II. Las revistas de los años de guerra
«La Hora de España»
Publicación formalmente cuidada y que refleja en sus números la colaboración de los intelectuales al esfuerzo de guerra de la zona roja, es hoy conocida sólo de aquellos que la recuerdan, y de muy pocos más, entre los cuales, ciertamente, hay pocos jóvenes. No es posible –sin ella– entender el clima mental de las violencias que cuajaron en la lucha, y tampoco la orientación cultural de algunos intelectuales españoles –unos, exilados; otros, no– después de la Victoria. Citar aquí nombres precisos parecería hoy agresivo. No quiero hacerlo.
«Jerarquía»
En Pamplona, impresa me parece en Zaragoza, se hicieron los cuatro número de Jerarquía, la «revista negra de la Falange», como rezaba su subtítulo, llena de un aire artesano y con un deliberado aspecto lapidario y solemne, que iba desde la cubierta negra con letras doradas hasta la composición policroma de sus páginas, encuadradas con viñetas y alegorías. Intelectualmente influyó en la publicación el maestrazgo de don Eugenio d'Ors y la inspiración de Angel María Pascual, más la colaboración activa de los más destacados intelectuales falangistas. Yo la recuerdo de cuando el número 2 me llegó también al frente, y escribí pidiendo el primero; la respuesta de Fermín Yzurdiaga, el director, escrita en papel azulina y firmada con lápiz de color, me anunciaba una proyectada reimpresión, que luego no llegó a salir. Fue característico el aire con que aparecía al principio de cada número el soneto de Hernando de Acuña, bajo una espada dorada, sobre cuya empuñadura iba en tinta colorada el yugo y las flechas. Allí publicó José María Pemán el prólogo a su Poema de la Bestia y el Angel, muy a tono con el momento espiritual de España, y que luego fue uno de los tres o cuatro libros de gran formato aparecidos bajo la rúbrica de Jerarquía. Otro de ellos, la reedición del Genio de España, de Ernesto Giménez Caballero.
«Fe»
Junto a Jerarquía, y en cierto modo distinta y coincidente con ella, apareció Fe, Revista de doctrina nacionalsindicalista, que tuvo dos épocas: una que duró seis números, pequeñitos, con portada negra y gruesos trazos esquemáticos en color cambiante, hecha, primero, con textos de los fundadores de Falange, y luego, con escritos intelectuales y políticos de aire impetuoso. Y a continuación una segunda época, más sistemática, hecha bajo el signo de los servicios de Prensa y Propaganda, que es la que –terminada la guerra– desembocó en la creación de Escorial.
III. Las principales revistas de postguerra
«Escorial»
Apareció en Madrid en noviembre de 1940, dirigida por Dionisio Ridruejo y con Pedro Laín Entralgo como subdirector. Dos años más tarde, en noviembre de 1942, fue director José María Alfaro; esta primera época –interrumpida en 1945– duró hasta el número 55, ya de 1947.
Publicación concebida bajo el signo falangista y arquitectónico del monasterio filipino, sus secciones sobriamente tituladas y muy llenas de contenido le dieron desde el primer momento un tono importante. Abierta con rigor a los fenómenos culturales verdaderamente valiosos, fue Escorial la manifestación típica del grupo cultural que algunos han llamarlo «generación de 1936», si bien en sus páginas aparecieron desde el principio firmas de tiempos anteriores, como Menéndez Pidal o don Gregorio Marañón. Impresa en los mismos talleres que habían hecho un tiempo Cruz y Raya, en su aspecto –cuidado también– campeaban escudos y grabados, y títulos unidos a dibujos escurialenses. En sus páginas aparecieron nombres muy varios: Zubiri, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Rafael Calvo Serer, Octavio Foz Gazulla, Augusto Andrés Ortega y cien más, entre los cuales –en éste como en todos los casos– sólo es posible, si se cita, citar al azar.
Importa, en cambio, precisar, además de lo dicho, el carácter ceñido a los temas culturales, entendidos de un modo amplio y a la vez estricto, la gran atención concedida a la información y crítica bibliográfica, y la inteligente inclusión de colaboraciones poéticas y literarias. Escorial, a lo largo de toda su primera época es quizá la revista cultural española más armónica y externamente mejor conseguida de estos treinta años últimos, sobre todo teniendo en cuenta el quiebro que para Arbor ha representado su desafortunada etapa última.
