EL ECUADOR, ENTRE MONTES

¿Y este Ecuador? ¿Qué pasó con este Ecuador? “Pequeño y bravo, armonioso y nobilísimo, recoleto y gentil. El Ecuador, ese rincón del mundo erizado de montes y poblado por la cortesía, acoge al cronista, vagabundo de todas las buenas intenciones, con los brazos de la amistad abiertos de par en par, como un balcón alegre y caritativo. Y el cronista, volando, a la vera y más bajo que los montes, por el camino de Quito, la ciudad que siente el pudor de todas su bellezas, piensa -va pensando- en sus amigos de tierra firme, en sus amigos del alto monte, del alto espíritu, del mirar alto. El Ecuador -las geografías lo cuentan- es un país puesto por Dios en la tierra para sobrecoger al pusilánime, espantar al débil y servir de ejemplo a quienes de firmes ejemplarios hayan menester. Sería preconizar que, en la formación de las almas fuertes, para redondear y cerrar su formación, se diesen un garbeíllo por estas trochas, por esta naturaleza en la lucha con la Naturaleza misma, por estos riscos inverosímiles y bravos, estos páramos heladores, estos ríos que se comen, fieramente, el duro monte de piedra. Porque el Ecuador, ese milagro de la voluntad, existe más allá de las montañas negras y de sus poéticos penachos de blanda nube, y existe, ¿quién pudiera dudarlo?, para algo tan trascendente como para servir de modelo a todos los hombres de buena voluntad, aquellos para quienes se hizo la paz en la tierra. Pisar el suelo del Ecuador, después de haber volado el cielo ecuatoriano es una rara sensación que conduce a sentirse -el cronista no sabría decirlo con claridad mayor- más bueno y desapegado del bajo mundo de los afanes turbios, más noble y caballero, más valeroso y rendido. Y en el suelo del Ecuador, sonrientes, enteros, los amigos de Quito, los amigos a quienes un pajarito indiscreto avisó de la arribada del cronista, visten su seriedad de gala para saludar, como hermanos que encuentran al hermano, al hombre que desciende -como un sonámbulo, también como un novio- por la afanosa escalerilla que lo devuelve a la rugosa corteza del mundo. Por el camino del aeropuerto, unos dulces indios sosegados arrean al burro manso que les ayuda, con su fiel tropecillo, a laborar. Tres niños de ponchito y trenza juegan al escondite con un can de lanas de color canela, alzada no muy cumplida y cariñoso mirar. Si el cronista no temiera espantar a los niños que jugaban, con una inmensa seriedad, al borde del camino, se hubiera sentado en la cuneta, con un pitillo en la boca y una inmensa paz en los ojos, a verlos, cautelosamente, hacer. Pero el cronista sabe ya por experiencia propia que los niños, como las avecicas del monte, no gustan de la compañía del hombre y huyen, recelosos y saltarines igual que jóvenes cervatillos, cuando el hombre -aunque sea, como el cronista, un hombre inofensivo y sosegado- se detiene a verlos trajinar. Es saludable prueba acercarse al Ecuador, aunque sea volando, para sumergirse en sus beneficiosas aguas, para respirar su aire antiguo e impalpable como las virtuosas suertes del heroísmo. Al cronista se lo habían dicho; pero el cronista, que llevaba ya oídas muchas mentiras en su vida, prefirió saberlo, como santo Tomás, por sus propios y errabundos medios: esas antenas de raro y zanquilargo insecto que, por ahora, no han osado engañarle jamás. La lección del Ecuador, amén de otras ventajas, tienes la cómoda ventaja de que se aprende, como las virtudes que brotan en lo más íntimos corazones, sin necesidad de estudiar. La lección del Ecuador es algo que, como la lluvia del cielo, se regala a quien se pone debajo, se brinda a quien se coloca a tiro. El Ecuador, celoso -y hace bien- de tantas y tantas otras cosas, es dadivoso con su enseñanza, como si se supiera depositario de un alto deber. Y el cronista, al aprender los primeros compases de la solfa del Ecuador, pronto adivinó, allá en el remoto trasfondo de su memoria, que un baño de bendición estaba empezando a caer, galanamente, sobre su espíritu. ¿Verdad, Pepe Martínez Cobo, que es así? ¿Verdad, Pepe Rumazo, que no miento? ¿Verdad, Víctor Chiriboga, que estoy diciendo la verdad? ¿Verdad, Nicolás Delgado, tú que tanta horas ecuatorianas te hiciste a mi vera, que soy incapaz -¡válgame Dios! – de decir una cosa por otra? El cronista, al llegar al Ecuador, al pisar el suelo del Ecuador, cerró los ojos, quizá para ver mejor, y empezó a andar en silencio, por sus largos caminos, aquellos caminos de a la mitad del mundo, que llevan, para arriba y para abajo, hasta los mismos confines del mundo. Y en un papel que le prestaron por estos caminos, el cronista, procurando hacer buena letra, fue apuntando, poquito a poco, todo lo que por los caminos vio. Que pudiera ser que no haya sido mucho. Pero que nadie ha de dudar que fue mirado con los más honestos ojos. Aquellos mismo ojos que, en muchos sitios, no valen para nada; en muchos sitos entre los que, de cierto, no está El Ecuador, mi Ecuador.”

-Camilo José Cela, LA RUEDA DE LOS OCIOS, 1957.

coterraneus - el blog de Francisco Núñez del Arco