Las maniobras de un hombre bajito, pero con una voluntad de hierro, impidieron que España se viese ocupada y sometida por un ejército extranjero. La pregunta es obvia, ¿qué hubiera pasado si el hombre bajito no lo hubiese podido impedir? En Hendaya se produjo el encuentro más decisivo de la Historia española del Siglo XX. Fue tan importante que, de haber tenido otros resultados, hoy todo sería distinto en el mundo. Un mindundi de la política, un menesteroso intelectual y moral, se sacó una ley del sombrero de los conejos para que la gente se olvide del hombre bajito de Hendaya.
Hendaya, guerra o paz para España
Pedro Fernández Barbadillo
"Sin embargo, vi lo suficiente en él (Franco) y en los que le rodeaban como para comprender que lo único que nos unía era nuestro común deseo de mantener a España fuera de la guerra."
Samuel Hoare, en Embajador ante Franco en misión especial
Como muestra de que el debate histórico –como el filosófico o el político- está poseído por el sectarismo y el sentimentalismo, antes de explicar el papel de la España de Franco en la Segunda Guerra Mundial hay que subrayar que España no fue combatiente en la guerra. Sólo unos pocos miles de españoles participaron en los dos bandos. España fue, como en la Gran Guerra, campo de batalla de los espías del Eje y de los Aliados, suministrador de alimentos y minerales y, por fortuna, poco más.
Cuando estalló la guerra, el general Franco declaró el 4 de septiembre de 1939 la neutralidad nacional y ordenó "la más estricta neutralidad a los súbditos españoles". Pese a la oposición de Berlín, España, que se había adherido al Pacto Anti-Komintern en abril, siguió reconociendo al Gobierno polaco, exiliado en Francia, al que permitió tener una representación abierta (Washington se negó a reconocerlo). En los meses siguientes, Franco hizo llamamientos a la paz, que molestaron al Reich, redujo el comercio español con Alemania y hasta firmó un acuerdo comercial en marzo de 1940 con el Gobierno británico. Londres, por su parte, no quería que España basculase hacia Berlín. El estado del país impedía cualquier nueva aventura militar.
¿La próxima Noruega?
Pero la arrolladora victoria alemana primero en Noruega y luego en Francia y Bélgica cambió la situación. Italia entró en guerra, con lo que el Mediterráneo se convirtió en escenario bélico. En junio de 1940, después del armisticio de Hitler con el Gobierno presidido por Pétain, España quedó encajonada entre los combatientes: una Alemania que controlaba la frontera terrestre y un Imperio británico que dominaba el Atlántico. El título de las memorias del ministro de Franco Ramón Serrano Suñer, Entre Hendaya y Gibraltar, explica el difícil equilibrio de Madrid. Y Hitler y Churchill coincidían en que su guerra total no se detendría ante la neutralidad de los países pequeños.
Encuentro de Hitler y Franco
En el verano de 1940 se especulaba en Berlín y Londres con que España podía ser la próxima Noruega. El reino escandinavo fue presa disputada entre los Aliados y Alemania. Los primeros querían controlarlo, sobre todo sus puertos, para impedir las exportaciones suecas a Alemania; ésta quería que mantuviese una neutralidad fuerte. Al final, Hitler se adelantó a una operación militar franco-británica-polaca, y Noruega se convirtió en campo de batalla, primero, y, luego, en país ocupado por los nazis hasta la rendición del Reich.
Los historiadores se dividen en quienes consideran que Franco tuvo desde el principio de la guerra la intención de unirse al Eje para obtener un imperio con los despojos de británicos y franceses. Algunos llegan a presentar a un Franco insistente al que Hitler tiene que persuadir de que se mantenga neutral, como si se tratase de una visita molesta a la que hay que indicarle la puerta de salida. Un segundo grupo de historiadores cree que, durante unos meses, contados desde la rendición de Francia, Franco tuvo la misma tentación de Mussolini, de sentarse a la mesa del banquete, pero que, por diversas razones, la resistió. Y un tercer grupo está convencido de que, desde el primer momento, al generalísimo le movía el deseo de separarse de la guerra, aunque así se enfrentara a los sectores pro-germanos de su régimen.