Interrumpida en 1946, y apenas reaparecida en 1947, en el 1949 intenta una segunda época, que dura de mayo a diciembre y llega hasta el número 64. Entonces apareció dirigida por don Pedro Mourlane Michelena y siguió teniendo las trescientas páginas que fueron siempre su término medio, además de la misma orientación y aspecto. He aquí, a continuación, el texto inaugural, aparecido en noviembre de 1940:
«Interesaba de mucho tiempo atrás a la Falange la creación de una revista que fuese residencia y mirador de la intelectualidad española, donde pudieran congregarse y mostrarse algunas muestras de la obra del espíritu español no dimitido de las tareas del arte y la cultura a pesar de las muchas aflicciones y rupturas que en años y años le han impedido vivir como conciencia y actuar como empresa.
En este orden han precedido a Escorial algunos intentos nobles y certeros, truncados casi en agraz por circunstancias de ambiente, dispersión geográfica de los que hubieran podido sostenerlos y escasez de recursos materiales. El nuestro –emprendido en circunstancias universales desfavorables a una plena atención por lo intelectual– parece, no [16] obstante, contar con bases más seguras, y a ellas encomendamos nuestra esperanzada y buena voluntad.
Ante todo, hemos de declarar con sinceridad que nacemos con la voluntad de ofrecer a la Revolución española y a su misión en el mundo un arma y un vehículo más, sea modesto o valioso. Pero de esta nuestra filiación nacen todas las garantías que podemos ofrecer, tanto a la comunidad intelectual y literaria, con quien contamos para el trabajo, como a la totalidad de la comunidad española e hispánica, a quien se lo dedicamos. Porque ciertamente el primer objetivo –el objetivo sumo– de nuestra Revolución es rehacer la comunidad española, realizar la unidad de la patria y poner a esa unidad –de modo trascendente– al servicio de un destino universal y propio, afrontando y resolviendo para ello los problemas que, en orden al nombre, a la sociedad, al Estado y al Universo nos plantea el tiempo de nuestra historia más propia: el tiempo presente. Ahora bien, tan ambicioso propósito veda a nuestra Revolución y al Movimiento que la conduce y encarna partir de una posición lateral y partidista en ninguno de los planos en los que esa Revolución ha de cumplirse. La consigna del antipartidismo, o sea la de la integración de los valores, la de la unidad viva, es la primera consigna falangista. Atenidos a ella en lo que nos afecta, en nuestro campo y propósito, creemos partir con unas garantías de mejor andadura que cualquiera de los movimientos o grupos intelectuales de España desde hace cincuenta años, porque necesariamente en medio de la disgregación nacional, también el servicio de la cultura hubo de hacerse servicio de partido con todas las consecuencias de lateralidad, limitación y deformación consiguientes. Nosotros, en cambio, convocamos aquí, bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición, hayan servido en éste o en el otro grupo –no decimos, claro está, hayan servido o no de auxiliadores del crimen– y tengan éste u otro residuo íntimo de intención. Los llamamos así a todos porque a la hora de restablecerse una comunidad no nos parece posible que se restablezca con equívocos y despropósitos; y si nosotros queremos contribuir al restablecimiento de una comunidad intelectual, llamamos a todos los intelectuales y escritores en función de tales y para que ejerzan lo mejor que puedan su oficio, no para que tomen el mando del país ni tracen su camino en el orden de los sucesos diarios y de las empresas concretas.
En este sentido ésta –Escorial– no es una revista de propaganda, sino honrada y sinceramente una revista profesional de cultura y letras. No pensamos solicitar de nadie que venga aquí a hacer apologías líricas del régimen o justificaciones del mismo. El Régimen, bien justificado está por la sangre, y a las gentes de pensamiento y letras lo que les pedimos y exigimos es que vengan a llenarlo –es decir, a llenar la vida española– de su afán espiritual, de su trabajo y de su inteligencia. Claro es que no vamos a eludir –bien al contrario– los temas directamente políticos, porque ¿cómo van ellos a quedar fuera del ámbito de la cultura, si fenómenos de cultura son al fin y al cabo? Pero esto no rompe –sino al contrario– nuestro propósito de no exigir a cada uno sino el puro ejercicio de su oficio y la pura ofrenda de su saber.
