Las imágenes de la Contrarreforma

A veces se ha preguntado si el concilio de Trento influyó en el despliegue del arte barroco. Creemos que sí, porque los acontecimientos de 1600 fueron algo más que un Año Santo para la Iglesia.

La corriente renacentista, salvado el paréntesis del manierismo, se manifiesta en la nueva vitalidad del gran estilo barroco. La fe ardiente que se vive, como reacción a la crisis reformista, será fuente de inspiración para los artistas de la Contrarreforma.
A veces se ha preguntado si el concilio de Trento influyó en el despliegue del arte barroco. Creemos que sí, porque los acontecimientos de 1600 fueron algo más que un Año Santo para la Iglesia. Roma, que parecía haber perdido la influencia sobre sus fieles en Europa, se recupera después de conseguir la contención del protestantismo. La afluencia de peregrinos a la Ciudad Eterna podía confirmar que la cristiandad no se le había ido de las manos al Papa, por lo menos, tanto como en un principio se había creído.
En este optimismo religioso, el estilo barroco, respaldado por las reformas tridentinas, despliega su exaltación en el arte: en las construcciones arquitectónicas, en la escultura, en la pintura, en las composiciones musicales y en las demás artes suntuarias. Junto a la palabra de los oradores, las imágenes fueron el instrumento más utilizado por la Iglesia para la difusión de los dogmas y de las ideas tradicionales.
Frente al puritanismo protestante, el barroco se define como un arte eminentemente católico que, como reacción a la rigidez protestante, fomenta el ornamento de los templos y los mecanismos efectistas de las imágenes y retablos. La creatividad del nuevo arte es, en parte, un retorno al ideal clásico del renacimiento y, en parte, continuación de la línea marcadamente religiosa del manierismo. Del primero recoge el gusto por el equilibrio y la simetría, y del segundo recibe el sentido trascendente de la espiritualidad cristiana. La abundancia decorativa del barroco más que una perversión del gusto, fue una idea de lucha de los católicos contra la campaña iconoclasta de los reformistas protestantes.
En cuanto a las imágenes de culto, Stéfano Maderno y Pietro Bernini, desde un manierismo avanzado, dieron el paso hacia la escultura barroca en Italia. Pero su representante más significativo es Gian Lorenzo Bernini, hijo del anterior, cuya influencia se dejó sentir en los demás escultores contemporáneos. Las imágenes de santa Bibiana en la iglesia de su nombre, o de S. Longino en el crucero de la basílica de S. Pedro, pero, sobre todo, la célebre Transverberación de Sta. Teresa, señalan el camino de la exaltación y de la intensidad contemplativa. La armonía de la expresión corporal con el movimiento de las telas revela el dinamismo de la gracia en el éxtasis del amor divino. Al final de su vida, Bernini vuelve a tratar el tema del éxtasis místico en la representación de la Beata Albertoni; esta vez de forma más sencilla, pero no con menor intensidad.
A partir de estas influencias iconográficas, la ideología militante de la Reforma Católica o Contrarreforma proporciona, con el énfasis solemne de la liturgia, la vitalidad incontenible de las imágenes. Los grandes artistas barrocos, llevados de la vehemencia expresiva, representan santos robustos y enérgicos, ricas indumentarias de paños movidos y angulosos, y gestos ardientes rebosando la fuerza del fervor religioso. Por antagonismo, «los protestantes acusan al catolicismo de haber hecho del arte un instrumento no de la gloria de Dios, sino de su propia gloria, poniéndolo al servicio de ambiciones apologéticas» (Plazaola).
Uno de los factores que más influye en la exaltación popular del culto iconográfico es el protagonismo que adquiere el retablo barroco como marco de las funciones religiosas. En su evolución, el retablo termina integrando la arquitectura, la escultura y la pintura. A medida que avanza el barroco, el retablo alcanza proporciones monumentales. Y, en contra de toda consideración litúrgica, se produce una inversión funcional: el altar, hasta ahora centro de las celebraciones, se convierte, prácticamente, en un elemento incorporado al retablo.
La sensibilidad artística, en combinación con la liturgia eucarística de la Contrarreforma, encuentra en el retablo del altar mayor el lugar idóneo para el manifestador de las exposiciones solemnes y para la reserva del santísimo en el sagrario. En torno a estos elementos, se distribuyen armónicamente columnas, hornacinas, marcos e imágenes. El retablo es como «una ventana, a través de la cual el mundo divino se acerca a nosotros. Se descorre el velo de la temporalidad y podemos echar un vistazo al interior del mundo divino. Este arte quiere volver a introducirnos en la liturgia celestial, hasta el punto que, aún hoy, podemos percibir en las iglesias barrocas esa única y fortísima tonalidad de alegría, como un aleluya que se ha convertido en imagen» (Benedicto XVI).
