LOS ÚLTIMOS ESTANDARTES DEL REY
Los comuneros de la sierra de Huanta en Ayacucho (Perú) son conocidos con el nombre de Iquichanos por el pueblo de San José de Iquicha. Ellos desde tiempo fueron amantes del Rey, a quien consideraban como un padre común, un enviado de Dios que se convirtió para ellos en el Inca Católico. Por esto el vínculo de vasallaje que los unía a la corona estaba potenciado por una poderosa relación sacral.
La conmoción que significó el ocaso de la Monarquía Católica en las Pampas de Quinúa se evidenció desde el primer momento. El signo visible de esto lo tenemos al observar que inmediatamente después de la batalla de Ayacucho (9-IX-1824) las guerrillas indígenas realistas ajusticiaron al Teniente Coronel Medina quien, como mensajero, llevaba a Lima los partes de esa victoria para Simón Bolívar.
Partiendo de este hecho, se inició un movimiento de resistencia indígena contra la República, contra el «infame gobierno de la patria» como ellos decían. Por esta razón las represalias no se hicieron esperar; «En castigo por su militancia realista, la provincia de Huanta fue grabada en 1825 con un impuesto de 50.000 pesos por orden del Libertador» (Méndez: 1992, p. 23). Esta militancia leal y persistente era de vieja data y había sido reconocida en 1821, cuando el Virrey La Serna le otorgó a la ciudad un escudo con una divisa que rezaba «jamás desfalleció».
La conmoción que representaba el cuestionamiento del régimen republicano lo apreciamos claramente cuando el 6 de agosto de 1826, segundo aniversario de la Batalla de Junín, dos escuadrones de patrióticos «Húsares de Junín» se sublevaron en Huancayo y marcharon para unirse con los monárquicos de Huanta. Como consecuencia de este suceso se originó una represión indiscriminada contra las comunidades Iquichanas.
La situación se hizo tan crítica que el Mariscal Santa Cruz, encargado del mando, tuvo que salir en secreto de Lima (17-VII-1827) a pacificar la región, para lo cual dio en Huanta un indulto general que reforzaba una Ley de Pacificación, que había sancionado el Congreso (14-VII-1827). Un nuevo indulto dado por el Presidente La Mar meses después evidencia que en realidad la pacificación era aparente.
El problema era de principio, la República era considerada por los andinos como enemiga de su pueblo y de su Fe. Así, las comunidades siguieron a Antonio Navala Huachaca, un nativo que había jurado defender a su Rey, y la Fe Católica. Tan grande fue su fidelidad y firmeza en el combate, que durante la Guerra de Separación, el Virrey lo recompensó ascendiéndolo al alto rango de Brigadier General de los Reales ejércitos del Perú.
Tal era la personalidad del caudillo que el campesinado huantino llegó a identificarse absolutamente con su líder y su causa, proclamándolo en las montañas y en los desfiladeros andinos a gritos de Navala Victoria!!! y que eran respondidos por un Mamacha Rosario!!! en recuerdo de Nuestra Señora.
Lo cierto es que en Huanta el Estado Republicano fue realmente abolido por Huachaca que desde su Castillo, sus tribunales y sus cabildos administraba el poder nombrando a sus delegados o alcaldes, así como organizando diezmeros1 que recaudaban fondos para la causa de «Su Majestad Católica».
Pero esto no fue lo único: «Este seudo Estado llegó a disponer la movilización de mano de obra para la "refacción de puentes y caminos" y más sorprendente aún, sus atribuciones abarcaron reglamentación del orden público, estableciendo patrones éticos de conducta para los individuos bajo su jurisdicción». (Méndez: 1991, p. 183).
En este mismo orden de cosas, existía un Ejército Iquichano de rifles, lanzas y hondas que estaba muy bien organizado en Guerrillas y Columnas de Honderos, todos uniformados2 y con una oficialidad bien disciplinada. Al lado de la infantería estaba también la caballería denominada Los Lanceros de Santiago conocidos por su bravura (Cavero: 1953, p.183). Este ejército si bien tenía una estructura regular era apoyado por mujeres y jóvenes constituyendo en sí una verdadera cruzada popular.