En cierta manera –en cambio– sí es ésta una revista de propaganda. Podríamos decir en la alta manera, ya que no hay propaganda mejor que la de las obras, y obras de España –propaganda de España– serán las del espíritu y la inteligencia para los que abrimos estas páginas.
Quedan, pues, en claro nuestros objetivos. Primero, congregar en esta residencia a los pensadores, investigadores, poetas y eruditos de España, a los hombres que trabajan para el espíritu. Segundo, ponerlos –más ampliamente que pudieran hacerlo en publicaciones específicas, académicas y universitarias– en comunicación con su propio pueblo y con los pueblos anchísimos de la España universal y del mundo que quieran reparar en nosotros. Tercero, ser un arma más en el propósito unificador y potenciador de la Revolución y empujar en la parte que nos sea dado la obra cultural española hacia una intención única, larga y trascendente, por el camino [17] de su enraizamiento, de su extensión y de su andadura cohonestada, corporativa y fiel. Y, por último, traer al ámbito nacional –porque en una sola cultura universal creemos– los aires del mundo tan escasamente respirados por los pulmones españoles, y respirados sobre todo a través de filtros aprovechados, parciales y poco escrupulosos.
Para la empresa –ya se irá viendo en nuestras páginas– todos están invitados, todos los que se atreven a sentir esta España una y trascendente, perseguidora de un destino universal. Y entre todos contamos con nuestro propio pueblo y con los fraternos y filiales que han de entender, en este caso como en todos los aspectos, la rabiosa sed de nuestra Falange.
* * *
Para tal empresa hemos querido usar una alta invocación, porque las cosas son un nombre y por él se conocen y se obligan. Escorial, porque ésta es la suprema forma creada por el hombre español como testimonio de su grandeza y explicación de su sentido. El Escorial, que es –no huyamos del tópico– religioso de oficio y militar de estructura: sereno, firme, armónico, ni cosa superflua, como un Estado de piedra. Magno equilibrio del tiempo: ni sólo panteón, ni sólo residencia, ni sólo disparada y alta porfía, sino equilibrio y suma de todo ello: edificado sobre los muertos como señal de estar legítimamente enraizado en lo propio y servido por la sustancia de lo ejemplarmente pasado; pero entero, vivo, practicable para el uso del tiempo y extremado de altura, escudriñante y ambicioso como quien, comenzando en la memoria, no vive sino para la esperanza.
Así era él ayer cuando no había sangre en España que lo supiera merecer, y así hoy, cuando vuelve a hacerse norma y ejemplo de una voluntad colectiva. Nosotros lo hemos ganado y –por decirlo así– reedificado, comenzando por reedificar sus cimientos, con guardar en ellos el polvo de nuestro inmediato origen, nuestra más reciente y viva tradición, el escandaloso y exigente testimonio de la sangre joven, el cuerpo de nuestro José Antonio, cuyo espíritu encontrará tan cómoda, tan a la medida para el éxtasis y el vuelo, aquella arquitectura ordenada y ejemplar.
Por fidelidad y amor a la vieja y nueva historia usamos de este nombre –ya transmutado míticamente– para nombrar nuestra obra. Ambicioso es el empeño y grave la obligación. Dios nos Ayude en ello, y ¡Arriba España!»
«Arbor»
Cuando Escorial desapareció definitivamente, hacía ya seis años que, desde enero de 1944, se venía publicando Arbor, la revista que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas lanzó, con un afán de síntesis, que había impreso carácter desde los primeros proyectos a esta nueva publicación. Apareció cada dos meses durante cuatro años, y precisamente al suspenderse Escorial en 1948 había pasado a ser mensual y a orientarse claramente como revista cultural en sentido más preciso y mejor entendido. Hoy es, después de la Revista de Occidente, la que más tiempo ha durado y la que, por tanto, tiene una colección más numerosa.
