Revista FUERZA NUEVA, nº 540, 14-May-1977
Las heroínas del adulterio
Hace algunos días, en uno de los números de “El País”, periódico que no tengo la costumbre de leer como no me lo encuentre regalado encima de alguna mesa, he visto que bajo la firma de Lilí Álvarez aparece un largo artículo en que aquélla crítica ásperamente los preceptos sobre el adulterio que “todavía” rigen en nuestro Código Penal y considera injusto que mientras que el marido sólo comete el referido delito teniendo mancebo dentro de casa o notoriamente fuera de ella, la mujer casada, en cambio, incurre en el mismo sólo con que de un único traspié y donde fuere. Para Lilí Álvarez, dicha discriminación es intolerable, la considera injusta y entiende que al hombre y a la mujer habría que medirles también en esto con el mismo rasero.
Pero pienso que para llegar a semejante conclusión, lo primero que haría falta es que las condiciones, empezando por las orgánicas y biológicas de ambos fueran idénticas. Sin embargo, resulta que las cosas están dispuestas de tal modo que, con vistas a la perpetuación de la especie, la función del hombre es la de fecundar y la de la mujer alumbrar criaturas. Y contra esto nada puede ni la irritación de Lilí Álvarez ni ningún legislador del mundo.
La gravedad de la infidelidad no puede ser igual ante la ley en un varón, que dado el traspié vuelve a su casa seguro de no haber quedado embarazado, que en una mujer, en que podría ocurrir lo contrario. Pretender que los Códigos obliguen al marido a alimentar a un polluelo de procedencia ajena, sin saberlo, es confundir al legislador con los cucos. Sabido es que estas aves depositan sus huevos en nidos ajenos y luego, inocentemente, los dueños del nido incuban los unos y los otros sin distinciones de ninguna clase. Sería curioso, sin embargo, saber lo que las aves son capaces de sentir al ver “estupefactas” aparecer entre sus crías un retoño de plumaje inusitado.
El colmo de las desdichas, y el varón a quien antes se consideraba el más infeliz del mundo era aquel que resultaba, tras de cornudo, apaleado. Pues bien, la receta que propone Lilí Álvarez a través de “El País” no anda lejos de eso, cuando, después de asignar el esposo el papel de cornudo, pretende que, encima, alimente a la prole ajena sin saberlo. Esto me parece tan difícilmente aceptable en cualquier lugar del mundo que sospecho que la tesis de Lilí Álvarez no llegara a prosperar. Por otra parte, arrebatos y rebeliones contra las inconmovibles leyes de Dios y de la naturaleza no son nada nuevo, aunque, como los periodos glaciales y los cataclismos geológicos, se recrudezcan de tiempo en tiempo. (…)
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Además, ya puesta en su inflexible línea de equiparación, debería haberse preguntado Lilí Álvarez no sólo por qué en el Código Penal sigue existiendo la agravante del sexo, por la cual son castigados con mayor dureza los delitos cometidos contra las mujeres que contra los hombres, sino, sobre todo, debiera haber clamado también por la igualdad de sexos al contemplar que, según el mismo cuerpo legal, un pipiolo de diecisiete o dieciocho años puede llegar a cometer delito de estupro si yace con fémina que no ha cumplido los veintitrés, aunque tal vez fuera una de esas heroínas que pidiendo libertad para el adulterio desfilaron por Zaragoza, y a cuenta de cuyo desfile, vituperado por una carta aparecida en “ABC”, salió en tan ardorosa defensa Lilí Álvarez.
Es por todas estas cosas de leyes y mujeres por las que, contemplando a algunas, me viene a la memoria aquella admonición del siempre cáustico Quevedo: “Decís que todas las leyes están contra vosotras; fuera verdad si dijérades que sois vosotros los que estáis contra todas las leyes”.
Francisco DE LA FUENTE ARÉVALO |
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