El caudillo andino en una carta al Prefecto republicano manifestaba su crítica al nuevo régimen diciendo: «Ustedes son más bien los usurpadores de la religión, de la Corona y del suelo patrio... ¿Qué se ha obtenido de vosotros durante tres años de vuestro poder? la tiranía, el desconsuelo y la ruina en un reino que fue tan generoso. ¿Qué habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy? ¿En quién recae la responsabilidad de los crímenes? Nosotros nos cargamos semejante tiranía»3.
El 12 de Noviembre de 1827, los iquichanos sorpresivamente tomaron Huanta después de una débil resistencia del batallón «Pichincha» al mando del huidizo, sargento mayor Narciso Tudela (Cavero: 1953, p.197). Los iquichanos estaban dirigidos por su caudillo, el «General Huachaca», y por los comandantes de las fuerzas guerrilleras, entre los que destacaban el vasco francés Nicolás Soregui, Francisco Garay, Francisco Lanche, Tadeo Chocce, tratado de excelentísimo coronel, Prudencio Huachaca, hermano del caudillo, y el presbítero Mariano Meneses, Capellán del ejército iquichano.
En las alturas de Iquicha se había alzado nuevamente el estandarte monárquico. Sus planes eran de la mayor envergadura, tomar Huanta, liberar Huamanga y Huancavelica, y por fin, la «Restauración del Reino»4, extirpando a los republicanos, proclamando un ideario contrarevolucionario y antiliberal, el que se ve apoyado por clérigos como: «el padre Pacheco, llamado en documentos oficiales el Apostata y el sacerdote Navarro, quienes acostumbrados a enardecer los ánimos y a convencer a las masas desde el púlpito, cambian los hábitos clericales por la casaca de guerrilleros para dirigir los combates con sable en mano y pistola de chispa al cinto» (Cavero: 1953, p.197).
En estos cruzados de Dios, vemos al bajo clero ortodoxo dirigiendo la logística de los indígenas excluídos, mientras eran acusados y excomulgados por el alto clero liberal por «apostasía», y ello por haberse alejado de la sumisión burocrática que significaba patronato republicano.
Ante los sucesos de Huanta, el prefecto de Ayacucho, Domingo García Tristán, preparó la defensa de la capital departamental constituyendo una alianza defensiva entre los gremios y oficios de la ciudad, conocidos como "cívicos" y los Andahuaylinos y Morochucos, comunidades históricamente enemigas de los huantinos.
En la mañana del 29 de noviembre de 1827, se produjo el esperado ataque a Ayacucho, donde el ejército campesino iquichano izaba sus banderas con la cruz de Borgoña a gritos de ¡Viva el Rey! Pero los Morochucos y Andahuaylinos, bien armados y en número de 2000 lograron contener el ataque y contrarrestarlo en la Pampa de Arcos.
Inmediatamente, después del asalto a Ayacucho, el coronel Francisco Vidal, ocupó la ciudad de Huanta y se lanzó a la persecución de los indígenas, que se habían refugiado en las alturas después de producirse la ocupación de la ciudad5. Lo dramático de estos acontecimientos fue relatado, poco tiempo después de los sucesos, por el comerciante alemán Heinrich Witt, quien escribía en su diario:
«Las tropas del gobierno tomaron nuevamente, posesión de la ciudad y si se puede creer a los huantinos se portaron peor de lo que lo habían hecho los indios, no sólo saquearon las casas, sino que ni siquiera respetaron la iglesia, de donde se llevaron las vasijas sagradas hechas de plata, estatuas de ángeles del mismo valioso metal, flecos de oro y plata, en resumen, todo lo de valor. Un oficial fue acusado de haber enviado a Huamanga no menos de nueve mulas cargadas de cosas robadas» (Witt: 1992, p.232).
La diferencia con el proceder republicano estuvo, como dice Cavero, en que: «Los iquichanos pelean, únicamente, contra los soldados armados, contra ellos pero nunca hicieron daño a personas indefensas ajenas al conflicto, ni arrancharon las propiedades de sus enemigos ni incendiaron los pueblos, se limitaron a prender fuego a los edificios que sirvieron de cuarteles a sus contrarios como sucedió con el Cabildo de Huanta, pero los expedicionarios, usualmente llamados Pacificadores fueron mil veces más sangrientos y crueles porque después de vencer la resistencia de los guerrilleros masacraron a los indígenas sin discriminación de ninguno y fusilaron a los prisioneros sin previo proceso de ninguna clase». (Cavero: 1953, p.57)
<B><I><FONT size=5>Después de la caída de Huanta comenzó la fase irregular de la campaña conocida como guerrillera o de los castillos de Iquicha porque las cumbres andinas sirvieron como fortalezas para la resistencia monárquica del campesinado indígena. El coronel Vidal organizó una campaña de contramontoneras para reprimir y exterminar a los «fanáticos» que sostenían la tradición como ancestral derecho a su auto-determinación.
