Mario Méndez Bejarano
Sevilla y América
Ni ofuscada por el delirio, podría ciudad alguna disputar a la sagrada Hispalis la celebración del solemne certamen hispanoamericano. Alegaríase alguna relación aislada, climatológica, mercantil o de mera coincidencia histórica; pero Sevilla es una población plenamente americana, sin dejar de ser la más típica española; de tal suerte, que América no parece, a primera vista, una continuación de España, sino una prolongación de Andalucía.
Cualquiera de nuestras regiones ha emitido mayor coeficiente emigratorio que Sevilla y, sin embargo, el lenguaje de los americanos desmaya en cadencias análogas al habla de la Bética, dulcificando la inflexible rigidez castellana, tornando más fluida y suave la pronunciación, que es alada y viva, adivinando las leyes de la biología fonética y señalando la prosodia del porvenir.
Y con el alma y la elocución pasó también sobre las olas, como brisa de luz, el numen generador de los moldes artísticos. Heredia, Ventura de la Vega, la Avellaneda, todos los grandes clásicos americanos, reproducen en la excelsitud de la forma, en la altura de los asuntos, en la majestad y pulcritud del lenguaje la noble complexión de la poesía sevillana.
Y, al emigrar el genio, arrastró a la materia. En pos del poeta viajó el impresor, trasladando al otro lado del Océano todo el bagaje de prensas y caracteres, que parecían haberse ensayado en el verbo andaluz para encarnar el pensamiento de un nuevo continente. Los primeros tipógrafos que se establecieron en el Perú: Jerónimo de Contreras, el de las Siete Revueltas; sus hijos, Manuel, Juan y Jerónimo; Francisco Gómez Pastrana, hijo de Pedro y nieto de Bernardo; Pedro de Cabrera, Luis de Liria, eran naturales de Sevilla. A Cartagena de Indias llevó la primera imprenta Antonio Espinosa de los Monteros, nacido en el más hermoso puerto del reino de Sevilla. Otro sevillano, el famoso Juan Pablos, se embarcó en el muelle de su ciudad natal para transportar a Méjico, con su pericia, todos sus oficiales, maquinarias, herramientas y hasta papel y tinta para instalar la primera imprenta mexicana en Moctezuma el año 1539.
Sienten los americanos invencible simpatías por la comarca gemela de su país y, antes que la centralización impusiese la preferencia de Madrid, todos los indianos que se trasladaban definitivamente a la Península se establecían en Sevilla, bien que fueran nativos del Nuevo Continente, o bien oriundos del centro o septentrión de España.
Obedeciendo a tan arraigada sugestión, el Duque de Rivas coloca en Sevilla la residencia de don Álvaro y abre la escena junto al arranque de la famosa puente flotante, maravilla de sus tiempos, y en uno de los clásicos aguaduchos que se alzaban ora a lo largo del río, ora en la antigua Alameda, a1 pie de los ingentes monolitos que, en el silencio de la noche, aún escuchan el vuelo de las águilas romanas.
Los campos de la baja Andalucía, ardientes y feraces, recuerdan, por la lujuria de su flora, la pureza de su cielo y el brillo de sus noches, la magnificencia del continente americano. Hasta la arquitectura de casas bajas y cómodas; los entoldados patios de marmóreas fuentes, con sus columnas, que se abren en dóciles arcos a guisa de palmeras; el rumor del agua, que suena como lejano mover de hojas, y cierta vaga idealidad diluida en el ambiente con penumbras y sopores de manigua..., todo marca la transición del uno al otro continente, la encarnación de una ley biológica o providencial.
Parece increíble que nuestros imprevisores Gobiernos no hayan instaurado, muchos años ha, un [28] Instituto de Estudios americanistas allí donde nuestros hermanos del otro hemisferio se creen en su propia casa, donde el viento suspira, a la vez, melancolías de soledades y de guajiras, donde los muelles gimen por las flotas americanas y el Archivo de Indias espolea la docta curiosidad con el tesoro de sus inagotables documentos.
La Historia, que no es sino la realidad prolongada en el tiempo, ha afianzado, minuto por minuto, los áureos broches de la confraternidad entre la región andaluza y el nuevo mundo, con tan apretados vínculos, que para la historia americana casi pudiera suprimirse el resto de la Península.