El comportamiento de Franco y de su ministro de Exteriores, Juan Luis Beigbeder, en junio del 40 quita la razón al primer grupo de historiadores, pues España no aprovechó el desastre franco-británico, a diferencia de Italia, que clavó un puñal por la espalda a los franceses. Los españoles dijeron que no habría sido caballeroso ni honorable atacar a Francia en esas circunstancias.
En el verano, el almirante Wilhem Canaris, jefe de los servicios de inteligencia militares de Alemania (Abwehr) y anti-nazi, y que solía visitar España comunicó a varios dirigentes españoles (Jorge Vigón, Ramón Serrano Súñer y Carlos Martínez Campos) que el III Reich no vencería en la guerra y, además, les explicó como engañar a Hitler o al menos ganar tiempo (Richard Bassett, en El enigma del almirante Canaris).
Alemania cambia de estrategia contra Inglaterra
Hay que tener presente la situación geopolítica, la más agitada desde las guerras napoleónicas. El Imperio británico retrocedía en todos los frentes (salvo Abisinia contra los italianos); la URSS mantenía el pacto de amistad con Alemania y le enviaba todo tipo de suministros, empezando por el petróleo; en EEUU la opinión popular era contraria a participar en la guerra; la Francia de Vichy colaboraba con el ocupante… Durante un par de años la victoria del Eje parecía tan indubitable que hasta los monárquicos tantearon a los alemanes: si quitaban a Franco y daban el trono al infante Juan de Borbón, la nueva monarquía sería germanófila.
El eslogan propagandístico germano-italiano del Nuevo Orden en Europa parecía a punto de construirse sobre las ruinas de las democracias parlamentarias y el capitalismo.
La única mancha en ese panorama era el alargamiento de la Batalla de Inglaterra: ni los submarinos ni la aviación alemanas habían conseguido doblegar a los británicos, y llegaba el invierno. El mando alemán decidió atacar a Londres mediante una estrategia periférica: cerrar el Mediterráneo, formar una alianza con Vichy, dirigir la expansión de Stalin hacia la India…
Para eliminar la colonia de Gibraltar era imprescindible contar con Madrid. En septiembre, Serrano Suñer, cuñado y ministro de Gobernación, viajó a Alemania para reunirse con Hitler y su ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, y negociar la entrada de España en la guerra. Allí los nazis llegaron a proponer a un indignado Serrano que les cediese una isla de las Canarias para usarla como base de submarinos. El 27 de septiembre se firmó en Berlín el Pacto Tripartito entre el Reich, Italia y Japón, en que los miembros del Eje se repartían la isla del mundo.
Como de la visita de Serrano (quien regresó a España enfadadísimo por el trato recibido), no salió nada, Hitler invitó a Franco a una reunión entre los dos. La fecha se fijó el 23 de octubre y el lugar la estación de tren de Hendaya, en la Francia ocupada. El 2 de octubre, el consejo de ministros británico debatió la posibilidad de ofrecer a Franco un acuerdo sobre Gibraltar para después de la guerra con tal de asegurarse la neutralidad española, pero Churchill se opuso. Días antes de marchar a Francia, Franco destituyó al pro-aliado Beigbeder, cuya amante inglesa era una espía, y lo sustituyó por el pro-germano, pero desilusionado, Serrano. Al mismo tiempo, Franco mandó a su embajador en Francia, el bilbaíno José Félix de Lequerica, que le prometiese al mariscal Pétain que no se sumaría a Hitler. De acuerdo con la agenda de éste, el Führer se reuniría con el jefe del Estado francés al día siguiente en otra estación de tren, en Montoire.
