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Tema: Revistas culturales de postguerra

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    Revistas culturales de postguerra

    Revistas culturales de postguerra
    Florentino Pérez Embid Temas españoles nº 215
    Publicaciones españolas
    Madrid 1956 · 30 + IV páginas

    I. Revistas de preguerra · «Revista de Occidente» · «Acción Española» · «Cruz y Raya»
    II. Las revistas de los años de guerra · «La Hora de España» · «Jerarquía» · «Fe»
    III. Las principales revistas de postguerra · «Escorial» · «Arbor» · Revistas especialmente orientadas a la cultura hispánica · «Cuadernos Hispanoamericanos» · «Estudios Americanos»
    IV. Otras revistas culturales y las de más reciente aparición · Revistas de instituciones religiosas · «Revista de Estudios Políticos» · «Finisterre» · «Clavileño» · «Nuestro Tiempo» · «Punta Europa» · V. Horizontes abiertos




    En el lenguaje corriente entendemos por «revista cultural» una publicación periódica, bastante «de minorías», en la que se reflejan las ideas y los hechos contemporáneos referentes a la orientación del pensamiento, del arte, de las letras, y los avances y los principios generales del saber científico.

    Entendidas de esa manera, las publicaciones españolas que han cultivado este campo de la actividad del espíritu, después de la Victoria de 1939, constituyen un panorama realmente interesante.

    En primer lugar, porque con las oscilaciones e inseguridades propias de los tiempos de reajuste social, reflejan en conjunto una decidida y sana orientación de los esfuerzos culturales, que resultan estar hechos con amplia voluntad de acierto y ambición de sincero rigor.

    En segundo lugar, porque siendo como es nota distintiva de las revistas culturales una clara tendencia a la elaboración y difusión de las doctrinas sociales y políticas, el esquema de aquéllas en un país y tiempo determinados, esboza y prefigura el de las fuerzas intelectuales de su historia pública.

    En España, el juego de las corrientes del pensamiento en estos quince años de postguerra española, resultaría ininteligible sin el precedente de tres revistas culturales de la preguerra, las cuales, por añadidura, ofrecen el interés de corresponder cada una de ellas a uno de los tipos fundamentales que cabe distinguir en el género «revista cultural». Las tres aludidas son, naturalmente: Revista de Occidente, de matiz más filosófico y culturalista; Acción Española, de pensamiento político, y Cruz y Raya, de carácter más literario y artístico.

    En estas páginas se intenta una caracterización –ligera– de los movimientos intelectuales de que cada publicación ha sido fruto, por una parte, y por otra, instrumento de difusión. Es verdad que muchas veces, a lo largo de la vida de una revista, cambian o varían sus principios doctrinales o los afanes próximos del grupo que la dirige y da vida. Pero esto en modo alguno entraña –salvo excepciones– un cambio radical, sino que es más bien aplicación del propósito originario, con las servidumbres que imponen la realidad del ambiente y las posibilidades prácticas de la labor. Así no resultará históricamente incorrecto dedicar atención primordial a las declaraciones iniciales de orientación, afanes y razón de ser.

    Otra advertencia importante es de este lugar. En España, además de las que aquí van a citarse, se han publicado en estos años otros dos tipos de publicaciones que quedan fuera de la actual exposición. [4]

    Unas, son las dirigidas a públicos bastante amplios, y que, aunque dedicadas a temas literarios, artísticos o culturales, tienen un carácter puramente informativo, y no dan cabida de modo habitual a la creación intelectual original. Incluso en el formato se distinguen de las revistas culturales en sentido estricto. Estas otras –que es lo que ordinariamente entendemos por «revistas literarias»– se parecen más al periódico por el tamaño y número de las páginas, por la composición tipográfica, por la proporción de ilustraciones y por la orientación de los textos.

    El otro tipo de publicaciones que aquí no se recogen son las editadas por algunas órdenes y congregaciones religiosas. Como exponentes que son de un espíritu genuino, y cuya permanencia no depende de los vaivenes del ambiente general, resultan menos representativas desde este punto de vista, que es el que inspira la enumeración siguiente. [5]

    I. Revistas de Preguerra

    «Revista de Occidente»
    Empezó a publicarse en 1923, y en el mes de julio de 1936 editó su último número, el 157. Es –hasta ahora– la de más prolongada vida, y fue la primera importante que apareció. Ocupa, por tanto, para nosotros un lugar destacado en el tema que este trabajo aborda.