En el reino de Sevilla, y en histórico monasterio, halló Colón el amparo que, sin fruto, pordioseó a todas las coronas del Occidente europeo; cuando los Reyes Católicos le confiaron una carabela, los andaluces le regalaron dos. Próceres sevillanos y gentes de la región hispálica acompañaron al loco en su increíble aventura. De Sevilla, y de los puertos de su jurisdicción, partieron las cuatro expediciones del inmortal genovés. Rodrigo de Triana, «vezino de molinos de tierra de Sevilla», adivinó el suspirado continente entre la bruma del mar y las sombras de la noche, y de su pecho trémulo brotó aquel grito de ¡Tierra!, que anunciaba una nueva edad para el hombre y el planeta.
El intrépido sevillano Alonso de Hojeda, ya celebrado por su bravura en la conquista de Granada y por su conducta en las dos primeras expediciones de Colón, organizó en su ciudad natal una exploración de las costas de las Perlas, llevando de piloto a Juan de la Cosa y a bordo de su nave al afortunado Américo Vespucio que, como casi todos los aventureros, residía en Sevilla, «do viene toda la riqueza del mundo».
La capital andaluza, como la más rica y populosa ciudad, aumentó su esplendor con el bien ganado monopolio del comercio trasatlántico. Sus comerciantes dictaban las leyes de Indias, y la Aduana de Sevilla, que ya ejercía jurisdicción sobre todas las de Castilla, recibía sin descanso las opulencias del mundo virgen.
En la Casa de la Contratación, de Sevilla, foco el más importante de Europa para el estudio de las ciencias, y a un tiempo Tribunal, Escuela, Lonja y Ministerio de Indias, se dibujaban los mapas del Nuevo Mundo, se trazaban los derroteros, se fijaba el islario general del mundo y se recogía todo el espíritu español para dilatarse por los nuevos horizontes.
Sevillanas son las cartas anónimas, conservadas en Italia, del litoral atlántico del Nuevo Mundo y del canal de Magallanes, correspondientes a los albores del siglo XVI, así como la de Turín, existente en la Biblioteca Real.
Sevilla sirvió de paso obligado a cuantos iban y venían entre España y América. Su Cabildo envío sabios a estudiar la fauna y la flora transoceánica. En su recinto instauróse el primer museo de productos americanos, y alcanzaron renombre las colecciones de Monardes, Argote de Molina y Zamorano. En la gran urbe, que ya entonces el insigne jesuita cordobés Martín de la Roa aclamaba «cabeza de España, como la más noble en riqueza, potencia y magnificencia y esplendor que las demás ciudades, y que el historiador de Felipe II, D. Luis de Córdoba y Cabrera, llamaba ciudad, «compuesta de lo mejor que otras tienen: grandes señores letrados, mercaderes, excelencia de artífices, de ingenieros, templanza de aires, serenidad de cielo, fertilidad de suelo, en todo lo que puede Naturaleza desear el apetito, procurar el regalo, inventar la gula, demandar la salud y apetecer la enfermedad», fundó el hijo del inmortal descubridor la gloriosa Biblioteca Colombina, timbre de la cultura española.
Centenares de ingenios hispalenses, cuyos claros nombres he recogido en una Biobibliografía Hispálica de Ultramar, trataron de asuntos americanos, y en Sevilla nacieron los magnos jurisconsultos sistematizadores de la legislación de Indias, desde el doctísimo D. Antonio Javier Pérez y López, con su Teatro de la legislación universal de España e Indias, hasta D. Luis Torres de Mendoza, que publicó cuarenta y dos volúmenes de documentación inédita.
