Cuando el México independiente exterminó a los indios apaches



Jesús Caraballo 04/08/2023








El presidente de México, López Obrador, tan prolijo en exabruptos contra el presunto genocidio perpetrado por España contra los indios de América, aparte de falsario, haría bien en repasar la propia historia de su país, una vez consumada la independencia respecto a la Madre Patria. En esta ocasión, traemos a colación la lucha despiadada y el exterminio que acometieron las nuevas autoridades mejicanas contra los indios apaches, que habitaban las grandes llanuras, en los territorios más septentrionales de Nueva España, y que hoy forman parte de los Estados Unidos.

Estas tribus, al contrario que los indios de las zonas más meridionales del Virreinato de Nueva España ― lo que hoy es México y Centroamérica ―, y que habían experimentado un profundo proceso de mestizaje e integración en la civilización hispánica, no habían sido asimilados en el mismo grado. Y sin embargo, las autoridades virreinales habían conseguido, a lo largo de sus más de tres siglos de presencia, un nivel de convivencia con los apaches más que aceptable, gracias fundamentalmente al empeño de misioneros, sobre todo franciscanos, y maestros.



Conviene recordar que al momento de la independencia del nuevo país, en 1821, heredaba del Virreinato de Nueva España un inmenso territorio que abarcaba toda Centro América, el mermado país del México actual y una buena parte de lo que hoy son los Estados Unidos de Norteamérica.

De los apaches y otras tribus indias nos ha llegado la imagen de “salvajes”, transmitida por el estilo de Hollywood de las películas del Oeste ― solo recientemente, se ha tratado de cambiar, en parte, ese estereotipo ― , pero lo cierto es que en todo el sur y suroeste de Estados Unidos, tierras durante largo tiempo de dominio español, esas naciones nativas fueron incorporadas a la Civilización occidental, por los españoles.

Sin embargo, una vez consumada la separación de la Madre Patria, las nuevas autoridades mejicanas emprenden, frente a las políticas de asimilación de las poblaciones nativas desarrolladas por la Monarquía Hispánica desde el primer momento, la política contraria, en línea con los anglosajones norteños, de auténtico exterminio (por cierto, algo habitual en el resto de repúblicas hispanoamericanas).

Entre esas poblaciones, los más levantiscos fueron los apaches. Ya el Vicegobernador del Estado de Sonora ― entre 1832 y 1836 ―, , declaraba a esta tribu como enemigos del Estado y animaba a perseguirlos “como a fieras sanguinarias”.




La persecución empieza a incrementarse desde fecha tan temprana como 1.832, cuando el territorio mejicano aún conservaba todo el inmenso legado español novohispano, es decir, cinco millones de metros cuadrados (al término de la guerra emprendida por los yankees contra el México del general Santa Ana, en 1848, a ese territorio incorporado a la república norteña le serán arrebatados nada menos que dos millones y medio de kilómetros cuadrados, es decir, el 60%).

Y el modo no será otro que el ya acometido desde tiempo atrás, primero por ingleses y franceses, y luego por los norteamericanos, que es el del exterminio de las poblaciones nativas. Y es que desde el primer momento de la colonización ― ésta sí fue auténtica colonización ― realizada en Norteamérica por ingleses ― en sus “Trece Colonias,―, y franceses, utilizaron a los indios en sus luchas por incrementar su poder, y una táctica que utilizaban algunas tribus ―iroqueses y hurones, entre otros ― que era la del “escalpelo”, es decir, arrancar el cuero cabelludo a sus víctimas, pocas de las cuales lograban sobrevivir a tan bárbara práctica, pagando por cada cabellera, para acreditar los enemigos abatidos.

Guerra a muerte




Para ello, los gobernantes mejicanos, que entonces aún carecían de un ejército verdaderamente profesional, echan mano de mercenarios, auténticos profesionales del escalpelo, conocidos como “scalp hunter” o “cazadores de cabelleras, y que no por casualidad, serán en su mayoría yankees, muy duchos ya en tales prácticas. Así tenemos a personajes como James “Don Santiago” Kirker, Michael H. Chevallié, John Joel Glanton, Michael James Box o John Dusenberry.

Todos ellos eran mercenarios fronterizos, que conocían bien a los apaches, por haber comerciado con ellos anteriormente, pero que ahora, seducidos por las recompensas ofrecidas por los gobernantes mejicanos, se entregaron a tan macabra tarea. Según éstos, el amanecer, cuando los indios aún dormían, era el mejor momento para sorprenderles. La ciudad de Chihuahua se convirtió en la capital de tan vil “industria de la cabellera”.