Por razones muy personales, que el tiempo irá desgastando, yo no puede todavía escribir de Arbor con frialdad de historiador desapasionado. Hace unos años, cuando esas razones no actuaban aún sobre mi ánimo, publiqué en el número 75 una «Breve historia de la revista Arbor», de la que copio los datos históricos fundamentales:
Rafael Calvo Serer, Raimundo Pániker y Ramón Roquer fundaron Arbor en Barcelona en el mes de marzo de 1943. Fue su primer director fray José López Ortiz, O.S.A., catedrático de la Universidad madrileña y muy pronto después obispo de Tuy. En octubre de 1946 fue nombrado director José María Sánchez de Muniain, a quien muy pronto sustituyó Rafael Calvo Serer. En diciembre de 1953, éste y sus principales colaboradores intelectuales fuimos violentamente separados, por razones políticas, de la labor de la revista, que pasó a manos de otro grupo de dirección, el [18] cual imprimió a sus números un matiz distinto, más cientificista y con menor interés cultural. Desde el primer número hasta esta última fecha ha sido subdirector Rafael de Balbín Lucas. Yo he trabajado como secretario desde el número 19 hasta el 95. Seria inútil intento el de enumerar los colaboradores más destacados. Entiendo que a lo largo de aquellos once años ha sido decisiva también la participación en la revista de Raimundo Pániker, Hans Juretschke y Alfonso Candau.
Durante su periodo más largo y característico, Arbor ha llevado el subtítulo de «Revista general de investigación y cultura», y el hecho de estar publicada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas ha condicionado siempre, como es natural, el carácter de los números, en cuyo conjunto se buscaba contribuir a la central tarea científica de orientar la vida intelectual hacia una síntesis superadora de las ciencias particulares. Otro rasgo característico fue la rica y amplia información cultural europea, y también nacional, de donde se ha seguido el ancho y hondo eco español e internacional. Distribuidos sus originales en secciones un tanto rígidas, la vertiente más puramente literaria de la vida intelectual ha tenido en ellas poca cabida, y, en consecuencia, el perfil fundamental de Arbor y su acusada fisonomía en la vida cultural española y en el diálogo internacional, han venido dados por el vigor y coherencia de pensamiento que Arbor entonces representaba. En el sitio aludido antes escribí hace años: «Era una idea autónoma, llena de ambición, nacida sin dependencia originaria con las instituciones académicas o investigadoras existentes con anterioridad.
Surgía como proyección de un empeño espontáneamente unitario, lleno de potencia creadora, de poder renovador, sobre la situación dada de la vida científica, también entonces alterada en su planteamiento por la irrupción de un espíritu que introducía en ella el germen de un giro profundo, cuyas consecuencias sólo con el tiempo podrán ser medidas en toda su trascendencia.» Sin duda, el modo más firme como ese valor se simboliza es el haber aparecido estos años en las páginas de Arbor decenas de nombres nuevos, entre los cuales están las firmas más recias y más prometedoras de la vida cultural española de hoy. Junto a ellos han ido los nombres universales de los intelectuales europeos católicos contemporáneos.
Cita especial merecen los números extraordinarios de Arbor: el de 1948, sobre la generación literaria y la fecha simbólica de 1898; el de 1949, dedicado a la revolución europea de 1848 y su repercusión en nuestra época; el de 1950, que recogió lo referente al magno congreso científico celebrado con la décima reunión plenaria del C. S. de I. C., y el de 1951, que trató los aspectos fundamentales del problema y teoría de la evolución biológica.
Ultimamente Arbor comenzó a publicar una serie de «Antologías» de los estudios publicados en la revista sobre un tema científico o general determinado. Apareció primero el de Historia de España. Es un empeño más que luego tampoco ha tenido continuación.
No interrumpida todavía la salida material de Arbor, sería inútil aludir a sus características externas, que en lo sustancial se han mantenido desde su aparición.