El más notable suceso de esta etapa, fue el combate de Uchuraccay (25-VIII-1828), donde el comandante Gabriel Quintanilla al mando de los bien armados «cívicos» enfrentaron a los valerosos iquichanos equipados sólo de lanzas y hondas por un lapso de 2 horas. En este combate cayó valientemente Prudencio Huachaca y el sargento mayor Pedro Cárdenas, entre otros, así mismo el capitulado Valle que falleció pocos días después. No habiendo podido capturar al general Huachaca, los vencedores se ensañaron con su esposa e hijos, los llamados cadetes, quienes fueron hechos prisioneros y remitidos a Ayacucho.
Poco después se produjo el último combate contra las fuerzas gubernamentales en Ccano. Habían transcurrido siete cruentos meses y los republicanos habían logrado «controlar» a las fuerzas indígenas. Se había capturado a Sorequi, Garay, Ramos, al Padre Pacheco y al presbítero Meneses. Pero el indomable Huachaca, como su pueblo no había sido sometido, seguía cabalgando en su caballo alazan tostado de nombre «Rifle»' y era seguido por su séquito, yendo de «castillo» en «castillo» y resistiendo a los liberales.
Entre 1828 y 1838, los iquichanos se mantuvieron al margen de la política pero conservando su orden cerrado y añorando la restauración de su deseado Rey. Del Pino dice sobre este último año que: «En 1838, Huanta o los iquichanos se encariñaron con la causa de la Confederación. El Protector Gran Mariscal Santa Cruz, en su tránsito por aquel lugar, obsequió un vestido de general a un indio Huachaca confiriéndole tan alta clase por el conocimiento de su audacia y porque era el primero que representaba la ferocidad de su raza». (Del Pino: 1955, p.29)
En este hecho, vemos una evidencia de la idea imperial, es decir, pluri-étnica y poliárquica de la Confederación Perú-Boliviana, la cual respetaba una heterogeneidad que atentaba contra de la identidad criollo-nacional que postulaba la burguesía costeña. Esta Confederación venía a significar en nuestra historia la continuación del Imperio por otros medios6.
Esta defensa del derecho a la diversidad y la tradición es lo que podría haber querido sostener el reaccionario García del Rio, en el texto del diario «Perú-Boliviano» que nos presenta Cecilia Méndez en su excepcional ensayo La República sin Indios y, donde el articulista critica a los legisladores de la burguesía porque: «se olvidaron de que cada pueblo encierra en sí el germen de su legislación, que no siempre lo más perfecto es lo mejor». (Méndez: 1992,p 35)
Mas la Confederación estaba sentenciada a muerte por la anglófila burguesía de Chile, que aliada con los «emigrados peruanos» la ahogaron en sangre. Así ocurrieron las primeras invasiones chilenas y la Batalla de Yungay, tras la cual vino su disolución el 20 de febrero de 1839.
Para marzo de 1839, el General Huachaca y los indígenas iquichanos estaban nuevamente en armas contra una «restauración» criolla, ahora sostenida por las ballonetas extranjeras. Por ello el ejército católico se despertó de su sueño guerrero para sitiar nuevamente Huanta que estaba ocupada por el batallón chileno «Cazadores».
Ante esta grave situación el Prefecto de Ayacucho, Coronel Lopera, envió de refuerzo al batallón chileno «Valdivia» que rompió el asedio y comenzó una cruel expedición en las punas contra la «indiada».
En junio de 1839, se produjo el combate de Campamento-Oroco, donde el general Huachaca sorprendió a los «expedicionarios» y en medio de una tempestad los obligó a una retirada desastrosa. El contingente republicano para vengar la humillación infringida: «...hizo una verdadera carnicería de hombres, sin distinguir ancianos, niños, ni mujeres y de ganados» (Cavero: 1953,p.218)
En este contexto incierto, el Prefecto Lopera propició un acuerdo con las fuerzas iquichanas para encontrar una salida negociada al conflicto. Por esto, en noviembre de 1839, se firmó el Convenio de Yanallay, entre el Prefecto y el Jefe iquichano, Tadeo Chocce. Así con un tratado de paz y no con una rendición acababa la Guerra de Iquicha. Terminaba la resistencia iquichana, que sostuvo su caudillo, el Gran General Huacacha, pero este no firmó el pacto; pues prefirió internarse en las selvas del Apurímac antes de ceder su monarquismo ante los que creía «anticristos» republicanos.
