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Tema: Nuestro perdido edén

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    Nuestro perdido edén

    NUESTRO PERDIDO EDÉN

    JUAN MANUEL DE PRADA





    SE cumple este año el 450º aniversario de la expedición marítima capitaneada por Miguel López de Legazpi, español de Zumárraga, con destino a las islas Filipinas. El hidalgo Legazpi, acompañado del agustino Andrés de Urdaneta, logró incorporar la perla del mar de Oriente a los dominios españoles sin pegar un solo tiro, fundó Manila, se preocupó de propagar en estas tierras la verdadera fe y murió pobre, pero en paz con Dios. Así eran los españoles de antaño; y mientras no volvamos a ser como ellos no seremos nada, sino cagarrutas desnaturalizadas y peleles que bailan al servicio de intereses extranjeros, en un tiquitaca de inanidad que da grima.


    Recuerdo a Legazpi desde Manila, donde acabo de rezar ante su tumba, en la iglesia de San Agustín, en Intramuros, una joya del arte hispanofilipino que milagrosamente sobrevivió a la sórdida dominación americana, que quiso borrar el legado español en el archipiélago (empezando por nuestro idioma); pero que, a la postre, no pudo arrasar el tesoro más precioso que dejamos allá, la religión católica, que los filipinos siguen profesando mayoritariamente, pese al enjambre de sectas pestilentes que los invasores pretendieron implantar, para destrucción de este pueblo bendecido con tantos dones. A Manila he venido, invitado por el Instituto Cervantes que en su sede de Manila dirige el abnegado Carlos Madrid, a dar a conocer mi novela «Morir bajo tu cielo», en la que celebro la hermandad hispanofilipina. Mi visita a Manila, organizada con el más exquisito de los cuidados y la más generosa dedicación por mis anfitriones, me ha confirmado que el destino español es la Hispanidad; y que sólo cuando España vuelva a asumir este destino ultramarino, volviéndose hacia pueblos a los que llevó su sangre, su idioma y su fe, podrá volver a encontrarse consigo misma y renegar del extravío al que la ha conducido la quimera europeísta.


    Varias generaciones de filipinos han sido educadas, por designio yanqui y masónico, en el odio antiespañol, fundado sobre mentiras desquiciadas que, sin embargo, han envenenado el alma de este pueblo admirable y hospitalario; y, de este modo, «nuestro perdido edén» se ha convertido en el patio trasero de los Estados Unidos, que siguen ejerciendo aquí su proterva influencia, mientras destruyen las agónicas tradiciones hispanofilipinas con el vómito hórrido del american way of life. Pero basta visitar cualquiera de las iglesias erigidas durante la época española, o pasearse entre los anaqueles de la biblioteca de la Universidad de Santo Tomás (la más antigua de Asia), o comprobar cómo la sangre española y la sangre filipina se anudaron para soñar la bellísima raza mestiza para que confirmemos que fue durante los siglos en que Filipinas fue provincia española cuando alcanzó su mayor esplendor, y cuando florecieron sus hijos más ilustres, que emplearon la lengua española como expresión de sus más íntimos anhelos. Ciertamente, los españoles cometimos muchos errores en Filipinas, como en otros pedazos de nuestra alma, que es la Hispanidad; pero ese rosario de errores palidece ante el caudal infinito de riquezas espirituales que supimos fraguar, en alianza con los pueblos con los que sellamos un pacto de sangre. Hoy los filipinos ni siquiera pueden leer a sus hijos más ilustres en la lengua en la que se expresaron; y España debería preocuparse de reintegrársela, a modo de luz que exorcice las tinieblas yanquis. Es un acto de justicia histórica que nos devolvería la conciencia de lo que somos: un pueblo que necesita volver a sellar un pacto de sangre con sus hermanos ultramarinos, si no desea perecer, convertido en felpudo del Nuevo Orden Mundial.







    Histórico Opinión - ABC.es - sábado 21 de marzo de 2015
    DOBLE AGUILA y Sabinum dieron el Víctor.