    Era una publicación pequeñita, de poco más de cien páginas, y un tanto de bolsillo. Seguramente, impresa con gusto tipográfico, con lo cual seguía, en cierto modo, la línea de Sí, la revista de Juan Ramón Jiménez, y el color con que la recordamos muchos es el verde; no sólo porque era el que aparecía normalmente en las portadas, sino porque ese color resulta congruente con el aire general, ligero y brillante de la revista. Como ya hace bastante tiempo que salía, y los jóvenes tenemos de ella un recuerdo lejano y de conjunto, fomentado además por las alusiones de los simpatizantes, me parece que la impresión que sobre esta revista circula está idealizada en demasía. Si ahora cogemos al azar unos cuantos números de ella, en concreto, encontramos un excesivo porcentaje de traducciones y colaboraciones extranjeras, prólogos o capítulos de libros demasiado ocasionales, junto con ensayos interesantes y algunos trozos estrictamente literarios, pero faltan la solidez y la coherencia intelectual enérgica que luego han tenido en España otras revistas de parecido propósito y carácter. No cultivó nunca de modo permanente o sistemático la crítica de libros.

    Fue muy eficaz y proporcionó estímulo y materiales a muchos ensayistas. Ignoro la cuantía media de sus tiradas. La revista está unida inseparablemente a una figura destacada y discutible en extremo en nuestra vida intelectual: don José Ortega y Gasset, y a la labor más amplia que él dirigió en la editorial del mismo título. Otras firmas características son el primer García Morente, Fernando Vela, Gaos, Benjamín Jarnés...

    Dio cabida desde el principio a la creación literaria, y en sus páginas son frecuentes las firmas de Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja, Antonio Machado y poetas de la generación siguiente.

    En conjunto, fue la publicación típica de la mentalidad que cristalizó en la «Agrupación de intelectuales al servicio de la República». Su declaración de «Propósitos», fechada en 1923, decía así:
    «Los propósitos de la Revista de Occidente son bastante sencillos. Existe en España e Hispanoamérica un número crecido de personas que se complacen en una gozosa y serena contemplación de las ideas y del arte. Asimismo les interesa recibir de cuando en cuando noticias claras y meditadas de lo que se siente, se hace y se padece en el mundo: ni el relato inerte de los hechos, ni la interpretación superficial y apasionada que el periódico les ofrece, concuerdan con su deseo. Esta curiosidad, que va lo mismo al pensamiento o la poesía que al acontecimiento público y al secreto rumbo de las naciones, es, bajo su aspecto de dispersión e indisciplina, la más natural, la más orgánica. Es la curiosidad ni exclusivamente estética ni especialmente científica o política. Es la [6] vital curiosidad que el individuo de nervios alerta siente por el vasto germinar de la vida en torno y es el deseo de vivir cara a cara con la honda realidad contemporánea.

    En la sazón presente adquiere mayor urgencia este afán de conocer «por dónde va el mundo», pues surgen dondequiera los síntomas de una profunda transformación en las ideas, en los sentimientos, en las maneras, en las instituciones. Muchas gentes comienzan a sentir la penosa impresión de ver su existencia invadida por el caos. Y, sin embargo, un poco de claridad, otro poco de orden y suficiente jerarquía en la información les revelaría pronto el plano de la nueva arquitectura en que la vida occidental se está reconstruyendo.

    La Revista de Occidente quisiera ponerse al servicio de ese estado de espíritu característico de nuestra época. Por esta razón, ni es un repertorio meramente literario ni ceñudamente científico. De espaldas a toda política, ya que la política no aspira nunca a entender las cosas, procurará esta revista ir presentando a sus lectores el panorama de la vida europea y americana. Nuestra información tendrá, pues, un carácter intensivo y jerarquizado. No basta que un hecho acontezca o un libro se publique para que deba hablarse de ellos. La información extensiva sólo sirve para confundir más el espíritu, favoreciendo lo significante, en detrimento de lo selecto y eficaz. Nuestra revista reservará su atención para los temas que verdaderamente importan y procurará tratarlos con amplitud y rigor necesarios para su fecunda asimilación.

