, etc. No comprendemos el fondo del abismo en que estamos, porque lo normal es eso: normal es que un obispo sea un Santo Toribio de Mogrovejo, y no que sea (...) ¡Eso es lo normal! Normal es que el poder político esté entregado a un rey o a un virrey virtuoso; no a ciertos hombres que nosotros vemos por ahí.
Pero nosotros hasta ya perdimos la noción de normalidad: los padrones de normalidad se arruinaron.

Entonces, ¿qué debemos pedirle a Santo Toribio de Mogrovejo?

Debemos pedirle que nos obtenga la gracia de luchar activamente para que cese este estado de impiedad en que la normalidad parece un cuento de hadas; parece un cuento chino, y es ese horror que se ve por ahí lo que parece “normalidad”.

Es la derrota del “orden” revolucionario de cosas actual y el triunfo de la Contra-Revolución, lo que debemos pedir a ese Santo inquisidor, que hubiera luchado por la Contra-Revolución, y que tanto luchara como inquisidor por la Contra-Revolución. De lo alto de los cielos, ciertamente, él oirá con benignidad y con alegría nuestra súplica.


Saludos en Xto Rex et Maria Regina

Pro Deo Patria et Rex
No se ama lo que no se conoce