Cuando en 1896, los Partidos Civilista y Demócrata decretaron una contribución sobre la sal afectando los derechos históricos de los huantinos, ellos respondieron como siempre con la tradición monárquica como privilegio diciendo que: «...desde los tiempos del rey jamás habían pagado por la sal, que Dios la había creado de los cerros para los pobres y con la sal se habían bautizado...» (Husson: 1992, p.133).
Bibliografía
1. Cavero, Luis E. Monografía de la Provincia de Huanta. Editoral Rímac. Lima, 1953.
2. Cotler, Julio. Clases, Estado y Nación en el Perú. IEP. Lima, 1978.
3. Del Pino, Juan José. Las Sublevaciones Indígenas de Huanta (1827-36).Aguilar Editoral. Huanta, 955.
4. Fowler, Luis. Monografía del Departamento de Ayacucho. Imprenta Torres Aguilar. Lima, 1924.
5. Husson, Patrick. De la Guerra a la Rebelión. CBC. Cuzco, 1992.
6. La Faye, Jacques, Mesías, Cruzados y Utopías. FCE. México, 1992.
7. Méndez, Cecilia. Los campesinos, la independencia y la iniciación de la república. En "Poder y Violencia en los Andes". CBC. Cuzco, 1991.- La República sin indios. En Tradición y Modernidad en los Andes. CBC. Cuzco, 1992.
8. Rioja, Juan. -México Martir. Editoral Revista Católica. Texas, 1935.
9. Witt, Henrich. Diario 1824-90. Un Testimonio personal sobre el Perú del Siglo XIX. Vol. 1. Lima, 1991
La rebelión de Iquicha y el proyecto republicano
Basta con escuchar el himno nacional para conocer la interpretación tradicional de la independencia: El peruano “oprimido” y “condenado a una cruel servidumbre” levanta “la humillada cerviz” y exclama, eufórico: “¡somos libres!” La historia es más compleja. La rebelión indígena de 1827 en Iquicha (provincia de Ayacucho) rechazaba la república y reclamaba nada menos que el retorno de la monarquía española. A continuación, una indagación histórica.
Contexto histórico
En la década de 1820, el Perú contaba con aproximadamente un millón y medio de habitantes, de los cuales casi dos tercios (alrededor de novecientos mil) eran considerados indígenas. En conformidad con la idea republicana que subyace a la independencia, el libertador San Martín prohibe hablar de “indios” o “indígenas” - en adelante, todos habrían de ser considerados iguales, es decir, “peruanos” y con los mismos derechos (Contreras y Cueto ²2000, 76; Basadre, 161).
Pero, en la realidad, las diferencias seguían siendo notorias. El idioma materno de la población indígena no era el castellano, la mayoría ni siquiera podía comunicarse en el idioma oficial. Por otro lado (y en esto nada ha cambiado), la población blanca y mestiza de la costa no mostraba interés en aprender el quechua. La mayor parte de la población indígena vivía de una agricultura a nivel de subsistencia. Si había excedentes, estos se trocaban en las ferias regionales (Contreras y Cueto ²2000, 76). La autosubsistencia y el trueque constituían enclaves económicos aislados del resto del país, de modo que la economía nacional era precaria.
Con la fundación de la República, en 1821, José de San Martín había abolido el tributo colonial sobre los indígenas. Pero solo cinco años después, el tributo volvió a instaurarse bajo el nombre de “contribución” indígena (Bonilla 2001, 177). Fue esta contribución la que obligó a muchos indígenas a vender su mano de obra y trabajar en los centros mineros aledaños. Una parte menor trabajaba en haciendas bajo un régimen conocido como “yanaconaje”. Los yanaconas recibían, por parte de un terrateniente, una parcela para la autosubsistencia y a cambio de ello debían trabajar en las tierras del hacendado por una determinada cantidad de días al año. No recibían dinero, pero el hacendado solía hacerse cargo del pago de la contribución (Contreras y Cueto ²2000, 77).
