La muerte del Cura



Autor: José Manuel Villalpando


Todo cambio a partir de la de la batalla de Puente de Calderón, cerca de Guadalajara, el 17 de Enero de 1811. Ese día, después de que una bala de los cañones realistas acertó a explotar en un carro de municiones, la tropa huyo despavorida, dejando tras de sí cientos de cadáveres.


Había perdido la guerra, su guerra, la que inicio aquel 16 de septiembre de 1810 cuando convoco al pueblo a pelear por sus derechos, enarbolo un estandarte de la Virgen de Guadalupe y se lanzo a la guerra, a su guerra, sin detenerse a considerar la sangre que se derramaría, sin fijarse en la destrucción de que la hueste de 80 mil personas que lo seguía ocasionaba a cada paso, sin mirar la muerte, la desolación la tragedia que la guerra suponía.


Después de los procesos y su degradación sacerdotal Hidalgo esperaba la sentencia definitiva, permanecía encerrado en prisión. Allí se gano el afecto de sus carceleros, el cabo Ortega y el carcelero Melchor, a quienes trataba con dulzura y mansedumbre.


Pidió un violín y pasaba horas tocando la música que en su juventud interpretaba con sus hermanos; leía con frecuencia su breviario y la Biblia; comía bien y nunca perdió el sueño. Solo a veces se fatigaba por los exhaustivos interrogatorios a los que lo sometía Abella. Entonces, sus carceleros le llevaban chocolate caliente y le sugerían que descansara. Hidalgo les respondía: “ya me falta poco para descansar en la vida eterna”. Llego a quererlos con verdadero afecto y por eso, a falta de papel, en la pared, con un carboncillo, escribió unos versos de agradecimiento a sus celadores:


Ortega, tu crianza fina,

tu índole amable,

siempre te harán amigable

aun con gente peregrina.

Melchor, tu buen corazón

ha adunado con pericia

lo que pide la justicia

y exige la compasión.

El día 29 de julio de 1811 le fue notificada a Hidalgo la sentencia. Al día siguiente, cuando lo sacaron de su celda agradeció a sus carceleros las atenciones que le habían brindado y todavía tuvo bríos para obsequiarles unos dulces, diciéndoles que se los regalaba para que no lo olvidaran. Conmovidos los guardias le contestaron “a usted nunca nadie podrá olvidarlo jamás”



Acompañado de un sacerdote y seguido de un pelotón de soldados, Hidalgo fue llevado a un patio, donde lo esperaba Abella y los hombres que debían fusilarlo. Lo sentaron en una silla. Eran las 7 de la mañana del 30 de julio. Cuentan los testigos que presenciaron la ejecución:


“Sus ojos intensos miraban desafiantes al pelotón de soldados que frente a él apuntaban sus fusiles. Los soldados temblaban de miedo. El oficial al mando, al darse cuenta, amarro una venda a su cabeza y le cubrió los ojos. A la orden de fuego, los soldados dispararon. Tres de las balas se incrustaron en su vientre y una más en un brazo, pero no lo mataron. Con la sacudida se le cayó la venda.”


Una segunda línea de soldados se coloco en el sitio, lista para disparar. Estaban muy nerviosos porque en ese momento supremo, cuando la vida se escapaba, el padre Hidalgo “nos clavo aquellos hermosos ojos que tenia”. A pesar de que el oficial ordeno que apuntaran directo al corazón, los soldados de nueva cuenta atinaron al estomago de Hidalgo. No se quería morir, no se dejaba matar, solo “se le rodaron unas lágrimas muy gruesas. Aun mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella hermosa vista”. La tercera fila de soldados también fallo en darle la certera descarga: le acabaron de destrozar el vientre y la espalda, pero no se moría, porque relatan los testigos “los soldados temblaban como azogados”.


Aturdido por el peso de tamaña responsabilidad, el oficial mando adelantar a dos de sus hombres, les ordeno que a bocajarro apuntaran los cañones al corazón del padre Hidalgo y los dos fusiles al unisonó, percutieron sus balas, consiguiendo solo así el fin. Los franciscanos le dieron sepultura.