El gran espectáculo barroco despliega las celebraciones litúrgicas bajo las bóvedas cubiertas de nubes, ángeles y santos impulsados por una fuerza sobrehumana. Las imágenes de culto se muestran a la devoción popular en la profusa ornamentación de los retablos. El marco ornamental, en sintonía con la música de Schütz, de Haendel, de Bach, o de Mozart, nos hacen experimentar el misterio de la belleza infinita: la celebración sacramental como un espectáculo de la liturgia celeste.
En nuestra península, el mismo espíritu de la Contrarreforma impulsa la floración de las imágenes del barroco español. Imágenes sagradas de aire noble, solemne y majestuoso. Los encargos preferentes son las imágenes procesionales de madera policromada. Para ello, los grandes escultores solicitan la colaboración de pintores, porque la pintura es como el alma que da vida a las imágenes. La técnica que reproduce las estofas o telas y la imitación de las carnes al descubierto consigue ese realismo casi connatural en la iconografía española. En la mayoría de los casos, comenta Echevarría, «hemos de hablar, con más propiedad, de una adición de dos artes: escultura y pintura; ya que solían ser procesos técnicos separados en el tiempo, ejecutados por distintos autores y tasados de forma independiente».
Los clientes habituales de los talleres son los responsables de las instituciones religiosas. Los artistas crean círculos de influencia barroca en Valladolid donde florece de nuevo el realismo de la escuela castellana con Gregorio Fernández. En Sevilla la elegancia de Juan Bautista Vázquez prepara el tránsito al dinamismo de Juan Martínez Montañés, fiel seguidor de las directrices de la Contrarreforma. Granada está representada por Alonso Cano (superada la etapa de Sevilla y Madrid), y Pedro de Mena que, después del aprendizaje en el taller de su padre, se hizo discípulo de Alonso Cano. Y en Murcia sobresale el gran escultor, de ascendencia napolitana, Francisco Salzillo que armoniza un estilo ferviente, afectivo y popular.
En Madrid se dan cita los imagineros famosos atraídos por la amplia clientela de la capital. Los catalanes Antonio de Riera, y los Churriguera, constituyen la mejor aportación catalana al arte del centro de la península. Junto a estas aportaciones de primera fila, en las poblaciones más alejadas de las grandes capitales, se siguen realizando obras de tendencia realista, más acordes con la devoción efectista de los fieles.
Los grabados, vidas de santos, y tratados de piedad sirvieron de inspiración para los artistas. El santoral se vio ampliado en breve espacio de tiempo con las canonizaciones de S. Ignacio, Sta. Tersa, S. Francisco Javier, S. Isidro Labrador, S. Francisco de Borja, etc.. Se continúa la promoción el culto a la Inmaculada Concepción, representada según el esquema del Apocalipsis (12,1), y otras advocaciones de la Virgen. Se generalizan también las imágenes de la Sagrada Familia y la de S. José como educador del Niño.
Se acrecientan los temas de la Pasión cuyo realismo nos revela ahora que el sufrimiento humano forma parte del misterio de Dios. Los Cristos crucificados y yacentes o con los brazos articulados para el Descendimiento, nos muestran al Hijo de Dios, ante el dramatismo de la muerte, plenamente identificado con su destino redentor. El contrapunto a las imágenes del Nazareno y del Crucificado es la Virgen en forma de Dolorosa. Nazarenos y Dolorosas que representan a la Madre de Dios como Corredentora unida a la pasión de su Hijo, pueblan los ámbitos de la Semana Santa española.
En la celebración de las solemnes festividades religiosas, la predicación, convertida en verdadera pieza oratoria y la polifonía de la música sacra, se une al lenguaje de las imágenes impulsando la piedad, el arrebato y el fervor apasionado. Los fieles que, integrados en este clima de piedad popular, viven estas experiencias iconográficas, se sienten rebasados en sus posibilidades meramente psicológicas. Porque «la imagen nos da acceso a la realidad del mundo espiritual» (Juan Pablo II).
Es verdad que la nueva visión de las imágenes no nos introduce en el ámbito de lo sagrado en sentido estricto. Sin embargo, en cuanto arte religioso, no cesa de recibir su impulso de la Palabra revelada que nos descubre las claves espirituales del misterio del hombre. Por eso, a pesar de su ambigüedad, las imágenes de devoción nos predisponen a la piedad y a la participación en los «oficios litúrgicos» donde se celebra el gran misterio de nuestra fe.



Jesús Casás Otero, sacerdote