Normalmente, estas bandas evitaban el enfrentamiento directo, procurando sorprender a los indios mientras dormían, o atraparlos mediante engaños. Fue el caso de James Johnson, quien había firmado un contrato con el gobierno del Estado de Sonora para capturar indios. Invitó al jefe mimbreño Juan José Compá ― nótese el nombre en español ―, de la tribu apache originaria de la región del río Mimbre, a un festín, junto con su tribu, en la Sierra de las Ánimas. Al término del festejo, en plena resaca, les masacra sin piedad.



En 1835, se decretan las primeras recompensas oficiales por cabelleras apaches, estableciéndose en cien pesos por las de guerreros mayores de catorce años, al tiempo que las mujeres y niños eran adjudicados como sirvientes a familias mejicanas. Los caza cabelleras estaban autorizados a hacerse con el botín fruto de sus incursiones. Así, la conocida como “sacá” significaba el reparto entre los salteadores del ganado robado a los apaches. El gobierno central mejicano se desentiende, delegando el “problema” en las autoridades locales.



Tras el Tratado de Guadalupe Hidalgo, que pone fin a la guerra de dos años entre Estados Unidos y México y que supone la pérdida por este último, a manos del primero, de más de la mitad de su territorio, deriva en un problema: la nueva frontera, muy permeable, se convierte en la mejor aliada de los apaches, que les permite acosar a los mejicanos del Estado de Sonora.

En 1850, el Congreso de dicho Estado aumenta la recompensa por cada indio muerto o hecho prisionero a 150 pesos, y a 100 por cada mujer; mientas que los menores de catorce años son entregados a los conocidos como “empresarios”, para que los eduquen en los “principios sociales”, o lo que quiera que eso significara.

Por su parte, el coronel mejicano Carrasco, al enterarse, en 1851, de que la localidad de Janos – Chihuahua – se ha convertido en un centro en donde se comercializa todo lo robado en Sonora, se hace con el emplazamiento y mata a los jefes indios Arvizo e Irigollen ― de nuevo, nombres españoles, en este caso, vascos ―, y decreta la guerra a muerte a todos los pueblos apaches, dictaminando que quien les ayude, incluso mejicanos, será juzgado como traidor y ajusticiado.

En 1870 y ante el incremento de los ataques apaches, el diario oficial La Estrella de Occidente recoge el aumento de las recompensas a 300 pesos, consiguiendo los fondos de contribuciones de particulares y de un subsidio otorgado por el gobierno federal mejicano al Estado de Sonora.



En 1871, soldados de la Guardia Nacional acompañan a indios pápagos en su ataque cerca de Arivaipa ― en territorio de Estados Unidos ― a los apaches, derrotándolos y haciendo una veintena de prisioneros y matando a más de un centenar de apaches. Los pápagos presentaron las cabelleras para conseguir las oportunas gratificaciones. Aún en 1883, se presentaban cabelleras al cobro.




Es en esta época, cuando Estados Unidos, ahora sí, se implica ya directamente en el exterminio de los apaches. Será en 1886, cuando los soldados yankees logran apresar al gran jefe Jerónimo ― nuevamente nombre español, y tan “salvaje” que además de su lengua materna, hablaba español y latín, y tenía estudios de teología, ya que era fiel católico ― . Para tamaña “proeza”, la república norteña envió a 3.000 soldados, es decir, la tercera parte de su ejército entonces. Apresado en la Sierra Madre, su tribu será confinada, en penosísimas condiciones, en una reserva creada ex profeso para ellos, en Florida, en el otro extremo del país, a cuatro mil kilómetros de distancia.





El propio Jerónimo, será recluido en la prisión de Fronteras, en Sonora, México , (donde hoy existe un museo dedicado a él), y de ahí, tres años más tarde, enviado a una reserva india en Oklahoma, donde pasará los últimos años de su vida, asumiendo el rol de lo que entonces se llamaba “un indio ejemplar”. Como tal, participará en un desfile presidencial; en la Exposición Panamericana de Búfalo de 1901, donde se recrea una villa india, con cerca de setecientos indígenas de cuarenta y dos tribus diferentes ― de los pocos que sobrevivieron al exterminio anglo sajón, luego mejicano ―; y en la Exposición Universal de San Luis de 1904, donde vendía arcos y flechas, junto con fotografías autógrafas.


Cuán diferente ese destino, al trato que recibieron los indios en toda Hispanoamérica, como súbditos de la Monarquía Hispánica, en igualdad de derechos y obligaciones con cualquier otro español.






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