El tren que llevaba al Caudillo y su séquito salió de San Sebastián y llegó con un ligero retraso de ocho minutos a la estación de Hendaya, donde ya esperaba Hitler. Al vagón del tren del Führer, el Erika, sólo subieron Hitler, Franco, sus ministros de Exteriores y sus intérpretes, el barón de las Torres y Gross (que no era el habitual, Paul Schmidt; sin embargo, Hitler de nuevo recurrió a él al día siguiente cuando se reunió con Pétain). Después, la cena y una nueva reunión.
Las horas siguientes fueron las más cruciales para el destino de los españoles desde el 18 de julio, y bien lo sabían quienes las vivieron: la mujer de Franco y su hija permanecieron rezando ante el Santísimo en la capilla del palacio del Pardo durante tres días.
Franco habla más que Hitler y le saca de quicio.
Mientras el dictador alemán exponía la importancia de tomar Gibraltar para forzar a Londres a negociar, el español respondía que más importante era el canal de Suez o que la potencia de la Royal Navy aseguraba todavía el dominio británico del Atlántico. Hitler aseguraba que la guerra iba a acabar pronto y Franco exigía la garantía de suministros de alimentos, petróleo y armas (Canaris le había dicho a Franco qué tipo de cañones pedir a Hitler, que Alemania ya no fabricaba). Franco preguntaba por los territorios que recibiría España por su compromiso y esfuerzo, aparte de Gibraltar, y Hitler, que no quería enajenarse a los franceses, respondía que eso se decidiría más tarde.
"Tal vez el detalle más insólito del encuentro estuvo en que al parecer Franco habló más que Hitler" (Stanley Payne y Jesús Palacios, en Franco). El español hizo algo que dejó pasmados a los alemanes que se enteraron de los pormenores: sacar de quicio a Hitler. La larga charla del escurridizo Franco, con su voz monótona y aguda narrando sus anécdotas de la guerra en Marruecos y haciendo sutiles reproches, irritó al canciller alemán.
Ribbentrop entregó a Serrano un protocolo secreto en que Berlín fijaba la entrada de España en la guerra y otras condiciones. Los españoles se negaron a firmarlo, pero prometieron devolver otra versión. Una vez de vuelta en San Sebastián, Franco y Serrano reescribieron el protocolo y se lo entregaron al ministro alemán.
Este protocolo (que se conoce porque las tropas norteamericanas se apoderaron de la versión alemana, aunque sin firmas, y se publicó en 1960) parecería dar la razón a quienes piensan que Franco iba a unir la suerte de España a la del Eje, pero si nos fijamos en dos de las condiciones deducimos lo contrario: las partes se comprometían a guardar secreto sobre el documento y sería Madrid quien eligiera la fecha de la entrada de España en la guerra. Fuese como fuese, el protocolo no se cumplió.
Al día siguiente, Hitler tampoco arrancó ningún compromiso contra los británicos a Pétain y, para acabar de derribar el castillo de sueños de Hitler, el 28 de octubre Mussolini invadió Grecia mientras proseguían sus derrotas en Libia. Los griegos vapulearon a los italianos y encima los británicos volvieron a poner el pie en el continente europeo. El Führer del pueblo germano no quiso saber más de tratos con latinos. El 5 de noviembre, Roosevelt, que había prometido ayuda a todas las naciones atacadas por el Eje, obtuvo un tercer mandato en las elecciones presidenciales.
El conde de Barcelona: Chapeau! Chapeau!
¿Ganó Hitler a Franco?, ¿o Franco a Hitler?, ¿o fue un empate? La clave nos la puede dar el comportamiento posterior de cada uno de los dictadores.
Hitler salió echando pestes de la reunión; durante los años siguientes despotricó contra Franco y Serrano ante sus aliados, ministros y generales y lamentó no haber penetrado en España para conquistar Gibraltar por las buenas o por las malas. Franco guardó el protocolo en su archivo, no volvió a reunirse con el Führer y sobrevivió a la guerra. En 1959 acudió a Madrid a visitarle quien había sido generalísimo de las tropas aliadas en Europa, Dwight Eisenhower, presidente de EEUU.
