Frente al mito del buen salvaje, la realidad del caballero de las pampas
Cruz y Fierro.
Como ya se presentía desde la semana anterior, una vez más el 12 de octubre fue escenario de manifestaciones de repudio. Repudio al imperialismo, a “la represión”, al centralismo, al militarismo, a las empresas españolas y estadounidenses, a la hispanidad, al catolicismo, a España, a la Iglesia; en fin, a la tradición... Supuestos aborígenes junto a militantes izquierdistas, piqueteros, prostitutas, homosexuales, drogadictos, tercermundistas, ecologistas, todos unidos tras un símbolo. Un símbolo que no saben bien cómo explicar pero sí cómo publicitar. Todo condimentado por los comentarios de conocidos novelistas devenidos historiadores e historiadores en busca de su best-seller de la mano del “pensamiento políticamente correcto”.
Algunos pocos aportes sensatos pudieron colarse a la censura del Pensamiento Único; lamentablemente, sólo en algunos medios gráficos de baja tirada, programas de trasnoche en cable o radios de poca frecuencia. Nadie sabe bien qué quieren los indigenistas, ni siquiera ellos. Sus demandas van desde atendibles llamados a la preservación de sus tradiciones hasta incomprensibles prohibiciones de misiones católicas, desde auténticos reclamos frente a situaciones injustas hasta disparatadas pretensiones autonomistas. Así en un moderno aquelarre mezclan semillas de verdad con cizaña confundiendo a quienes los ven y escuchan entre curiosos y comprensivos. Pero si hay algo que tienen claro es aceptar los cuantiosos subsidios estatales y fondos provenientes de Europa y Norteamérica.
Por otro lado, el pasado sábado leo en el diario “La Nación” de Buenos Aires, en la columna Rincón Gaucho del suplemento Campo, una jugosa entrevista a Francisco Madero Marenco, nieto y heredero de la tradición pictórica de Eleodoro Marenco. Este joven de 24 años, notable investigador y diestro pintor de las costumbres pampeanas del siglo XIX, nota cómo los medios masivos al exaltar tanto al indio han olvidado la figura del gaucho.
El gaucho, el paisano, es el gran marginado. Porque hace referencia al conquistador español en su altivez y arrojo; recuerda la tradición en sus prendas y modo de hablar; manifiesta la bondad de la civilización hispana en sus características mestizas; nos habla de otros tiempos en su ingenuidad y rectitud. Por eso aún es posible escuchar el término “gauchada” para referirse a un favor concedido.
Pero esto no es aceptable para el Pensamiento Único. Frente al mito del buen salvaje americano injustamente sacado de su paraíso terrenal por el maléfico conquistador, se alza la realidad del caballero de las pampas, el gaucho trabajador y honesto, descendiente del español y el natural –aunque más no sea culturalmente-, pero siempre ávido de libertad y con sentido común, nunca dispuesto a dejarse llevar de las narices por los ideólogos de turno.
Y este olvido, creo yo, no es tan sólo un descuido sino el fruto de una política que viene orquestada desde fines del siglo XIX cuando Sarmiento escribía a Mitre su famoso “no ahorre sangre de gaucho”. Porque el gaucho representa todo lo mejor de la tradición hispana y cristiana frente a los proyectos ideológicos de los liberales, ayer en su dimensión conservadora, hoy marxista.
Porque, efectivamente, el gaucho es aún hoy el continuador del ideal de la caballería que los conquistadores trajeron a estas tierras. Parafraseando a García Morente refiriéndose al caballero español (“Idea de la Hispanidad”), podemos describir al paisano como un paladín en quien predomina la grandeza frente a la mezquindad, el arrojo frente a la timidez, la altivez frente al servilismo, el pálpito frente al cálculo, el honor frente al menosprecio, una idea elevada de la vida frente al querer conservarla a toda costa, el hombre real frente al abstracto de los ideólogos, la fe frente a la razón cuestionadora, el deseo de santificarse frente a la tibieza de los apenados. Todas estas notas podemos encontrarlas aún, con ciertos matices, en el paisano argentino y en sus primos por toda Hispanoamérica.
Aún en su afición por las historias heroicas, las peregrinaciones, la dedicación a su caballo, las jineteadas y las yerras, ciertos juegos, las payadas y las milongas, sus lujos y sus “vicios”, podemos hallar referencias a sus antepasados hidalgos, a las justas medievales, a los troveros y trovadores, a la espada y el corcel.
En la década de 1940 el padre Leonardo Castellani publicó su “Nuevo Gobierno de Sancho” en el cual un Sancho agauchado se hacía con el gobierno de esta parte del mundo. En una de sus memorables páginas, el Padre relataba la visita que hacían a Sancho unos nobles. Nobles que bien podrían caracterizar al caballero de la Hispanidad.
- “¿Qué es un noble?—dijo Sancho.
- Difícil de definir, señor. Eso se siente y no se dice.
- Es un hombre de corazón [...]. Es un hombre que tiene alma para sí y para otros. Son los capaces de castigarse y castigar. Son los que en su conducta han puesto estilo. Son los que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los capaces de obedecer, de refrenarse y de ver. Son los que odian la pringue rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse pueden darse. Son los que saben cada instante las cosas por las cuales se debe morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe.”
Quien recorra el interior de la Argentina (y podría agregar Hispanoamérica sin temor a equivocarme) aún podrá encontrar la encarnación viva de estos valores en personas sencillas, aún analfabetas, contra quienes se cierne la acción concertada del capitalismo liberal y las ideologías socializantes.
Los muy pocos indígenas que quedan en la actualidad son también víctimas, en su mayoría, de quienes quieren apartarlos de quinientos años de pacífica tradición cristiana e instaurarles odios que sus antepasados no tuvieron. Ruego a San Juan Diego y a Nuestra Señora de Guadalupe por ellos.
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