El texto inicial aparecido al frente del número 1, debido a la pluma de Raimundo Pániker, decía así en sus párrafos más característicos:
«Cuando algo se convierte de natural en problemático, no siempre indica un paso de la ingenuidad a la crítica; indica también muchas veces que aquel algo ha sido lesionado, y nuestra atención, despertada por el dolor, se dirige a remediar el caso. Nunca quizá como hoy el mundo en su totalidad, la vida humana en su complejidad, Dios en su infinitud y trascendencia, se nos han vuelto problemas. El hombre, en un proceso que la historia del pensamiento marca distintamente, perdió a Dios al finalizar la Edad Media, se perdió a sí mismo en el siglo de [19] las luces y en el idealista, y se ha perdido, se ha extraviado en medio del mundo en la época contemporánea, en la época de la técnica. Dejó de creer eficazmente en Dios, perdió el sentido de su propio ser y no sabe qué hacer en el mundo para llenar el vacío que siente «todo hombre que viene a este mundo».
Pero de la misma forma que el dolor es, en cierta manera, una defensa del organismo y un índice del mal, la inquietud actual –que no es la inquietud constitutiva del nombre «viador», sino el desasosiego del enfermo– es también el termómetro de su enfermedad y el punto de arranque para su curación. Curación que debe ser radical, pues el mal ha llegado al extremo. Ya no le queda al hombre el recurso de refugiarse en sí mismo y en la Naturaleza al perder a Dios, o el de lanzarse al mundo huyendo de sí mismo, pues pérdida y fuga son correlativos, y ya Adán, al perder la inocencia, huyó a esconderse. El hombre actual se siente lanzado, arrojado a este mundo; mundo que se le escapa, que le angustia y que, a pesar de haber sido explotado en sus leyes particulares –como lo prueban las maravillosas producciones de la técnica–, le domina en su ritmo general, en su orden cósmico, y se burla de él, haciendo que los mismos productos de la civilización sirvan para destruirlo (materialmente incluso) y labrar más honda todavía su infelicidad.
Se trata de salvar al hombre, de redimirlo. ¿Quién será el redentor? Política, Arte, Filosofía, Religión, pretenden tener poder para ello.
Hay que examinar antes el mal para juzgar acerca del remedio. Mejor dicho (como no es ésta ocasión de hacer un análisis del hombre moderno), se puede hacer una sola afirmación acerca de la actual enfermedad humana: el mal es universal. La inquietud o, como ya se distinguía, el desasosiego humano se extiende a todos los ámbitos de la vida, y quien no lo nota es un inconsciente. Y no se diga que es opinión exagerada. ¿Dónde se encuentra una visión sintética del mundo, fruto de estos últimos siglos, que no sea una lucubración idealista, que, aun pudiendo ser un prodigio de dialéctica y explicar ciertos problemas teoréticos, admitidas sus hipótesis, no deje, en cambio, sin el menor influjo las actividades concretas del hombre y sus más internas ansias, no ya racionales, sino de amor? El gran escándalo de la época actual es que el cultivo de la ciencia, de las ciencias; el cultivo de la inteligencia, en una palabra, de la facultad más noble que el hombre posee y por la que más se asemeja a su Creador, no le lleve ni le acerque a Dios, ni siquiera le deje el camino despejado para que pueda llegar hasta El.
Sólo aquel remedio, pues, que presente una universalidad tan extendida como el mismo mal –como el mismo hombre– podrá ser tenido en cuenta. Aun la Filosofía nos va a resultar limitada. La Filosofía, que tradicionalmente se había presentado como una explicación racional de la realidad, se atribuye hoy la misión salvadora del hombre y afirma que posee poder de salvación. Quizá la Filosofía moderna –o, por lo menos, parte de ella– sea un intento de salvación, pero precisamente un intento. Lo que induce a pensar que pretende salvar lo que por alguna otra causa se desmorona. La Filosofía quiere salvar al hombre no porque el hombre sin Filosofía se hunda –no pretendía antes la Filosofía asumir tal misión–, sino porque sencillamente se hunde. Y el hombre perece porque ha perdido la fe. Y como el hombre sin fe naufraga, quiere la Filosofía sustituirla, quiere ser un sucedáneo (Ersatz) de la Religión. Ahí está la aparente grandeza y la real tragedia de la Filosofía actual.