La contribución indígena fue un factor importante para la constitución económica de la República. Un cálculo hecho para el año 1829 estima que casi 13 por ciento del presupuesto anual se financiaba mediante este tributo. Entre 1839 y 1845, el tributo ya sostenía más de un tercio del presupuesto nacional (Bonilla 2001, 177-178). Fue recién en 1854, con el “boom” del guano, que Ramón Castilla abolió este tributo.
El Perú independiente se construyó sobre un modelo fuertemente centralista. No solamente estaba la reintroducción del tributo indígena. El gobierno central también se arrogó el derecho de nombrar las autoridades locales.
Las tres fases de la rebelión
La rebelión de Iquicha no se podría explicar sin los factores mencionados. En efecto, los rebeldes exigían la abolición de la contribución. Pero ello no pudo haber sido el único motivo, pues ya hemos visto que el tributo indígena también existía en la Colonia. ¿Por qué, entonces, el deseo de regresar al orden colonial?
Antonio Huachaca, líder de la rebelión, expresa sus motivos en una carta dirigida al Prefecto de Ayacucho, en 1826:
salgan los señores militares que se hallan en ese depósito robando, forzando a mujeres casadas, doncellas, violando hasta templos, a más los mandones, como son el señor Intendente, nos quiere acabar con contribuciones y tributos (…) y de los (sic) contrario será preciso de acabar con la vida por defender la religión y nuestras familias e intereses (Bonilla 2001, 155).Antonio Huachaca era una campesino indígena que había luchado por la causa española, enfrentándose a los independentistas cuzqueños, en 1814. En recompensa por sus servicios, había alcanzado el grado de General de Brigada en el Ejército Real del Perú. En la carta aquí citada queda claro que, más allá de los tributos, Huachaca ve a las fuerzas independentistas y patriotas como un extrañas, abusivas y hasta paganas.
En efecto, los independentistas habían saqueado iglesias (Bonilla 2001, 159). Más allá de estas circunstancias, es notorio que los indígenas hicieran de la religión católica una causa suya.
Pero volvamos al escenario de la rebelión. Antonio Huachaca estuvo acompañado por otros líderes, todos ellos indígenas a excepción del francés Nicolás Soregui, comerciante y ex oficial del Ejército Español en Perú. Según un testimonio, las fuerzas rebeldes sumaban 1500 hombres. Según otro, llegaban a 4400 (Bonilla 2001, 162). Todos coinciden en que la mayoría de rebeldes provenían del distrito de Iquicha, provincia de Ayacucho. Contrariamente a lo que se podría suponer, ninguno de los líderes rebeldes eran caciques. Más bien, se trataba de comerciantes o arrieros (Bonilla 2001, 167). También hubo participación indirecta de españoles y mestizos. Estos no fueron protagonistas, pero ayudaron en la organización y la propaganda (Bonilla 2001, 153).
La primera fase de la rebelión se da entre marzo y diciembre de 1825 cuando los indígenas de Iquicha se movilizan, pero son contenidos rápidamente por el ejército patriota que se encontraba en Huanta. La paz sería muy corta. En enero de 1826 se produce otra movilización que también protesta contra el cobro del diezmo de la coca. Cabe resaltar que la región de Ayacucho y, especialmente la de Huanta, vivía del comercio de la coca. Éste les aseguraba una posición económica relativamente buena (Bonilla 2001, 152).
En junio de 1826, los rebeldes bajo el comando de Huachaca y Soregui logran tomar el pueblo de Huanta convirtiéndolo en centro de operaciones. Luego, y con el apoyo de dos fracciones desertoras de los Húsares de Junín, intentan tomar Huamanga (Ayacucho), pero son derrotados por la guarnición de la ciudad. En julio de 1826, el general y Presidente del Consejo de Gobierno Andrés de Santa Cruz viaja personalmente a Ayacucho para combatir a los rebeldes.
La tercera fase de la rebelión se inicia en noviembre de 1827 cuando los rebeldes de Iquicha vuelven a tomar Huanta, manteniendo la ciudad bajo su control por dos semanas. A continuación, los iquichanos atacan nuevamente Ayacucho, pero son derrotados una segunda vez. Esta derrota marcaría el fin del movimiento. Hasta junio de 1828, todos los líderes con excepción de Huachaca son apresados. En diciembre del mismo año, Soregui y otros tres líderes son condenados a muerte. Dos años después y ante la apelación presentada por los inculpados, la Corte Superior de Justicia del Cusco anula todas las sentencias de muerte y Soregui es desterrado por diez años junto a otros líderes (Bonilla 2001, 150-151).