Los grandes escritores transoceánicos alcanzaron la categoría de clásicos hispanos, y en todos sus poemas anteriores al modernismo, la Abellaneda, Vega, Heredia, Bello..., se admira la manera española [29] y, más o menos pronunciado, el sello indeleble de la escuela sevillana. Verdad que, aparte las analogías de clima y la intimidad de relaciones y el monopolio ejercido por Sevilla en los asuntos americanos, la capital de Andalucía envió al Nuevo Mundo lucido y formidable contingente de soberbios escritores. Sin acudir a minucioso escrutinio, innecesarios para justificar un pormenor, aun omitiendo los grandes maestros, predicadores e ilustrados misioneros, por lo numerosos, casi imposible de catalogar; renunciando a esfuerzos de memoria, y sólo al correr de la pluma, recordaremos que Sevilla envió en el siglo XVI a Méjico, para que rodase mal herido en pos de galante aventura, al príncipe de sus madrigalistas, Gutierre de Cetina; al teólogo Juan de Jesús y María; a Antonio Pozo, notable lingüista; a Guillermo de los Ríos y Jerónimo Moreno, biógrafo, canonista, y lingüista: al poeta Juan de la Cueva, iniciador del drama histórico y precursor de Lope; a los médicos Francisco Bravo, Juan de Cárdenas, autor de Los Secretos de Indias, y Juan Farfán, ex médico de Felipe II y decano de Medicina en la Universidad de Méjico, que compuso el popular Tratado breve de Medicina; al lingüista Francisco de Acosta, y a los notables escritores Alvar Núñez, Baltasar Vellerino de Villalobos y Fray Tomás Mercado. No menos ínclitos hispalenses ilustraron al Perú, cuya hermosa capital semejaba trasunto de la gloriosa Hispalis, singularmente Francisco López de Jerez; Alonso Enríquez de Armendáriz; aquel Luis de Ribera, comparado por Gayangos a Luis de León, al cual supera en corrección, sin desmerecer en la idea; Alonso de Montemayor; Bartolomé de Escobar; Alonso de Góngora y Marmolejo, que también estuvo en Chile, y Pedro Cieza de León, autor del primer ensayo de Geografía descriptiva de países americanos; los graves teólogos Juan Romero y Diego Torres de Vázquez; los ilustres dominicanos Fray Juan de Ibáñez, Fray Jorge de Sosa y el docto Fray Domingo de Santo Tomás; el famoso escritor médico Francisco de Figueroa y Fray Diego de Hojeda, el primero entre los épicos españoles. Cuba recibió el geógrafo Luis de Cárdenas; Chile, al historiador Alonso Góngora y a Fernando Álvarez de Toledo, autor del poema Purén indómito; Colombia, a Juan de Castellanos y al historiador Antonio de Lebrija, acaso descendiente del padre del humanismo español. Y antes que todos, imprimieron en el Nuevo Mundo el Dr. Diego Álvarez Chanca, comisionado por el Ayuntamiento de Sevilla, que fue, como dice Hernández Morejón, «el primero que echó una mirada de observación sobre la naturaleza, producciones y costumbres de aquel país; el admirable apóstol Fray Bartolomé de las Casas; Diego de Porras, compañero de viaje de Cristóbal Colón; Alonso Mexia de Venegas, primer importador de la quinina a Europa, y aquel simpático y aturdido autobiógrafo e historiador Alonso Enríquez de Guzmán, partidario de Almagro, con inminente riesgo de su vida, en las discordias que afligieron al Perú.
Aun tuvo, si cabe, la reina del Betis más espléndida representación en el siglo XVII con el inmenso Mateo Alemán, cuyo genio lanzó sus postreros resplandores en Méjico, donde también brilló su homónimo el eximio Dr. Alemán, catedrático, a quien el conde de Monterrey llamaba «el mayor letrado de estos reinos», y al lado de ellos, los lingüistas Diego González y Juan Bautista Morales, hagiógrafo y sinólogo; el acerbo escritor Luis de Orduña y el religioso Miguel Castilla; el cosmógrafo Fray Antonio de la Ascensión y el vate astigitano Bartolomé de Góngora; Cuba escuchó la fervorosa palabra de Antonio Delgado Buenrostro; Perú tuvo en su seno a los teólogos Fray Martín de León y Fernando de Padilla, canonista e historiador; al elocuente Andrés García de Zorita; a los historiadores y biógrafos Alfonso de Sandoval y Fernando de Montesinos, que recorrió las Charcas y el Potosí; al historiador y teólogo Diego Andrés de Rocha; a los lingüistas Juan de Arroyo Atinsio y Juan de Espejo ; a los poetas Diego de Avalos y Figueroa y Diego de Mexia y Fernangil, y al insigne épico, dramaturgo, historiador y novelista Luis de Belmonte y Bermúdez, que tantos países recorrió y cantó tantas glorias. En Panamá y en Méjico estuvo el teólogo Fray Pelayo Enríquez y Afán de Ribera, de la ilustre casa de los duques de Alcalá de los Gazules y marqueses de Tarifa, que también [30] se dejó oír en Méjico; en Paraguay, el canonista y biógrafo Juan de San Diego y Villalón; en Chile, el teólogo y gramático Juan de Ribera, y en Panamá, el reputado jurisconsulto Francisco de Alfaro.