    La occidentalidad del título alude a uno de los rasgos más genuinos del momento actual. La postguerra, bajo adversas apariencias, ha aproximado a los pueblos. Los vocablos de hostilidad no impiden que hoy cuenten más los unos con los otros, y aunque de mal humor, se penetren y convivan. Antes de la guerra existía, en cambio, un internacionalismo verbal y de gesto, un cosmopolitismo abstracto, engañoso, que nacía previa anulación de las peculiaridades nacionales. Era el cosmopolitismo obrerista, bancario, de hotel Ritz y sleeping-car; tras él pervivían los pueblos en rigurosa incomunicación. El cosmopolitismo de hoy es mejor, y en vez de suponer un abandono de los genios y destinos étnicos, significa su reconocimiento y confrontación.

    Ello es que, sin deliberado acuerdo, casi todas las revistas de Europa y América se van llenando de firmas extranjeras. Así, nosotros atenderemos a las cosas de España, pero, a la vez, traeremos a estas páginas la colaboración de todos los hombres de Occidente, cuya palabra ejemplar signifique una pulsación interesante del alma contemporánea.
    Esperamos, poco a poco, corrigiendo en cada número los defectos del anterior, conseguir que algún día sea esta revista el recinto tranquilo y correcto donde vengan a asomarse todos los espíritus resueltos a ver claro.
    "¡Claridad, claridad!", demandan, ante todo, los tiempos que vienen. El viejo cariz de la existencia va siendo arrumbado vertiginosamente, y adopta el presente nueva faz y entrañas nuevas. Hay en el aire occidental disueltas emociones de viaje: la alegría de partir, el temblor de la peripecia, la ilusión de llegar y el miedo a perderse.»



    «Acción Española»

    Con ambición similar, pero claro es que de sentido contrario, estuvo Acción Española, verdadero exponente del pensamiento tradicional y de la doctrina monárquica en los años de máxima dificultad. El acendramiento impuesto por la lucha contra la República y la necesidad de aunar los esfuerzos coincidentes, alejaron a la revista de todo matiz partidista o sectario, e hizo que en sus páginas apareciesen pensadores católicos de todas las significaciones políticas.

    Fundada en 1931 por el conde de Santibáñez del Río e impulsada siempre por Eugenio Vegas Latapié, fue don Ramiro de Maeztu quien la dirigió desde el número 28, mayo de 1933, hasta el final, y el nombre suyo el que la simboliza en la historia de nuestra cultura. Allí –número 40–, y bajo el título «Una bandera que se alza», publicó José Antonio Primo de Rivera [7] el discurso fundacional de la Falange.

    Allí, Víctor Pradera dio a conocer sus teorías tradicionales sobre «El Estado nuevo». Y allí, Calvo Sotelo, Pemán, Jorge Vigón, Sánchez Mazas, Rodezno, Arrarás, Sainz Rodríguez, José Pemartín, Leopoldo Palacios, Corts Grau, Vázquez Dodero, mantuvieron la ancha bandera nacional de su acción española. Por eso pudo escribir Eugenio Montes, otra de las figuras representativas, que «desde esta Covadonga de Acción Española estamos reconquistando España», y también que fue aquella «faena grandiosa, escurialense, de rehacer España de sus ruinas».

    Publicación en la que predominaban los temas de derecho público y de historia política, incluyó con frecuencia crónicas culturales y reseñas bibliográficas, actualizó y reivindicó la grandeza del pensamiento de Menéndez Pelayo, y representó un movimiento intelectual paralelo en los propósitos al de Acción Francesa, sin que tuviera respecto de él mimetismo sustancial ninguno. Suspendida después del 10 de agosto por el Gobierno de la República, al llegar el 18 de julio de 1936 había publicado 88 números.

    Por eso tiene el número 89 la Antología de Acción Española, que se publicó en Salamanca en 1937, llevando en cabeza las siguientes palabras del Generalísimo Franco: «Acción Española, fiel a su título, representó en el transcurso de los últimos años el refugio donde encontraron asilo los esforzados paladines de la inteligencia puesta al servicio de la Patria. En la martirología nacional, la sangre de aquellos pensadores y sus gestas heroicas hicieron más vigoroso el marcial grito de ¡Santiago y cierra España!» Aún conservo con alegría el ejemplar de aquel número último que, fresca la tinta, me mandó al frente un amigo. De aquellos días conservo también algunos de los libros publicados por Acción Española: la Historia de España, de Menéndez Pelayo, seleccionada por Vigón, y el Discurso a los universitarios españoles, de López Ibor.