El mal presente es la falta de unidad, la dislocación de los problemas, la carencia de armonía. Solicitan al hombre innumerables tendencias, atracciones y valores, y él mismo cultiva y produce obras valiosas; pero ha perdido la noción del conjunto, se ha extraviado en el camino hacia la unidad. Y, no obstante, no puede renunciar a ella. La unidad a que tiende en última instancia todo hombre es la misma Divinidad, y la fuerza que nos impele hacia la primera es la misma que nos arrastra hacia Dios. El hombre actual vive descuartizado –en el sentido teórico de la palabra, y quizá también en el [20] figurado–. Sus actos no fluyen en una unidad interna unificadora de todo su ser y su hacer, sino que son series yuxtapuestas de actividades. El científico vive con su problema especializado, y procura vivir de él –que es aún más grave– sin preocuparse de relacionarlo con la totalidad ni de su vida ni de la ciencia.
El hombre religioso procura buscar la armonía del cosmos; pero, por regla general, los lazos con que une las diversas esferas del mundo son externos en muchos casos y predominantemente personales, lo que para su problema individual le basta.
El filósofo investiga el sentido de ser; pero, por regla general, no lo encuentra. No sabe tampoco descender de las conexiones generales a realizaciones menos abstractas. En su sistema hay saltos y lagunas, no de hecho, sino de principio.
El mal de la época actual es la falta de síntesis –tal vez, además, no se siente conscientemente esta falta–; una síntesis que unifique toda la vida humana, que abarque al hombre en su totalidad, que lo haga santo y sabio, fuerte y humilde, que dé un sentido de unidad a todas las ciencias y un fin último a todas las acciones, que alcance la paz para el hombre, paz a su inquietud científica –que no significa ni reposo ni solución de todos los problemas–, paz a sus ansias de superación, paz a sus anhelos de felicidad y paz incluso a los hombres entre sí. Síntesis que no desprecie el menor átomo humano, pero que lo coloque en su sitio con visión de conjunto y misión particular. ¿Qué es la síntesis? ¿Es ella posible? ¿Se confunde con la Filosofía? Estas y análogas cuestiones son las que quieren ser planteadas.»
Revistas especialmente orientadas a la cultura hispánica
Todas las españolas lo son, en sentido lato, ya que todas son –y no pueden ser otra cosa– exponentes de la manera hispánica de considerar y vivir la cultura. Pero aquí me refiero a las dos publicaciones periódicas que de modo más estricto se han dedicado estos últimos años a estudiar los fenómenos y las constantes culturales de toda Hispanoamérica, España incluida. Por eso, al principio digo que se trata de dos revistas de orientación cultural más polarizada.
Cuadernos Hispanoamericanos,
del Instituto de Cultura Hispánica, publicó su primer número en febrero de 1948, siendo director Pedro Laín Entralgo; subdirector, yo mismo, y secretario, Angel Alvarez de Miranda. La redacción estaba compuesta por los miembros del Seminario de Problemas Hispanoamericanos. Poco más tarde pasó a Luis Rosales la dirección, y a la tenacidad inteligente de Enrique Casamayor el cuidado constante que la continuidad de una revista requiere. Desde hace unos meses se ha incorporado a la publicación, como director, José Ignacio Escobar, marqués de Valdeiglesias. Bimensual al principio, se convirtió en mensual a partir del número 25, detalle en el cual coincide con Arbor. Sus números, abiertos a figuras relevantes de Hispanoamérica, a preocupaciones literarias y artísticas de vanguardia y a una rica información de fenómenos culturales muy varios, ha acusado el eco de corrientes diversas también. Menos conocida quizá de lo que debiera serlo, a fines de 1955 ha pasado ya del número 70, y en su colección destacan dos monográficos: uno dedicado a Antonio Machado y otro a Ramiro de Maeztu, que es, hasta hoy, junto con el libro de Vicente Marrero –Maeztu–, una de las aportaciones más positivas a la valoración de la figura y pensamiento de don Ramiro.
He aquí los propósitos que Cuadernos Hispanoamericanos tenía al aparecer:
«Quien lea esta revista debe saber, ante todo, que ha nacido para servir al diálogo. El hombre vive humanamente en cuanto dialoga consigo mismo, con los demás hombres, con la Divinidad, y muere humanamente tan pronto como se empeña en hacer de su vida un permanente monólogo. Junto al «pienso, luego existo», al «quiero, luego existo» y al «me angustio, luego existo» de los [21] diversos linajes monologantes, debe levantarse –con gravedad, decisión y rigor– un cristiano y consolador «dialogo, luego existo». Pues bien, nosotros, los hacedores y los lectores de estos neonatos cuadernos, vamos a servir hispánicamente a ese hondo, esencial imperativo del diálogo.