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    Re: Nuestro perdido edén

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    LOS ÚLTIMOS DE FILIPINAS

    JUAN MANUEL DE PRADA




    Algunos no claudicaron nunca, y siguieron escribiendo en español hasta entregar el hálito


    RESULTA, en verdad, pavoroso, comprobar cómo en menos de medio siglo los americanos se las arreglaron para arrasar salvajemente el legado español en las Filipinas. Mientras los bulldozers trabajaban a destajo, reduciendo a escombros la hermosa arquitectura española, para tapizar de cemento los solares o erigir en ellos pomposos y execrables edificios neoclásicos y masonizantes, miles de maestros y predicadores pagados por el Gobierno yanqui desembarcaron en Manila y fueron repartidos por las aldeas, para extender su evangelio negro entre las almas a través del inglés, que se presentaba ante las nuevas generaciones como la lengua del progreso y el futuro, frente al español, que caracterizaban como idioma de la reacción y la caverna.


    Pero hubo una generación de escritores –auténticos «últimos de Filipinas– que, en aquellos años de oprobio, siguieron escribiendo en español, con el mismo carácter numantino y el mismo empeño heroico en defender una causa perdida que los soldados de Baler. Novelistas como Antonio Abad, poetas como Fernando María Guerrero o ensayistas como Teodoro M. Kalaw que se mantuvieron fieles a su lengua, al cobijo de los periodiquitos españoles que todavía subsistían en Manila, cada vez más esmirriados y languidecientes, y estimulados por el premio Zóbel, que hasta hace muy pocos años ha seguido premiando paladinamente la mejor literatura filipina escrita en español. Podemos imaginarnos a estos últimos de Filipinas, refugiados en cafés o casinos, como minotauros en su laberinto de palabras que ya nadie usaba; podemos imaginarlos escribiendo poemas sin destinatario, conscientes de que las esquelas de los periódicos que anunciaban la muerte de sus amigos eran un certificado irrevocable de que su obra se quedaría pronto muda; podemos imaginarlos volviendo a casa, bajo la lluvia tropical, descubriendo que la tinta del poema que acababan de escribir y guardar en un bolsillo de la chaqueta se había desleído. Algunos no claudicaron nunca, y siguieron escribiendo en español hasta entregar el hálito, cuando ya ni siquiera había periódicos que publicaran sus poemas; cuando ya ni siquiera tenían familiares que hablasen español a los que poder regalar su último poemario. El Instituto Cervantes de Manila se ha propuesto rescatar a estos autores en su colección «Clásicos Hispanofilipinos», en una labor benemérita que nos restituye obras sepultadas en el olvido.


    Evoco la memoria de estos escritores que murieron fieles a la lengua española, mientras paseo con Carlos Madrid, director del Cervantes de Manila, y sus colaboradores José María Fons y Jorge Mojarro, mis desvelados anfitriones en estas jornadas manileñas, por el menesteroso barrio de Quiapo, donde se alza uno de los monumentos más peregrinos y pasmosos del mundo, la iglesia neogótica de San Sebastián, construida toda ella en metal, para resistir los terremotos, en la última década del siglo XIX, justo antes de que llegaran los yanquis con sus bulldozers, su cemento y su neoclásico masonizante. Y, recordando a estos escritores que se fueron quedando a solas con la lengua española, como se queda sola en el andén la novia que va a despedir al soldado que parte para el frente, trato de imaginarlos en sus tertulias de café, cada vez menos concurridas, cada vez más pobladas de fantasmas, hasta el día en que ya sólo quedase uno, sin poder leer a nadie sus poemas, absorto en su soliloquio funeral.


    Pero rectifico enseguida. Ese último poeta filipino en lengua española nunca se quedó sólo. Cuando sus colegas ya habían muerto, aún pudo leer sus poemas a Dios, que es nuestro único crítico literario fiel y fiable.







    Histórico Opinión - ABC.es - lunes 23 de marzo de 2015
    Sabinum dio el Víctor.

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