La injusta muerte de José Rizal
Se cumplen ciento veinte años del fusilamiento de José Rizal (Calambá, 19 de junio de 1861-Manila, 30 de diciembre de 1896), médico, político y escritor, injustamente ejecutado por traición, cuando sus sentimientos eran bien diferentes y sus actos así lo demostraban.
A pesar de ser un patriota español, que ansiaba reformas administrativas para Filipinas, entre ellas la equiparación del archipiélago a provincia española de pleno derecho, Rizal murió fusilado acusado de filibusterismo, que es como la Corona denominaba entonces al independentismo colonial. El general Polavieja, recién llegado a la colonia, confundió a este intelectual con un revolucionario del Katipunan, el movimiento secreto fundado por Andrés Bonifacio, que pretendía liberar al país de los colonizadores españoles. Rizal no formaba parte de esa organización violenta, sino que era el fundador de La Liga Filipina, una asociación que propugnaba mejoras para el país y sus ciudadanos de una forma pacífica. Pero el Katipunan, consciente de su liderazgo, trató de capitalizar su imagen, y algunos no supieron diferenciar la realidad de la propaganda interesada.
Rizal se sentía filipino y español, y tal era su voluntad de demostrarlo, que viajó en el vapor correo trasatlántico Isla de Panay con destino a Barcelona, con intención de embarcar desde ahí como médico militar junto a las tropas españolas que combatían en Cuba.
Finalizando la travesía, el 6 de octubre de 1896, a las cinco de la mañana, estando el barco fondeado frente a la Ciudad Condal en espera de obtener permiso para atracar en el muelle, el teniente Tudela de la Guardia Civil, acompañado por una pareja de agentes, accedió a bordo para detener al filipino que, en una lancha, fue trasladado a puerto y, desde ahí al Castillo de Montjuic. La poca gente que transitaba a esas horas por las inmediaciones quedaría sorprendida al ver cómo los guardias conducían a un caballero menudo, de tez cetrina, elegantemente vestido con un terno negro y un sombrero hongo que, como únicas pertenencias, portaba un cuaderno y unos prismáticos de campaña.
La lejanía de la metrópoli
Pocas horas pasaría Rizal en Barcelona. Esa tarde, tras ser interrogado en Capitanía General, el mismo teniente Tudela le embarcaría con destino de vuelta a Manila, en un transporte de tropas, el vapor Cristóbal Colón, para ser puesto a disposición de las autoridades coloniales en el archipiélago.
Y a su llegada, el capitán general Camilo García de Polavieja y del Castillo-Negrete, Marqués de Polavieja, -recién nombrado gobernador general de las Islas por el gobierno de Antonio Cánovas del Castillo, en la minoría de edad de Alfonso XIII y la regencia de Maria Cristina de Habsburgo-, no estaba para miramientos, y ordenó su fusilamiento. La lejanía de la metrópoli impedía que la Corona española pudiera prestar la debida atención a sus dominios de ultramar.
Escribía Manu Leguineche en su Yo te diré… : “Ellos sufren porque les matamos a su caudillo, y nosotros nos torturamos porque un capitán general sin escrúpulos, recién llegado, mal aconsejado y equivocado de medio a medio, envió ante el pelotón de fusilamiento a un hombre bueno”.
El 30 de diciembre de 1896, a las siete horas y tres minutos de la mañana, las balas acabaron con su vida. Pidió que no le vendaran los ojos, pero no le permitieron mirar al pelotón. Debido a su condición de traidor, le obligaron a ser fusilado de espaldas. Pero se giró con tiempo de mirar de frente a sus ejecutores antes de que los proyectiles le alcanzaran en el pecho.
Menos de dos años después, España perdía Cuba y Filipinas y entraba en la depresión moral, política y social que reflejó la Generación del 98.
Los últimos de Filipinas
Justo estos días, más de un siglo después, se proyecta en los cines españoles 1898: Los últimos de Filipinas, una película dirigida por Salvador Calvo, con guión de Alejandro Hernández, y protagonizada por Luís Tosar, Álvaro Cervantes, Javier Gutiérrez, Karra Elejalde y Carlos Hipólito, que a nadie ha dejado indiferente. A unos, a favor, porque les reafirma en su antimilitarismo por sus soflamas pacifistas y calificativos de “gesta absurda” con soldados caricaturizados que se creen llevados a la muerte por un sinsentido. A otros, en contra, porque les incomoda una versión de un fragmento de nuestra historia al que se priva de toda honorabilidad y espíritu de sacrificio por parte de unos verdaderos héroes.