De modos diversos asumirá nuestro servicio. Seremos, por una parte, área, hogar del diálogo; viviremos, por otra, con voluntad, con intención de diálogo.
Area del diálogo. Desde hace varios años ha comenzado, creemos creer que irrevocablemente, el reencuentro de los hispánicos de todas las riberas: la mediterránea, la atlántica la que mira al mar que llaman Pacífico. España, entendida de muy distintas maneras, se ha hecho presente, y aún urgente, en los países de Hispanoamérica. Hispanoamérica ha entrado de nuevo en el pulso cotidiano de la vida española. Nunca, desde el siglo XVIII, ha sido tan viva la conciencia de nuestra restante e incipiente comunidad. Pero el encuentro exige diálogo. Españoles e hispanoamericanos hemos de contarnos muchas cosas acerca de nuestro modo de ver, sentir, pensar y cantar el mundo y los problemas humanos, de nuestra historia común y diversa, de nuestros dolores y esperanzas, de nuestras ambiciones. Estos Cuadernos hispanoamericanos aspiran a edificar una de las estancias del necesario diálogo. El sencillo decoro de sus páginas está abierto, muy en primer término, al decir poético e intelectual de los hispánicos, así frente a nuestros temas peculiares como ante los que hoy incitan al espíritu de todos los hombres.
Nacemos, por otra parte, con intención de diálogo. Queremos ser algo más que espacio abierto y neutral, lonja inerte donde las voces resuenan con esa mansa y honda resonancia de la letra escrita. También para nosotros es diálogo el vivir. Dialogaremos amistosamente con todos cuantos quieran ser fieles al modo de ser que llamamos Hispanidad; es decir, a la mejor posibilidad histórica de los hombres españoles e hispanoamericanos.
Hace dos mil y quinientos años escribía en la costa lucania el errabundo Jenófanes de Colofón: «Aunque un hábil luchador sobresalga por sus puños entre los ciudadanos, o destaque en el torneo de las cinco pruebas, o en el arte de la pelea, o por la celeridad de los pies... no por eso estará la ciudad en mejor orden.» La sentencia no ha perdido actualidad. El poder de la fuerza, aunque la de ahora sea fuerza tecnificada y docta, no acaba de poner en buen orden la vida de las almas y las ciudades. Amigos de España e Hispanoamérica: con toda humildad, pero con toda decisión, vamos a emplear nuestra voz y la fuerza de nuestro derecho en la empresa de mostrar a los hombres que todavía es posible vivir y dialogar en amoroso lúcido orden cristiano. Aprestémonos, en suma, a edificar nuestra Atlántica.»
Estudios Americanos,
Revista de síntesis e interpretación. Publicada por la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, comenzó como trimestral en mayo de 1949 y paso a ser mensual en el número 16 (enero de 1953). Ahora va por el número 51 (diciembre de 1955). Es una labor de conjunto de la Escuela editora, dirigida por Vicente Rodríguez Casado y realizada por un equipo coherente de redactores y colaboradores, cuya orientación cultural es debida –además de al director– a Jesús Arellano, Francisco Elías de Tejada, Octavio Gil Munilla, todos ellos catedráticos de la Universidad sevillana, y Patricio Peñalver Simó, brillante profesor de Filosofía e historiador del pensamiento hispanoamericano. Por encima de la seriedad científica que caracteriza a Estudios Americanos, y que la mantiene lejos del ensayismo superficial, entiendo que su mérito principal estriba en ser realización y portavoz de un grupo cultural no radicado en Madrid, caso éste casi por completo nuevo en la vida intelectual española. La revista, atenta a la seria información de la cultura hispanoamericana, publica con regularidad comentarios autorizados y valiosas colaboraciones de América, de Europa y de España.
Revistas culturales de postguerra / Florentino Pérez Embid / Temas españoles 215 / Madrid 1956
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