En el siglo XVIII, cuando ya decaían las letras españolas, todavía Sevilla mandó a Méjico su teólogo Dionisio Levanto; el historiador y naturalista Francisco Ximénez; los cosmógrafos, geógrafos y marinos Sebastián Guzmán y Córdoba, José Espinosa y Tello, Antonio Domonte y Manuel Díaz de Herrera; el eminente jurisconsulto Ciriaco González Carvajal, y los escritores de varias materias Silvestre Díaz Vega, Fernando Mangino, Antonio Bucareli y Agustín de Coronas y Paredes; a nueva Granada, al marino Manuel de Flores, y a Caracas, al matemático y cosmógrafo Pedro Manuel de Zedillo y Rujaque.
Hasta en el siglo XIX, cuando no quedaban en nuestro imperio colonial sino la hermosa reliquia antillana, vivieron en las islas de Cuba y Puerto Rico los poetas José Gutiérrez de la Vega; Carlos Peñaranda; Emilio Bravo y Romero; el gran cosmógrafo Rafael de Aragón, pariente de D. Alberto Lista; el docto historiador Miguel Rodríguez Ferrer; Antonio López de Letona; José González Torres de Navarra; José Ignacio Chacón y Torres de Navarra; Jenaro Cavestany, hermano del Juan Antonio que realizó, dando conferencias, triunfal excursión por ambas Américas, al par que Gutiérrez de Alba en Colombia, Leal en la Argentina, Lasso de la Vega en el Uruguay, y otros innumerables sellaban la perenne confraternidad.
Muerto Cristóbal Colón en 1506, certero instinto popular designó a Sevilla para guardar las cenizas de aquel gigante, y los augustos despojos se confiaron al panteón de los señores de la casa de Alcalá, en el monasterio de Santa María de las Cuevas, de la Cartuja. Cuarenta y un años transcurridos, el más genial de los conquistadores, Hernán Cortés, después de someter el imperio mejicano, vino a morir a las inmediaciones de la Reina del Betis, en modestísima casa de Castilleja, convertida en santuario de la Gloria nacional.
Y aún más que los vínculos del comercio, que las analogías de carácter y la convivencia histórica, estrechan la confraternidad los potísimos lazos del sentimiento. ¡Fenómeno digno de notar por su significado y su repetición! Donde quiera que la avaricia, la cólera o la tiranía de los conquistadores avasallaba a los indios, se erguía la excelsa figura de un monje sevillano para defender a los vencidos. Bartolomé de las Casas, admiración del mundo y gloria eterna de su patria, en América; Alberto de las Casas, impidiendo que se vendieran como esclavos a los canarios; Juan de Frías, defendiendo a los insulares de la barbarie del gobernador Pedro de Vera; el elocuente Juan de Quiñones, amparando a los filipinos; el agustino Juan de Sevilla, identificándose con los indios de Sierra Alta de la Nueva España perseguidos por los invasores; Mendo de Viedma, providencia de los isleños de Lanzarote, apelando para sus protegidos a la Tiara y a la Corona, delatan la amplitud del espíritu hispalense, con razón alabado de hospitalario en casa, caritativo fuera y generoso en todas partes.
Como la electricidad se escapa por las puntas, por la extremidad andaluza emigró, en pos de lo ignoto, el genio de Europa, exaltado por la explosión del Renacimiento. Y no pudo pasar por Sevilla, nexo entre ambos mundos, sin recoger algo del alma hispalense e infundirlo, para siempre, en la virgen América, al sorprenderla Colón bañándose en las espumas del Océano y encubrir ella sus rubores con la bandera española.
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