    Su artículo inicial, que vale como explicación del plan cultural de la revista, era original de Ramiro de Maeztu, quien obtuvo con él el Premio Mariano de Cavia, que desde su fundación por don Torcuato Luca de Tena, el creador de la empresa de Prensa Española, ha sido el máximo galardón de la vida del periodismo español.

    He aquí el artículo:
    «España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora y no en el árbol. Pero la hiedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo Iglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez y Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.

    Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España allá en los comienzos del siglo XVIII ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la antipatria no tiene su ser más que en la patria, como el anticristo lo tiene en el Cristo
    . Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: [8]

    "Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit." El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía no hay sino extravíos."


    * * *
    Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe al Cristianismo, y con el Cristianismo, al ideal. Luego vienen las pruebas. Primero la del Norte, con el orgullo arriano, que proclama no necesita Redentor, sino Maestro; después la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la cruz y a Europa, al Occidente, a identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la cruz a la Alhambra, descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente histórica nos hacía tender la cruz al mundo nuevo.

    Ahí están los manuscritos del P. Vitoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del hombre. No podría creer que los hombres, ni siquiera algunos hombres, fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos la hizo brillar el P. Vitoria con su doctrina de la gracia. Algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento, donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en el Consejo de Indias e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que trocó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica y de incorporación a la cristiandad de aquellas razas, a las que llamaban los reyes de Castilla "nuestros amigos los indios". ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la sentencia: "No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos, sin excepción, se les da –próxime o remote– una gracia suficiente para la salud..."

    ¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la posibilidad de salvación se deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos, como Juana de Arco: "Los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia hacen la guerra al Rey Jesús", aunque estamos ciertos de haber peleado en nuestros buenos tiempos, las batallas. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la Revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.

    El ideal hispánico está en pie. Lejos del ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni [9] más listos ni más fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano al emplazar una misma posibilidad de salvación entre todos los hombres, con lo que hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas? ¿Podremos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?

    Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por todo el haz de la tierra aquel espíritu español que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así, la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.

    * * *
    La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del monarca hechizado. Cuentan los historiadores que a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un rey y una corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba academias y talleres, carreteras y canales. Embargados en cuidados superiores, nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que «Ya no hay Pirineos», lo que entendió la mejor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restauraran para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el poder asequible.

    Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote? El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud, una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía católica en territorial y los caballeros cristianos en señores primero y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandona moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal que es ahora la música popular española.

    * * *
    Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiado conocedores de su historia para poder creer lo que la [10] envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formuló desesperadamente Cánovas: «Con la patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre.» La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y contrario el movimiento universal de las ideas.

    Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dado otra vuelta y ahora está con nosotros, porque sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados. El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo. La salvación no está en hacer lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las naturales, nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, en la objetividad del bien común y no en la caprichosa voluntad del que más puede.

    Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón, arrepentido; por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy, porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.

    Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de doler aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de que no podamos hacer lo que debemos.»


    «Cruz y Raya»

    «Revista de afirmación y negación», dirigida por José Bergamín, publicó 39 números, entre abril de 1933 y junio de 1936. Editada inicialmente por un grupo de destacados intelectuales de clara tendencia católica, la presión de la vida política durante aquellos años y la evolución de su grupo director deslizaron poco a poco a Cruz y Raya a una [11] actitud equivoca, desenlazada luego con el exilio de sus nombres más representativos, de los cuales los más importantes acabaron por declararse abiertamente comunistas. Representa, en verdad, esta publicación el más coherente intento hasta ahora en la cultura española de configurar una corriente de catolicismo progresista, al modo como han cuajado en otros países –Francia sobre todo– los movimientos equívocamente llamados de catolicismo de izquierdas.

    Claro está –como la historia reciente y la menos reciente ya han demostrado– que las aventuras intelectuales de tales católicos en ningún país han sabido encontrar horizontes despejados ni caminos sin precipicios. Menos aún podían hallarlos en España, en donde eran planta sin tierra.

    Muy cuidada de presentación, con influencias de tipografía cubistoide, inicia la distribución de sus originales en secciones con títulos metafóricos: «Cristal del tiempo», «Criba» y la publicación de apéndices en papel de color, con textos literarios importantes o trabajos de erudición especial, así como la selección –en páginas destacadas– de textos ajenos, modalidades todas ellas que, en lo puramente externo, han inspirado a otras publicaciones de postguerra, especialmente Cuadernos Hispanoamericanos.
    Última edición por ALACRAN; 25/05/2016 a las 15:13
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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