Pero sí fue una gesta heroica. Lo reflejó muy bien la película original, Los últimos de Filipinas, dirigida por Antonio Román y estrenada en 1945. Narra el heroísmo del capitán Enrique de las Morenas y Fossi, el teniente Saturnino Martín Cerezo y una cincuentena de soldados que quedaron sitiados en la iglesia de Baler, en Luzón, por los insurrectos. Aguantaron casi un año, hasta meses después del Tratado de París, cuando las islas habían dejado ya de ser territorio español. Nunca les abandonó el coraje y espíritu patrio.
Los treinta y tres supervivientes del batallón de Cazadores nº 2, después de 337 días de asedio, se rendían el 2 de junio de 1898. Su valentía les granjeó el respeto del ejército enemigo que no les consideró prisioneros y les permitió volver a España.
El presidente del gobierno revolucionario de Filipinas, el general Emilio Aguinaldo, promulgó un decreto en el que se ensalzaba el valor de los 54 soldados españoles que se habían refugiado en la Iglesia de Baler durante más de once meses demostrando un gran coraje y lealtad. El gobierno de Filipinas consideró a esos soldados amigos del país.
El 12 de junio de 1898, el general Aguinaldo declaró la independencia de Filipinas, poniendo fin a más de tres siglos de presencia española, que se había iniciado en 1521 con la llegada del navegante portugués Fernando de Magallanes, que reclamó el archipiélago para la corona española.
No fue una independencia real, sino simplemente el desalojo de los españoles que, vencidos en la guerra contra Estados Unidos, se vieron obligados a ceder las islas a los norteamericanos a cambio de veinte millones de dólares, en el Tratado de París de 1898. Mediante ese acuerdo que le fue impuesto, España abandonaba también sus demandas sobre Cuba, culminando así lo que en nuestro país sería denominado como el “desastre colonial”.
La independencia proclamada por Aguinaldo no sería reconocida por Estados Unidos que, tras una guerra de tres años, aplastaría lo que ellos bautizaron como “insurrección filipina”. Los estadounidenses, que habían ayudado a los filipinos a derrotar a los españoles, se convertían ahora en colonizadores de un territorio que no cederían hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, el 4 de julio de 1946.
Aprender de los errores
El paso de la historia ha puesto de manifiesto los errores cometidos en todo ese proceso. El primero, el del propio Emilio Aguinaldo quien, en 1958, confesó su arrepentimiento por haberse levantado contra España. Reconoció que, bajo la Corona, los filipinos siempre fueron ciudadanos españoles, mientras que el dominio de Estados Unidos les convirtió tan solo en un mercado de consumidores de sus exportaciones.
Otro error lo cometeríamos los españoles ahora si aceptásemos, sin más, una versión de la gesta de Baler que frivoliza el sacrificio de los soldados españoles que entregaron su sangre y su aliento por defender su baluarte. No murieron como idiotas, sino como auténticos patriotas.
Y otro gran error fue, sin duda, la ejecución de José Rizal, un hombre que defendió los derechos de los filipinos aspirando a que su archipiélago se conviertiera en provincia española de pleno derecho, con representación en Cortes. Un intelectual y un patriota -filipino y español- que murió por la desidia de una administración que, cegada por otras ocupaciones e intereses, fue incapaz de gestionar atinadamente sus dominios más allá de los océanos.
Ahora, al cumplirse 120 años de su injusto fusilamiento, españoles y filipinos reafirman sus lazos de amistad y lamentan los errores y desencuentros del pasado. Lo hacen cada 30 de diciembre, en el aniversario de la muerte de este personaje, venerado en Filipinas, pero desconocido e ignorado por muchos españoles. Y lo hacen también cada 30 de junio, data que ha quedado establecida en el calendario como Dia de la Amistad Hispano-Filipina, por acuerdo de los parlamentos de ambos países, en conmemoración de la fecha en que el general Aguinaldo firmó la orden decretando que ”los últimos de Filipinas” no serían recordados como enemigos, sino como amigos.
En “Mi último adiós”, poema escrito en la celda en la víspera de su ejecución, Rizal se despedía: “Voy donde no hay esclavos, verdugos ni opresores; donde la fe no mata, donde el que reina es Dios”.
Sirva, en el aniversario de su muerte, que esa voluntad pueda reinar en nuestro mundo. Y, por supuesto, en nuestros dos países hermanos.
*Sir Javier Algarra es Caballero de la Orden de Rizal
https://somatemps.me/2016/12/30/la-i...de-jose-rizal/
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