Antonio Huachaca, en cambio, siguió participando en enfrentamientos, aunque esta vez entre caudillos militares. En 1838, Huachaca es rehabilitado al ser proclamado Juez de Paz y Gobernador del distrito de Carhuaucran, lo cual motivó un irónico comentario de una autoridad local. Califica a Huachaca de
Jefe Supremo de la Republiqueta de Iquicha, con insulto del gobierno peruano y de sus leyes (Bonilla 2001, 154).Comentarios finales
Según el historiados Heraclio Bonilla, las interpretaciones de la rebelión de Iquicha suelen inclinarse hacia dos extremos: El primero sostiene que la opresión de los indígenas durante la colonia habría desencadenado un proceso de alienación que los hacía indiferentes frente a las nuevas ideas republicanas. Esta tesis es compatible con la interpretación marxista presentada por Carlos Iván Pérez Aguirre en 1982:
Centurias de experiencia y de lucha de clases han demostrado que [los campesinos indígenas] sólo pueden colmar su reivindicaciones, especialmente su derecho a la tierra, bajo la dirección de la burguesía revolucionaria y, cuando ha caducado su rol histórico, sólo bajo la dirección del proletariado.La segunda intepretación, en cambio, sostiene que los iquichanos rebeldes siempre tuvieron presentes la noción de la república. Desde esta perspectiva, la rebelión “ocultaba el deseo de sus líderes por encontrar reconocimiento y lugar en el nuevo ordenamiento” (Bonilla 2001, 166).
Tal como sostiene Bonilla, sería demasiado simple hablar de los rebeldes iquichanos en términos de “víctimas” o “héroes”. Si bien los iquichanos estuvieron apoyados por blancos y mestizos, la lucha fue conducida y ejecutada por indígenas, siendo ellos ex soldados, comerciantes y arrieros. De modo que no se les puede clasificar como simples víctimas. Por otro lado, tampoco es convincente asignarles conciencia republicana cuando ellos declaraban explícitamente su apego a Fernando VII, rey de España.
Una interpretación adecuada debe intentar conciliar ambos extremos. Al final, probablemente, la rebelión se debió a una conjunción de factores, todos ellos importantes. Están los factores económicos (contribución indígena, diezmo de coca), está la independencia precaria con la situación de guerra entre realistas y patriotas y los arriba mencionados abusos de los patriotas, está el centralismo limeño. Todos estos factores debieron haber contribuido a que el proyecto republicano sea percibido como excluyente y extraño a los propios intereses. Bonilla cuenta cómo el prefecto de Ayacucho, Pardo de Zela, reportaba a su superior, en junio de 1827, lo que los pueblos de su jurisdicción reclamaban frente a la nueva autoridad: “costumbre, señor: costumbre” (Bonilla 2001, 153).
En todo caso, podemos constatar una brecha entre el proyecto republicano (igualdad ecónomica, social y jurídica) y la realidad. Jorge Basadre cita el manifiesto del Congreso Constituyente de 1822 que fuera proclamado por Luna Pizarro, Sánchez Carrión y Mariátegui:
Vosotros indios sois el primer objeto de nuestros cuidados. Nos acordamos de lo que habéis padecido y trabajamos para haceros felices. Vais a ser nobles, instruidos, propietarios y representaréis entre los hombres todo lo que es debido a vuestras virtudes (Basadre, 161).Hoy en día ya no hablamos de indígenas, pero el 50 por ciento de ciudadanos peruanos que viven en condición de pobreza material y social siguen estando al margen de la igualdad proclamada.
Por Evaristo Pentierra
Bibliografía:
Basadre, Jorge (sin fecha): Historia de la República del Perú, 1822-1933. Tomo I. Edición del diario La República y la Universidad Ricardo Palma, sin lugar.
Bonilla, Heraclio 2001: Metáfora y realidad de la Independencia en el Perú. Instituto de Estudios Peruanos, Lima.
Contreras, Carlos y Marcos Cueto ²2000: Historia del Perú contemporáneo: Desde las luchas por la Independencia hasta el presente. Instituto de Estudios Peruanos y Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú
http://www.perupolitico.com/?p=139
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