El conde de Barcelona, enemigo de Franco, se pronunció de la siguiente manera sobre las relaciones entre Madrid y Berlín (Don Juan. Grandeza y servidumbre del deber, de Víctor Salmador):
Aquellas tan difíciles relaciones (…), fueron ‘bordadas’ por parte española. Habilidad, astucia, talento, paciencia… todo. Las divisiones alemanas estacionadas en los Pirineos igual que perros de presa; Hitler acuciando… Chapeau! Chapeau!
"He ahí la tragedia. Europa hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma europea choca con una realidad artificial anticristiana. El europeo se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.
<<He ahí la tragedia. España hechura de Cristo, está desenfocada con relación a Cristo. Su problema es específicamente teológico, por más que queramos disimularlo. La llamada interna y milenaria del alma española choca con una realidad artificial anticristiana. El español se siente a disgusto, se siente angustiado. Adivina y presiente en esa angustia el problema del ser o no ser.>>
Hemos superado el racionalismo, frío y estéril, por el tormentoso irracionalismo y han caído por tierra los tres grandes dogmas de un insobornable europeísmo: las eternas verdades del cristianismo, los valores morales del humanismo y la potencialidad histórica de la cultura europea, es decir, de la cultura, pues hoy por hoy no existe más cultura que la nuestra.
Ante tamaña destrucción quedan libres las fuerzas irracionales del instinto y del bruto deseo. El terreno está preparado para que germinen los misticismos comunitarios, los colectivismos de cualquier signo, irrefrenable tentación para el desilusionado europeo."
En la hora crepuscular de Europa José Mª Alejandro, S.J. Colec. "Historia y Filosofía de la Ciencia". ESPASA CALPE, Madrid 1958, pág., 47
Nada sin Dios
Los distintos archivos históricos nos dicen que la neutralidad y la no-beligerancia del Estado Nacional fue, durante la mayor parte de su vigencia oficial, de marcada tendencia a favor del Eje. No hay duda alguna de la afinidad ideológica que existía en la mayor parte del liderazgo político español de la época. En este sentido y en su deriva económica [véase las exportaciones de materias primas estratégicas al Reich], logística [ véase la disponibilidad de las bases españolas para unidades de la Kriegsmarine], laboral [véase la mano de obra española para Alemania], militar [véase los bravos voluntarios españoles que marcharon a luchar a la U.R.S.S], diplomática, de inteligencia y propagandística [véase la posición de la prensa española ante el conflicto] podemos decir que nuestro país pese a no entrar en guerra tuvo una clara disposición a favor del Eje.
La realidad de entonces [situémonos en el armisticio del 22 de junio del 1940 firmados entre el Reich y la III República Francesa] era que ni el Estado Nacional ni la Italia del Duce tenía interés alguno de participar en tal contienda; a nosotros no nos interesaba pues todavía España estaba padeciendo los terribles efectos de la Cruzada de Liberación Nacional y a la Italia del Duce porque llanamente no se le había perdido nada en tal contienda.
La realidad económica de la España en esta época era dramática y la resolución de tales problemas dependía en grado sumo de la voluntad política de las detestadas democracias liberales de Gran Bretaña y Estados Unidos cuyos gobiernos jugaron precisamente con esta carta de forma maquiavélica para evitar una entrada de España en la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, desde el punto de vista de la Alemania de Hitler, la entrada de España suponía más problemas que beneficios, ya en el verano del 1940 Alemania estaba padeciendo las consecuencias del bloqueo económico británico teniendo que recurrir por ello a la ampliación de sus acuerdos comerciales con la U.R.S.S, si España hubiese entrado en el conflicto y no hubiese sido derrocado por sus militares más reacios a tal decisión, las consecuencias del bloqueo económico hubiesen sido devastadoras para España ya que las necesidades alimentarias y energéticas no podían ser cubiertas mínimamente por el Reich. Una España unida al conflicto hubiese provocado [más] problemas económicos a la Alemania y en la España los efectos del bloqueo podrían haber provocado una revuelta civil instigada por Gran Bretaña y sus acólitos.
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